Fatima Daas
La hija pequeña
M'Sur
La peque
Viene pisando fuerte. Para eso es la peque: siempre vienen con arrojo y ganas de comerse el mundo porque ya han visto a su fratría abrirse camino y no van a ser menos. Fatima Daas tiene solo 25 años, y ya tiene en el mercado una novela que está dando que hablar a Francia entera y parte del extranjero. Hay quien la compara con Annie Ernaux y Marguerite Duras. Hay quien dice que es un debú literario como nunca lo ha habido. Una chica de la banlieue, pisando fuerte.
La banlieue, la periferia de París, es donde viven ellos. Los otros. Los de ahí abajo, árabes dicen en Francia, moros decimos, con mayor precisión etnográfica, en España. Argelinos, marroquíes. Y de ahí ha salido Fatima Daas o la protagonista de su libro, o ambas, si es que son dos diferentes. Hojeando la prensa francesa, uno diría que no. O así lo deja claro en las entrevistas la autora. Porque pese a usar seudónimo, Daas no rehuye las cámaras en absoluto. Sale en grandes cadenas de televisión, diarios nacionales, con la cara y el indómito pelo bien visibles. Su imagen pública, la que se perfila en una búsqueda de su huella mediática, es una contradicción andante: lesbiana declarada, pero musulmana creyente y convencida de que la homosexualidad es un pecado y, a todo eso, encantada de declararse feminista y, para redondear las paradojas, admiradora de Virginie Despentes.
¿Un brillante caos creativo? ¿Un cacao de mucho cuidado? ¿Un revoltijo propio de una juventud, casi adolescencia, que promete una mirada fresca, liberada de toda convención, esperanzador punto de partida para una gran carrera literaria? Para saberlo no hay otra que abrir el libro y seguirlo hasta el final. Las primeras páginas, cortesía de Cabaret Voltaire, en MSur. El resto, desde hace dos semanas en librerías.
[Ilya U. Topper]
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La hija pequeña
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Me llamo Fatima.
Mi nombre es el de un personaje simbólico del islam. Es un nombre que hay que honrar.
Un nombre que no se puede «ensuciar», como se dice en mi casa.
En mi casa, ensuciar es deshonrar. Uasej, en árabe argelino.
Se dice darya, dariya para decir dialecto.
Uasej: ensuciar, mancillar, manchar.
Es como «acercarse» en español, es polisémico.
Mi madre utilizaba la misma palabra para reprocharme que me hubiera manchado la ropa, la misma palabra cuando, de vuelta a casa, encontraba su Reino desordenado.
Su Reino: la cocina.
El lugar donde no podíamos poner un pie ni echar una mano.
Mi madre odiaba que no se colocaran las cosas en su sitio.
Había códigos en la cocina, como en otros lugares, y había que conocerlos, respetarlos, seguirlos.
Si no éramos capaces de hacerlo, debíamos mantenernos alejados del Reino.
Entre las frases que mi madre repetía a menudo, estaba esta: Makench li ghauen fi hadi dar, izzedolek.
Aquello sonaba a frase hecha en mis oídos. «En esta casa no hay nadie para ayudarte, pero para darte más trabajo, sí.»
A menudo yo le soltaba esta otra frase mientras removía los dedos de los pies en mis calcetines.
—Si necesitas ayuda, dímelo, no soy pitonisa, no puedo adivinarlo.
A lo cual mi madre contestaba sin pestañear que no necesitaba «nuestra» ayuda. Insistía mucho al decir «nuestra», una manera de hacer colectivo el reproche, de evitar que yo me lo tomara como una cuestión personal, que me sintiera ofendida.
Mi madre empezó a cocinar a los catorce años. Primero, cosas que ella denomina sahlin: fáciles.
Cuscús, shakshuka, douez , tayines de cordero con ciruelas pasas, tayines de pollo con aceitunas.
A los catorce años, yo no sabía hacerme la cama.
A los veinte años, no sabía planchar una camisa. A los veintiocho años, no sabía hacer pasta con mantequilla.
No me gustaba estar en la cocina, salvo para comer.
Me gustaba comer, pero no cualquier cosa.
Mi madre cocinaba para toda la familia.
Elaboraba menús en función de nuestros caprichos. Si me daba por rechazar la carne, me ponía pescado; mi padre no podía pasar sin pescado, así que se lo encontraba en el plato. Si Dunia, mi hermana mayor, quería patatas fritas en lugar de una comida tradicional, también lo conseguía.
Desde que tengo uso de razón, recuerdo a mi madre en la cocina, con las manos estropeadas por el frío, las mejillas hundidas, dibujando un hombrecillo con el kétchup sobre mis espaguetis, decorando el postre, preparando el té, guardando las sartenes en el horno.
Conservo una sola imagen: nuestros pies debajo de la mesa y la cabeza pegada al plato.
Mi madre en los fogones, la última en sentarse.
El Reino de Kamar Daas no era mi espacio.
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Me llamo Fatima Daas.
Mi nombre es el de una muchacha de Clichy que tiene que cruzar la vía de circunvalación parisina para proseguir sus estudios.
En la estación de Le Raincy-Villemomble agarro el periódico gratuito Direct Matin antes de coger el tren de las ocho y treinta y tres. Me chupo el dedo para pasar bien las páginas. En la página 31, un gran titular: Relajarse.
Debajo del pronóstico del tiempo encuentro mi horóscopo del día y de la semana.
Si quieres poder soportar la vida, debes estar dispuesto a aceptar la muerte (Sigmund Freud).
Tu clima astral: No te desmoralices si no puedes ayudar a todos los que te lo piden, ¡piensa en ti! Reflexiona antes de lanzarte a proyectos de gran envergadura, no confundas tu optimismo con tus fuerzas.
TRABAJO: Tendrás que tomar decisiones enérgicas.
Tu realismo será hoy tu mejor baza.
AMOR: Si tienes pareja, ten cuidado y no la desanimes con exigencias excesivas. Si estás sola, puedes soñar con el príncipe azul pero no esperes encontrártelo a la vuelta de la esquina.
A continuación, recorro las desdichas del mundo intentando renunciar al deseo de observar a las personas que van en el tren.
No pasa ni un solo día sin que los pasajeros se nieguen a avanzar por los pasillos. Por la mañana, repito la misma fórmula nada mágica: «¿Pueden avanzar, por favor? Hay gente que querría llegar a tiempo al trabajo, como ustedes».
Al final del día, cambio de tono.
Suprimo adrede las fórmulas de cortesía.
Esos pasajeros que se quedan parados bloqueando los pasillos son los mismos que se preparan para bajar en las dos estaciones siguientes: Bondy o Noisy-le-Sec.
Su truco: quedarse pegados a las puertas de salida para que no se les pase la parada.
En el autobús, me ocupo de que la mujer con un hijo, la mujer embarazada, la mujer mayor tengan asiento.
Solo me preocupo por las mujeres.
Me siento obligada a hacer de justiciera, a defender a las demás, hablar en su lugar, ser portadora de sus palabras, tranquilizarlas, salvarlas.
No he salvado a nadie, ni a Nina ni a mi madre.
Ni a mi propia persona.
Nina tenía razón.
Es malsano querer salvar el mundo.
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Me llamo Fatima Daas, pero he nacido en Francia, en el Departamento 78, en Saint-Germain-en-Laye.
Llego al mundo por cesárea en la clínica Saint-Germain, en la Rue de la Baronne-Gérard.
Cesárea, del latín caedere: seccionar, cortar.
Incisión del útero.
Tras mi nacimiento, a los treinta años, mi madre sufre un infarto.
Me siento culpable por haber nacido.
Me extraen del vientre de mi madre al alba.
No nazco asmática.
Me vuelvo asmática.
Entro oficialmente en la categoría de los asmáticos alérgicos a los dos años.
De adolescente, oigo por primera vez la palabra «severa» para calificar mi enfermedad.
A los diecisiete años entiendo que soy portadora de una dolencia invisible.
Mi estancia más larga en un hospital dura seis semanas.
Mi hermana Dunia dice que soy una esponja. He tardado mucho tiempo en saber que las emociones podían desencadenar mis ataques de asma.
He de seguir un tratamiento médico regular, de por vida.
Seretide: una aplicación por la mañana, otra por la noche.
Inorial: un comprimido por la mañana.
Singulair: un comprimido por la noche.
Ventolin: en caso de dificultad respiratoria.
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© Fatima Daas · 2020 | Traducción del francés: Lydia Vázquez Jiménez (2021) | Cedido a MSur por Cabaret Voltaire