Crítica

Capitalismo gore

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 4 minutos

Del poder

Cuando decidí, como jurado unipersonal del premio Fernando Quiñones de 2011, otorgar el galardón a Del poder, uno de los organizadores del Festival de Alcances me preguntó con una sonrisa si me iba el gore. Se refería, evidentemente, a la sangre abundante que muestra el filme, sangre mayoritariamente aportada por manifestantes pacíficos que son minuciosamente machacados por las así llamadas fuerzas del orden. ¿Es eso esta cinta, una morbosa exhibición de cabezas y cuerpos contusos? Rotundamente, no.

Del poder es la ópera prima de Zaván, director que articula su discurso a través del collage de múltiples vídeos, domésticos y profesionales, que registraron los testigos de los sucesos de Génova de 2001. Como se recordará, una reunión del G-8 en la ciudad italiana tuvo como respuesta la concentración de 300.000 activistas, una cifra asombrosa que demostraba que el movimiento antiglobalización venía creciendo convocatoria tras convocatoria, y parecía seguir en ascenso. El gobierno de Berlusconi había desplegado un aparato policial sin precedentes a tal efecto, y lo puso en contundente funcionamiento a las primeras de cambio contra gente desarmada, padres con sus hijos, mujeres, ancianos.

El efecto inmediato fue la dispersión de la masa aterrorizada. El segundo, la transformación de la hermosa ciudad portuaria en un campo de batalla como no se veía en Italia desde la Segunda Guerra Mundial. La multitud pacífica fue sustituida por grupos de activistas experimentados en la guerrilla urbana y espontáneos luchadores armados con piedras, palos, cócteles molotov. Un disparo acabó con la vida de un muchacho, lo que desató una oleada de rabiosa indignación entre la ciudadanía, y una no menos furiosa reacción entre las fuerzas policiales. La invasión, porra en mano y a pleno rendimiento, del centro de prensa, confirmó que la represión del movimiento ciudadano pasaba no sólo por limpiar las calles de consignas y reivindicaciones, sino también de matar urgentemente al mensajero.

Zaván narra todo esto con enorme elocuencia, a pesar de evitar cualquier locución, e incluso de recurrir a la eliminación del sonido. A diferencia de lo que criticábamos recientemente en un filme como Babylon, aquí el contexto está perfectamente definido, y las imágenes, más que nunca, hablan por sí solas. El uso de las palabras expondría al riesgo de alteraciones más o menos reprochables: el relato visual, en cambio, es transparente y, dentro de lo que cabe en un montaje cinematográfico, donde ha habido que escoger entre miles de horas de filmación, objetivo.

¿Y qué nos cuenta? Pues que el poder, cuando siente amenazada su posición por aquellos a los que en teoría sirve, no duda en emplear toda su fuerza para barrerlos. Que los efectivos policiales que todos pagamos con nuestros sacrificados impuestos, llegado el caso, no sólo no actúan en nuestra defensa, sino que no vacilan en dirigir sus energías en machacarnos el cráneo, como los políticos a nuestro servicio no dudan en enviarnos a la miseria para preservar intereses espúreos de unos pocos.

Eso sí es gore, capitalismo gore –por usar la afortunada expresión de Sayak Valencia–, que hemos visto repetido hasta la saciedad en los últimos años en España, en Grecia y en otros muchos países de la civilizada Europa. El movimiento antiglobalización no volvió a ser el mismo después de Génova. Pero imágenes como las que muestra esta película nos recuerdan que nada asusta más al poder que una muchedumbre cantando verdades.