Opinión

La cuerda del equilibrista

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 14 minutos

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Dos divisiones por el norte. Tres por el centro y algunas más por el sur, y un puñado añadido en Bielorrusia, que es amigo. El despliegue militar de Moscú a lo largo de las fronteras de Ucrania —una simple línea en las inmensas llanuras de fértil tierra negra al norte del Mar Negro— lleva semanas en marcha. Tanques, artillería, cazas, misiles, todo lo que usted necesita para una guerra en condiciones. Una guerra a la antigua usanza. Que si participa Rusia solo puede ser una guerra mundial.

La tercera guerra mundial es como el fin del mundo: se ha ha vaticinado tantas veces que ya no tiene credibilidad. Yo tengo costumbre de creérmela aún menos: cuando durante diez años, todos mis amigos predecían la guerra inminente entre Israel e Irán, yo fui acumulando una bodega entera por el método de apostar una botella de raki por cada verano en el que la guerra no tuvo lugar. Nunca tuvo lugar. El truco, claro, es que yo sabía que era ficticia.

Ahora no lo tengo tan claro. Me apostaría como mucho una copa. No se me va de la cabeza que la primera guerra mundial empezó porque Rusia empezaba a movilizar sus tropas a lo largo de la frontera austrohúngara. No para atacar a nadie, simplemente como gesto diplomático de subrayar su firme decisión de respaldar a Serbia. Pero la diplomacia de la artillería tiene sus riesgos.

Tampoco ahora, Rusia tiene intención de invadir a nadie. Siempre que se le haga caso y se le garantice que Ucrania quede invadible, sin tropas extranjeras ni sistemas de misiles ni, sobre todo, plan de integrarse en la OTAN. Lo que se llama un país colchón. Podría parecer una idea coherente desde un punto de vista geoestratégico de dos grandes potencias que se repartan el globo, como se acostumbra hacer desde la época de Tordesillas: cada uno su porción de tarta y un trozo de la vergüenza en medio para no rozar cucharas. Lo malo es que hay pocas garantías de que Moscú no decida, a la postre, comerse ese trozo también. Crimea ya se lo anexionó en 2014, y desde el mismo año, las dos provincias del Donbas están poco menos que digeridas ya.

Ante la duda, Estados Unidos ha optado por sacar pecho enviar a su vez tropas. No tantas. Dos mil, tres mil, algo simbólico para decir que no se amilana. Pero la OTAN ya no es lo que era. En su estrategía hay un gran hueco, desde el punto de vista militar, y es el de sur. La pieza clave del cerco a Rusia ha desaparecido: Turquía ya no está.

Turquía no se ha dado de baja en la OTAN —es prácticamente miembro fundador— pero el conflicto sobre Ucrania no atañe, estrictamente hablando, a la OTAN, porque Kiev no es miembro y por lo tanto, todo se juega en el ruedo de la voluntad política, no de los tratados. Pero el arriesgado póker geopolítico al que el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, se ha entregado en los últimos diez años, ha convertido su habitual cuerda del equilibrista sobre abismos geopolíticos en una especie de soga a punto de cerrarse en torno a su cuello. Si Rusia y Ucrania llegan a la guerra, Turquía no tiene ninguna opción buena, ni siquiera la neutralidad.

Si Rusia y Ucrania llegan a la guerra, Turquía no tiene ninguna opción buena, ni siquiera la neutralidad

Desde 1952, año en el que se afilió a la recién fundada OTAN, hasta la primera década del siglo XXI, Turquía era un firme baluarte de la OTAN, tan firme que en los años setenta prácticamente exterminó sus propios movimientos izquierdistas a tiro limpio en la calle, enfrentándolos a movimientos de ultraderecha que siempre tuvieron muy buena relación con militares y servicios secretos. Fue a partir de de 2009, de su famoso discurso de “One minute” en la cumbre de Davos en el que se enfrentaba a Israel que Erdogan empezó a marcar un rumbo propio. Tras una década de ilusionado acercamiento a la Unión Europea puso freno con Bruselas: utilizar el proceso de integración europea para erosionar el poder de sus adversarios, la vieja guardia kemalista, laica y militarista, sí. Entregar cuotas de poder propio, eso ya no. Empezaba a hacer flotar globos verbales: la opción de integrarse en la Cooperación de Shanghai (entonces Rusia, China, Asia Central), la exigencia de un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas como cabeza del mundo musulmán… Era mediador con Irán y firmaba hasta la paz con Siria. Claro que fue poco más que fachada: el 40 por ciento de las exportaciones turcas sigue teniendo como destino la Unión Europea, tendencia subiendo. La economía es testaruda.

Precisamente Siria fue la tumba de estos sueños geopolíticos de potencia equilibrista. La apuesta de Erdogan por la oposición islamista, y en concreto por la respaldada por Qatar, es decir la dirigida por los Hermanos Musulmanes, puso a Turquía en el bando enfrentado a Rusia y, a la vez, en el eje de los rivales de Arabia Saudí y, pronto, Egipto. En este contexto de guerra, un piloto turco apretó en 2015 el gatillo en lo que fue el disparo más caro de la historia: derribó un caza ruso en la frontera sirioturca. Putin tomó represalias: se acabaron las exportaciones de verdura turca a Rusia, se acabaron las vacaciones masivas de rusos, equipos de fútbol entero incluidos, en la costa mediterránea turca. Erdogan aguantó siete meses. Luego capituló. Nunca se ha dicho en público, pero tengo por mí que el precio se pagó en metálico. En el metal verde caqui de un sistema de antimisiles S-400, fabricado en Rusia y adquirido por Turquía un año más tarde; dicen que cuesta 2.500 millones de dólares.

Con medio ejército entrampado en Siria, Ankara depende más que nunca de la buena voluntad de Moscú

Costó algo más: costó la alianza militar con Washington. La Casa Blanca suspendió la participación de Turquía en el programa de fabricación de cazas F-35. Fue uno de los factores que contribuyeron al enfrentamiento de Erdogan con Trump y a la primer gran caída de la lira turca. Pero el camino no tenía vuelta atrás: de un miembro fiel de la OTAN, Turquía se había convertido en un estado casi satélite de Rusia. Putin sabía jugar sus cartas: permitía sin pestañear que los tanques turcos se hicieran con gran parte de la franja norte de Siria, con apoyo de milicias islamistas rebeldes, iniciando una ocupación duradera y un respaldo militar a la rebelión que a Putin, como garante del régimen de Asad, debería haberle preocupado. No le preocupó: en Siria, Rusia y Turquía son adversarios militares, sí, pero solo en la medida en la que Rusia lo permite. Con medio ejército entrampado en Siria, Ankara depende más que nunca de la buena voluntad de Moscú. Es una especie de cepo.

La falta de apoyo de la Unión Europea a la aventura siria indujo a Erdogan a jugar con más severidad sus cartas. Especialmente la de los migrantes, un arma arrojadiza humana, ante la que Unión Europea solo podía certificar su propia incapacidad de arreglárselas con el resto del mundo y de encontrar siquiera una respuesta común (habría sido fácil, si los estadistas europeos hubieran decidido agarrar de una vez el toro por los cuernos y asumir la necesidad de inmigración que tiene Europa, pero a tanto no llegan). De manera que frente a Turquía solo quedaba jugar a poli bueno y poli mano: a un lado Grecia, Chipre, Francia formando eje contra Ankara, al otro Alemania e Italia contemporizando. A algunos, quizás en Moscú, les daba gusto ver la UE tan desunida.

Y al mismo tiempo, Turquía se fue posicionando, con una diplomacia hábil y sobre todo a través del mercado, como la potencia económica y geopolítica de referencia para Europa oriental. No solo en los Balcanes, donde la presencia de minorías turcoparlantes y tradiciones islámicas mantienen vivos, en su opinión, los vínculos políticos de tiempos otomanos, sino también con Hungria, Rumanía, Polonia y, especialmente, Ucrania. La fabricación y exportación del dron armado Bayraktar TB2, un caza no tripulado low-cost, que ya ganó la guerra de Azerbaiyán contra Armenia en 2020 y dio un giro a la de Libia, ha impulsado esta cooperación: Polonia fue el primer país de la OTAN en comprar el arma. Ucrania se llevó la estantería entera: primero seis unidades, luego otras seis y hay 24 más en espera, dicen los mentideros. Kiev ya utilizó uno en octubre pasado en Donbas: contra las milicias son muy útiles. Contra un ejército moderno como el ruso, quizás no tanto.

Turquía es el guardián del Bósforo y como tal tiene obligaciones bajo la Convención de Montreux

No es solo negocio. Erdogan y sus ministros repiten en cada ocasión que Crimea es tierra ucraniana ocupada y respaldan el movimiento de los tártaros de Crimea —una población de habla turca y tradición musulmana— que se opone a la anexión rusa. Y es la prueba del algodón, porque sería fácil argumentar lo contrario: Crimea, parte del imperio otomano durante tiempo y del Imperio zarista desde 1783, más tarde región autónoma de tártaros, no fue parte de Ucrania hasta 1954. Reconocerlo como tal, aún tras la anexión rusa, es tener claro en qué bando se quiere situar uno. Y el bando de Turquía no es Rusia. Es Europa.

¿La más estricta neutralidad, pues? Hasta esto tiene trampa. Porque Turquía es el guardián del Bósforo y como tal tiene obligaciones bajo la Convención de Montreux, firmada en 1936 y respetada escrupulosamente hasta hoy. En tiempos de paz garantiza el paso de todo mercante por esa vía de agua, pero limita el pasaje de navíos militares de naciones no ribereñas del Mar Negro. No deben pasar buques de más de 15.000 toneladas —eso es: no debe pasar ningún portaaviones, ni siquiera el modesto Juan Carlos I, el orgullo de la flota española, un cascarón de nuez en comparado con los estadounidenses, pero ay, de 26.000 toneladas— y el total de todos los navíos de esas naciones simultáneamente presentes en el Mar Negro no debe superar 45.000 toneladas. La fragata Blas de Lezo enviada por España tiene 5.800 toneladas y el dragaminas Meteoro 2.670; digamos que la flota total de la OTAN nunca va a ser mayor que siete fragatas. Además, ningún buque militar no ribereño debe permanecer más de 21 días seguidos en esas aguas, luego tiene que reemplazarse por otro. Eso, mientras estemos en paz.

Si empieza la guerra, se acabó: ningún navío militar podrá pasar por el Bósforo, salvo para volver a su puerto. Es decir, Rusia se puede aún traer los que tenga en el Mediterráneo, incluso después de sonar el primer tiro, pero la OTAN se tendrá que arreglar con lo que ya tiene desplegado. Turquía es responsable de vigilar que se cumpla el acuerdo, mientras se mantenga neutral. Una tarea ingrata para Ankara, si quiere que gane Kiev.

Olvídense del flanco sur, dirán los asesores: Turquía se ha colgado de su propia cuerda de equilibrista

Si Turquía entra en guerra, entonces, y solo entonces, se suspende el tratado de Montreux, y Turquía puede hacer de su capa de agua un sayo. Pero es prácticamente imposible que se atreva a declarar la guerra a Rusia. No solo por su vulnerabilidad en Siria, y no solo porque puede tener dudas de lo seguro que será utilizar el sistema antimisiles S-400 contra su propio fabricante. Sino por el gas. Rusia aporta el 33 % del fluido consumido en Turquía a través de dos gasoductos que cruzan el Mar Negro, lo que equivale al 9 por ciento del gasto energético total del país. Los contratos de gas comerciales no se suelen tocar ni en época de guerra, pero yo no me fiaría. Ya en enero, cierta reducción del flujo proveniente de Irán —tercer proveedor, tras Rusia y Azerbaiyán— dejó parte de la industria turca paralizada. Si Moscú cierra el grifo, el colapso de Turquía es inmediato.

El tratado de Montreux tiene una cláusula adicional, la 21: permite a Ankara actuar con la misma libertad que le otorga el caso de conflicto cuando percibe “una inminente amenaza de guerra”, aunque aún no se haya producido o no tome parte en los enfrentamientos. En este caso debe notificar su decisión, indicando el país que considera potencial agresor, a la Liga de las Naciones para que respalde o rechace la medida. El problema: La Liga de las Naciones ya no existe. Se disolvió en 1946, y Naciones Unidas no es su sucesor automático, así que la ONU primero tendrá que debatir en asamblea si asume esa herencia. Un debate que seguramente tardaría bastante más en dirimirse que la existencia o desaparición de Ucrania.

Legalmente, pues, no hay impedimento para que Turquía se declare neutral pero “amenazada” y franquee el Bósforo a todos los buques de la OTAN que quiera, portaaviones incluidos, que caber, caben. Lo malo es que seguramente no le gustaría nada a Rusia, y volvemos a la casilla uno: véase arriba lo del gas. Por lo mismo, Turquía probablemente ni siquiera podría autorizar a Estados Unidos que utilice la base aérea de Incirlik en la costa mediterránea: el acuerdo vigente solo prevé que sirva para actividades de la OTAN —y una guerra en Ucrania legalmente no lo sería— y somete a consulta cualquier otro uso. No es un punto absolutamente clave, porque Incirlik está a 1.600 kilómetros de Kiev, al igual que la base de Ramstein en Alemania, pero sí conveniente, a solo 800 de Crimea y 1300 del Donbas, que distan más de dos mil kilómetros de la base alemana.

Nada, olvídense del flanco sur, dirán los asesores militares a los presidentes en esas reuniones en salas con mapas en las paredes. Turquía se ha colgado de su propia cuerda de equilibrista.

La mala noticia para Turquía es que la obligada neutralidad no le beneficiará en nada. Si el conflicto arranca en serio, tendrá que ir con pies de plomo para no enfadar a Rusia, no podrá beneficiarse del mercado que significa toda guerra, probablemente ni siquiera podría seguir vendiendo drones a Kiev. Quedándose fuera del tablero, no sacaría mucho beneficio geopolítico de una relativa —nunca podría ser más que relativa—victoria del bando europeo. Un avance fuerte de Rusia sería aún peor para sus expectativas de ampliar vínculos con Europa oriental, un mercado natural para sus exportaciones. Para los negocios de Turquía, esta guerra es un desastre.

No sorprende que Erdogan esté multiplicando gestos de calmar las aguas. Ya acudió en la primera semana de febrero a Kiev, asegurando su respaldo al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, pero sobre todo prometiendo mediación. Un encuentro en Estambul entre presidentes, propuso, en cuanto Putin volviera de Pekín. Han pasado los días y Putin no se ha dado por aludido. No tiene prisa.

Dicen que si la guerra no ocurre en las próximas semanas, no podrá tener lugar porque la tierra de Ucrania, esa tierra negra fértil, se va descongelando. Estoy contando los días para que ocurra. Mirando desde la ventana la franja azul del Bósforo, donde pasan, de sur a norte, submarinos rusos, izada la bandera blanca con las aspas azules, escoltados amistosamente por un guardacostas turco. Es la primera vez que los veo con escolta. Me da mala espina.

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© Ilya U. Topper |  Primero publicado en El Confidencial ·  20 Feb 2022

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