Artes

Marco Missiroli

El destino del elefante (2013)

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 15 minutos

Missiroli

Razones para colgar los hábitos

El nombre de Marco Missiroli (Rimini, 1981) todavía no dirá nada a los lectores españoles. Pero si advertimos de que se trata de uno de esos jóvenes autores italianos que vienen pegando fuerte desde la década pasada, en la línea de los ya consagrados Ammaniti, Veronesi, Piccolo, Sorrentino o Giordano, sin duda más de uno estará dispuesto a darle una oportunidad. No ha pasado desapercibido para el mercado, desde luego, el hecho de que Missiroli sea un escritor que cuenta sus libros por premios: Senza coda (2005) obtuvo el Campiello; Il buio addosso (2007) el Insula romana; Bianco (2009), el Comisso, el Tondelli y el de la crítica Ninfa-Camarina. Finalmente, El destino del elefante, publicada el año pasado en su país, se llevó el Campiello Giuria dei Letterat, el Vigevano-Lucio Mastrolonardi y el Bergamo, pero sobre todo le abrió las puertas del mercado internacional.

Todos estos galardones, en principio, podrían no significar otra cosa que Missiroli es un tipo afortunado, o muy competitivo. Basta asomarse a las páginas que Siruela publicará en España en otoño para descubrir que hay algo más: ese aire neorrealista, combinado con una sorprendente habilidad para dosificar la información y captar la atención del lector, yendo hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, hablan de un novelista que conoce su oficio, tanto para plasmar la cotidianidad –él mismo asegura que casi todos los personajes existen en la realidad– como para lo extraordinario.

El protagonista de la historia es Pietro, ex sacerdote de edad madura que ha abandonado su Rimini natal para desempeñar labores de portero en un lujoso bloque de viviendas de Milán. Entre los vecinos, mantiene una relación especial con uno, el doctor Luca Martini, joven médico dedicado a aliviar los últimos momentos de los moribundos, y en cuya casa entra a menudo cuando está seguro de que no hay nadie. Secretos, verdades oscurecidas, soledades llamadas a encontrarse y heridas antiguas irán saliendo a la luz en unas páginas que, como el elefante al que alude el título, marcan un camino ajeno a lo convencional.

[Alejandro Luque]

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El destino del elefante

(Páginas 4-19 de la novela)

 

 

Si hay aflicción, lo que saldrá a la luz no será

un ser plano, sino un ser moral,

un sujeto del valor, y no de la integración.

 

Roland Barthes

Solo ahora se ha desprendido por fin el chico

de todo cuanto ha sido.

 

Cormac McCarthy

 

 

Había una vez un hombre, y a ese hombre en cuestión no es que las cosas le fueran muy allá, había estallado el diluvio universal y él se había encaramado al tejado de su casa para no ahogarse, de modo que le pide a Dios con toda su fe que lo salve y en su corazón sabe que Dios lo salvará.

Se acerca una embarcación y el hombre la rechaza, dado que está convencido de que el Señor vendrá a salvarlo, por lo que dice no gracias, y mientras las aguas no dejan de crecer, se acerca otra embarcación, pero él sigue esperando a Dios. Entretanto, el agua le llega ya al cuello, pasa una tercera embarcación, no gracias. Al final, el hombre se ahoga. Cuando ve por fin al Señor en el paraíso, le dice: ¡tú habías prometido salvarme! Dios se le queda mirando, vamos a ver, pero si te he mandado tres barcas, sa vot adés?

1

La portería era un cuchitril limpio, amueblado con una mesa de contrachapado y dos sillas de mimbre. En una pared estaban los buzones y junto al cristal de la garita había una repisa con una radio en estado lastimoso y un teléfono; en otra pared, un dibujo a tinta china de la catedral de Milán y un clavo. Una puerta de fuelle llevaba a un apartamento minúsculo, formado por un dormitorio y la cocina. Antes de marcharse, la antigua portera lo había limpiado de arriba abajo, había dejado una cafetera casi nueva y un paquete de café, una botella de aceite a medias y un frasco de gel de baño para pieles delicadas. En el cajón de la mesa, un rectángulo de cartón con una ventosa en el que estaba escrito: Vuelvo enseguida. Había dejado también diez ganchitos clavados en la pared del dormitorio, de cada gancho colgaban copias de las llaves de todas las viviendas.

Pietro no las había tocado aún desde que se convirtió en el nuevo portero, un mes antes. Lo hizo esa tarde, se acercó a uno de los ganchos y sacó las llaves de los Martini. El doctor Luca y Viola, su mujer, habían ido a recoger a su hija a la guardería. Se las metió en un bolsillo y siguió enjuagando el trapo en el baño de paredes ciegas, lo introdujo en un cubo de plástico y le echó encima dos tapones de detergente. Tambaleándose a causa del peso, fue hasta el zaguán del que arrancaban las escaleras. Estrujó el trapo y lo restregó por un escalón, se acurrucó y fue subiendo hacia atrás, como una araña a la que le faltaran patas. Pasaba el trapo con las manos y arrastraba el cubo, cuando llegó al primer piso levantó los felpudos de las tres viviendas y prosiguió hasta el segundo. Se detuvo. Empezó por la puerta del abogado Poppi. En su felpudo estaba escrito Dejad toda esperanza, lo levantó y limpió, se desplazó hacia el de los Martini. Lo enrolló y quitó con esmero la grasa del mármol, se puso de pie, el picaporte de la puerta tenía manchas de dedos. Usó un pañuelo para quitarlas, se lo volvió a guardar en el bolsillo y notó cómo las llaves le rascaban la palma. Las sacó, las metió en la cerradura. Abrió.

Entró con los ojos cerrados y dio medio paso. Siguió avanzando y miró, en lugar de la oscuridad apareció un perchero en forma de árbol. De sus ramas colgaban tres abrigos oscuros y el paraguas en forma de mariquita de Sara. El parqué rechinaba; sobre la única repisa del vestíbulo, dos fotografías y una cesta de bagatelas antiguas. En uno de los marcos estaba el doctor Martini de niño. Fingía estar conduciendo una Vespa aparcada. Tenía la mirada fija en el manillar, la boca seria. El portero cogió la fotografía, acarició la cabeza del pequeño y la mano que apretaba el acelerador. Se la acercó más, la acarició de nuevo. Apretó el marco hasta que empezó a temblar. Volvió a dejarlo en su sitio y se quedó mirando la cesta de bagatelas. En lo alto asomaban un tintero, una rana pisapapeles, un timbre de bicicleta. Sacó el timbre y limpió con la manga de la camisa la parte de arriba. Estaba oxidado y tenía la palanca desgastada. Le dio la vuelta, pesaba poco. Retrocedió sujetándolo en la palma de la mano y salió de casa de los Martini.

–Pietro.

Se volvió de golpe.

–Señor abogado –el portero recogió el trapo y escondió en él el timbre, mientras el agua le goteaba en los pies–. Estaba acabando de limpiar.

–Muy a fondo, ya lo veo.

El abogado Poppi se quitó el sombrero con un gesto seco, su cabeza brillante relució.

Kibutzer, dicen los judíos. Entrometido.

Se abrió camino con el bastón y enarcó una ceja. Pietro tiró el trapo en el cubo, se puso colorado.

–Acepte una invitación, amigo mío –dijo el abogado–, deje de limpiar tan a fondo y véngase conmigo al bar de la esquina. Ahora mismo. Le invito a un capuchino que no olvidará.

–Me faltan dos pisos.

–Hágame caso –el abogado abrió su puerta, cogió un impermeable del brazo del sofá y lo sacudió antes de ponérselo. Señaló el piso contiguo al de los Martini–. Nuestro Fernando está a punto de declararse. Perdérselo sería un grave error.

El portero le enseñó el cubo.

–Peor para usted, kibutzer –el abogado retrocedió y empezó a bajar.

Pietro esperó a que Poppi saliera al patio, después se acercó a la última puerta del descansillo, la de Fernando, el muchacho extraño del edificio. Levantó el felpudo, limpió y volvió a bajar sin detenerse. Se metió en la garita y siguió derecho hacia su minúsculo apartamento. Desde el día de su llegada todo estaba manga por hombro. Se había hecho con una cama que había colocado bajo el único ventanuco de la zona de estar. El saliente de un muro lo separaba de la cocina americana, tres armarios de pared y una mesa con un mantel de plástico floreado, una nevera que zumbaba. Las plantas estaban en fila en el único rincón en el que daba el sol, a su lado había amontonado los macutos con la ropa y la bicicleta, una Bianchi de hacía treinta años con el manillar recto a la que el aire salobre había descascarillado la pintura.

Se acercó al lavabo del baño y sacó el trapo del cubo, lo estiró de esquina a esquina. El timbre era un puño de hierro, lo secó con esmero mientras entraba en el dormitorio, una habitación vacía con un ojo de buey que daba al patio interior. Colgó las llaves de los Martini de su gancho. Allí debajo, confundidos por la penumbra, había una lámpara y una maleta abierta con unas cajas dentro. Cajas alargadas y estrechas, cajas con las esquinas desgastadas. De la cilíndrica extrajo un sobre con un sello dedicado a Emilio Salgari, contenía una fotografía y una carta en papel de arroz. Aunque se la supiera de memoria, la leyó igual que la primera vez, e igual que la primera vez contuvo el aliento hasta llegar al final. La metió en su sitio junto al timbre y antes de irse al bar se quedó un instante observando su pasado.

El cura joven la vio pasar una mañana de septiembre aquel año también, y también aquel año la muchacha se quedó mirando hacia la ventana donde él estaba mientras conducía su bicicleta con una cesta de paja. Tocaba el timbre, ring ring, llevaba un vestido a rayas y no sentía vergüenza ante los timbrazos que obligaban a girarse a las personas delante de la iglesia. Él le devolvió la mirada desde detrás de los postigos y cerró los ojos; cuando volvió a abrirlos, ella estaba en el suelo, debajo de la bicicleta, gritando lo he matado, no lo he visto, he matado al gato.

El cura joven salió corriendo a la calle, se metió entre la multitud que se agolpaba alrededor de la muchacha. La buscó, ella se sujetaba el vientre sin apartar la mirada del gato muerto.

–Es el animal del cura, está muerto –decía uno.

–¿Te has hecho daño, hija mía? –dijo otro.

–I gatt u j fà murì sol a l strèghi e i castig a d Dio–dijo otro a su lado. A los gatos solo los matan las brujas y los castigos del Señor.

La bruja seguía diciendo lo he matado, no lo he visto, lo he matado. No dejó de decirlo hasta que se percató de él, del hábito negro que destacaba entre la gente.

–Padre, lo he matado.

El cura joven se acercó al gato y le rozó el hocico. Después cogió la bicicleta y la levantó, sin decir nada. Tocó ese timbre, devorado por la herrumbre, una sola vez.

2

El bar estaba al otro lado de la calle, una calzada de adoquinado marcada por las cuatro barras del tranvía. Un local para no mucha gente, unas cuantas mesitas años treinta con sillas distintas a su alrededor y un aroma a crema. Del techo colgaban lámparas de terciopelo, las paredes estaban forradas con carteles de películas antiguas. El abogado estaba leyendo el periódico en una butaca azul, levantó la vista y se percató del portero. Al fondo campeaba el blanco y negro de Anita Ekberg en la Fontana di Trevi y, al otro lado, estaban Fernando y su madre, una mujer diminuta que olía a laca, cuyas piernas enjutas asomaban de una falda abombada. Se retorcieron en cuanto ella vio entrar a Pietro.

–Menuda sorpresa –salió a su encuentro, la permanente enmarcaba su rostro de arrugas–. Siéntate –dijo, señalando la silla junto a la suya.

–Así que al final le he convencido, Pietro –el abogado cerró el periódico y carraspeó–. Bienvenido. En mi condición de administrador de la comunidad de vecinos le presento oficialmente a nuestro Fernando y a su madre, la encantadora Paola. Segundo piso, la puerta de cerezo al lado de los Martini.

Fernando estaba delante de ellos. Medio girado, con una boina de fieltro embutida en la cabeza y los codos clavados sobre una mesa con una taza vacía. Miraba fijamente a la camarera de pelo azabache que estaba detrás de la barra. Pietro le saludó, el muchacho extraño contestó con un gruñido. Lo había visto por primera vez el día de su llegada a la casa, aferrado a las faldas de su madre mientras le decía no quiero ir a trabajar, quiero quedarme contigo. Llevaba unas gafitas en vilo sobre la nariz, tendría veinte años, aunque podía tener ochenta.

–Fernando, saluda a Pietro –su madre le sacudió de un hombro, él la apartó.

–Está enamorado y no se decide a declararse –el abogado Poppi se restregó las manos–. Estimado Pietro, ¿puedo invitarle a un capuchino, con un espolvoreado de canela?

–Un café solo, gracias.

–La especialidad aquí es el capuchino con canela. Alice lo hace como nadie. Pídaselo, se lo ruego.

–Abogado, ya está bien –la madre de Fernando no dejaba de girar su collar de perlas del cuello–. ¿Te encuentras bien aquí con nosotros, Pietro? ¿Te estás ambientando?

El portero asintió, la camarera venía hacia ellos. Tenía flequillo y los dos primeros botones de la blusa abiertos. Sonrió a Pietro.

–¿Qué desea?

El abogado le dio un codazo.

–Un capuchino –dijo Pietro.

Fernando estiró el cuello. Su cara era ancha, acalorada en las mejillas imberbes.

–¿Un capuchino? ¿Algo más, señor?

–Sí –respondió el abogado en su lugar–. Sobre el capuchino para mi amigo Pietro, ¿podría dibujar… –levantó la voz–… uno de esos corazones de canela como solo usted, Alice, sabe hacer?

Paola se volvió hacia su hijo. Fernando se había incorporado y aguardaba en vilo sobre la silla. Mascullando algo que no era fácil de entender, se desplomó sobre la silla.

Su madre le acarició la cara.

–¿Te llevo a casa, Fernandello? –siguió acariciándolo–. Te llevo a casa.

El abogado sofocaba su risa con un pañuelo.

–Cree que el corazón en la espuma del capuchino se lo pone solo a él.

Paola se volvió hacia la mesa.

–Esta me la paga, Poppi. Es usted cruel, muy cruel.

El abogado le guiñó un ojo y se puso de pie. Dejó dos billetes debajo del platillo, besó en la nuca a Fernando y se marchó.

–Tiene estas cosas, pero es un bendito –dijo Paola, retorciéndose el anillo en el dedo–. Fue él quien consiguió que nos dieran… –susurró– … la indemnización.

Pietro frunció el ceño.

–Hace ya cinco años que mi Gianfranco murió, parece una eternidad. Toda la vida trabajando con el amianto. De no haber sido por Poppi, no habríamos visto un céntimo –suspiró–; él y yo somos dos viudos.

Él la miraba.

–Se habrá dado cuenta de los dos nombres en el buzón del abogado. Daniele, se llamaba Daniele. Vivieron toda una vida juntos… –asintió ella sola–. A mí me ha quedado mi hijo, a él la comunidad de vecinos. Por eso se preocupa por todos, sobre todo ahora… –hizo una pausa–. No quisiera pasar por chismosa.

–No pasa usted por chismosa.

Alice sirvió el capuchino, en el centro de la espuma estaba el corazón de canela. En el plato, una galleta de mantequilla. Pietro puso la taza en la mesita de Fernando.

El muchacho extraño se lo bebió de inmediato y Paola dijo:

–Ya sabes que la leche caliente no te sienta bien, déjalo –bajó la voz–. Yo veo la televisión en la cocina, es una costumbre que teníamos mi marido y yo. Por desgracia, la habitación da al despacho del doctor Martini y las paredes hablan. Las cosas entre ellos no van muy bien.

–Sé que él ha perdido a su madre recientemente.

Paola le rozó la mano.

–Las cosas entre ellos no van muy bien –meneaba la cabeza.

Se detuvo de golpe y olfateó, varias veces–. ¿Notas tú también lo mal que huele?

Era un olor a podrido, llegaba a oleadas y ahogaba el aroma a crema. Ella se aproximó a su hijo.

–Fernando, levántate.

Fernando tenía la cabeza apoyada sobre la palma de la mano y miraba de soslayo a Alice, que estaba limpiando la cafetera. Dijo que no y se terminó el último sorbo del capuchino.