Vida en la megalópolis de la muerte
Karlos Zurutuza
Nayaf (Iraq) | 2011
“Siga usted a los coches con un ataúd en la baca. Todos van a Nayaf”
Imposible perderse: árabes con turbante rojo al volante y mujeres en riguroso chador negro en el asiento trasero. Atraviesan el impenitente desierto iraquí en sus Toyotas Corolla con un muerto sobre sus cabezas. Efectivamente, van a Nayaf, la tercera ciudad santa para los chiíes (tras La Meca y Medina). Una ciudad que parece estar siendo inexorablemente engullida por el cementerio más grande del mundo.
Llegamos a la vez que Hassan. Ha venido desde Basora, en el extremo sur de Iraq, con sus hermanos, su mujer y sus tres hijos. Y su padre, claro.
Los muertos llegan a diario desde todo Iraq, pero también de Irán, Bahréin, Azerbaiyán… desde hace siglos
“Venimos para enterrar mi padre. Apenas hemos hecho una parada de cinco minutos para ir al servicio a mitad de camino. Es un viaje de más de cinco horas y con este calor el cuerpo se descompone muy rápido”, dice este hombre de 40 años.
Está contento. Su padre descansará junto a su abuelo, y al abuelo de éste último. Y algún día será el mismo el que viaje en la baca del coche. Y también los hijos de sus hijos, si Dios quiere, claro.
Ese es el último sueño en vida de todo chií: ser enterrado junto al imam Alí, primo de Mahoma y digno sucesor de éste para los seguidores de esta rama del islam. Llegan a diario desde todo Iraq, pero también de la vecina Irán, de Bahréin, Azerbaiyán… desde hace siglos. El cementerio más grande del mundo se llama Wadi Salam (“Valle de la Paz”) y se extiende a lo ancho de siete kilómetros cuadrados. Según las autoridades locales, su perímetro se tuvo que ampliar en un 40% tras la invasión del país en 2003 debido al creciente flujo de cadáveres.
“¿Cuántos cuerpos puede haber aquí? Pueden ser millones porque se ha enterrado a los muertos en estratos, y durante siglos”, dice Beyan Shakir Abu Saib. Se trata del enésimo miembro de una ilustre saga de enterradores que se remonta siglos atrás. Por supuesto, sus hijos mantienen la tradición.
Las tumbas de la guerra Irán-Iraq son fáciles de encontrar, sus fotos de los muertos en blanco y negro
Wadi Salam es un auténtico museo de historia al aire libre que se actualiza a diario. Se estima que recibe entre 3.000 y 4.000 nuevos cadáveres cada mes, una cifra que llegaba a duplicarse durante los peores años de la guerra iraquí. En esta vasta extensión se pueden encontrar desde las tumbas más antiguas, con sus epitafios en farsi, a las de los años 1930-1940, fácilmente distinguibles del resto por sus techos redondeados a tres metros de altura. Gracias a ellos sus inquilinos pretendían gozar de una privilegiada vista sobre sus vecinos. Las de la guerra Irán-Iraq también son fáciles de encontrar, con sus tejadillos y urnas metálicas y sus fotos de los muertos en blanco y negro.
“Ese ha sido uno de los episodios más tristes de nuestra historia reciente: una guerra fratricida entre hermanos”, se lamenta Akram Saib, hermano de Beyan, recordando que incluso tras la caída de Saddam Husein siguen llegando las víctimas de una guerra entre musulmanes. Si bien ha disminuido considerablemente en los últimos años, la violencia sectaria entre chiíes y suníes sigue cobrándose numerosas bajas en el país. Muchas de ellas caen víctimas de atentados suicidas y, a menudo, resulta muy difícil identificar sus cuerpos. También hay un lugar para ellos en Wadi Salam.
Los Saib gozan de un prestigio que trasciende sobradamente los muros del cementerio pero dentro del mismo sigue habiendo muchos otros que también han consagrado su existencia a los muertos.
Sadaq Ubeid trabaja de voluntario en uno de los lugares del cementerio donde se lavan los cadáveres. Vende sudarios a la entrada del recinto: 10.000 dinares (seis euros) frente a los 75.000 que, según dice, pide la competencia:
“La nuestra es una labor humanitaria financiada por la ONG de Moqtada Sadr. No queremos que el dinero sea un obstáculo que impida a los fieles descansar junto a la tumba del imam Alí”, dice Ubeid bajo un imponente retrato del líder político y religioso más controvertidos de Iraq. Hijo de un ayatolá natural de esta misma ciudad, Moqtada Sadr fue el fundador de las milicias Mehdi, uno de los grupos armados que más resistencia plantó a los invasores. Tras su desarme en 2008, el grupo de Sadr se dedicó de lleno a la política parlamentaria y juega un papel de bisagra importante.
Moqtada al-Sadr apenas se deja ver por su Nayaf natal ya que se encuentra en Irán completando sus estudios de ayatolá. Mientras tanto, sus antiguos combatientes siguen siendo enterrados en el “jardín de los mártires”; un ala reservada del cementerio que queda justo a la derecha de la entrada principal. Pero mucho más ilustrativo que unas tumbas cuya visita queda vetada a los foráneos son las criptas desde las que los guerrilleros chiíes asediaban a los marines.
Pesadilla en el Bronx
Para facilitar la orientación en aquella fúnebre inmensidad, los militares norteamericanos dividieron el cementerio en nombres de barrios de Nueva York. Mientras los marines se perdían en sus ‘humvee’ (todoterrenos blindados) en algún lugar entre “Broadway” y “Queens”, los lanzagranadas de los insurgentes retumbaban entre los miles de lápidas a su alrededor.
Como era previsible, “Bronx” era una de las zonas más calientes del cementerio; un lugar en el que los milicianos aparecían de entre los muertos gracias a un laberíntico entramado de pasadizos y criptas. “Consiguen resultados espectaculares para los pocos medios con los que cuentan”, dijo el sargento de marines Mike Dewilde tras sufrir una emboscada más en 2004.
Hoy la mayoría de las galerías subterráneas están cerradas o han quedado inutilizadas por el inexorable paso del tiempo y, sobre todo, el de los blindados. Pero todavía es posible encontrar alguna abierta para poder hacerse una idea de cómo eran los exiguos huecos que compartían chiíes vivos y muertos durante los años más duros de la guerra.
Hay una parcela para cuerpos sin identificar, muchos de ellos víctimas de atentados
Muy cerca de una de ellas encontramos a Said y Said, constructores de panteones y enterradores ocasionales. Hoy acondicionan una parcela, justo al lado de una ala del cementerio dedicada a los cuerpos sin identificar.
“La mayoría son víctimas de atentados suicidas que acaban aquí. Algunas veces se descubre su identidad y se los llevan inmediatamente, sobre todo si son suníes o cristianos”, dice Said Hayder, el mayor de los dos, con la luz del atardecer cayendo sobre la cúpula dorada de la mezquita del imam Alí a sus espaldas.
Según dice, el número de no identificados era mucho mayor durante los peores años de la guerra, sobre todo en aquellas zonas donde los americanos utilizaron fósforo blanco, un producto concebido para derretir armas y proyectiles. Los efectos sobre la población local fueron especialmente dramáticos en localidades como la suní Faluya. No fue puro azar que la “ciudad de las doscientas mezquitas” cambiara su sobrenombre por el de la “Hiroshima de Iraq”.
Otros intentan sobrevivir en el sector de transportes. Fahim es taxista y lleva cientos de carreras que discurren a través de silenciosas avenidas flanqueadas de lápidas y panteones. A pesar de todo, nunca son suficientes.
“Llevo diez años conduciendo mi taxi por el cementerio pero la competencia es cada vez mayor. El paro está provocando que muchos se intenten ganar la vida con su coche en el cementerio”, se queja este hombre de 50 años y padre de ocho hijos.
Bajo las ruedas de su taxi crujen millares de botellas de plástico vacías. ¿De dónde provienen?
No sería justo echarle toda la culpa a Ali Abdul Hassan, uno de los muchos vendedores del cementerio que ofrece botellitas con la característica colonia rosa de Nayaf para las ceremonias. También barritas de incienso traídas desde Karachi (Pakistán). Ali empezó a trabajar de enterrador a los doce años pero cambió de oficio hace cinco años debido a terribles dolores de espalda. Hoy tiene 32.
“Llego a las cinco de la mañana y estoy hasta que anochece; gano unos 10 euros al día»
“Llego en torno a las cinco de la mañana y estoy hasta que anochece. En un día gano en torno a 15.000 dinares diarios (unos 10 euros), o bien el doble si se trata de un día de fiesta. Mi mujer y mis ocho hijos vivimos en una habitación alquilada, es todo lo que nos podemos permitir”, dice este hombre en compañía de dos de sus pequeños.
El sector de la colonia está muy peleado en Nayaf. A pocos metros del puesto de Ali se encuentra Bassim. A pesar de las dificultades, dice vivir algo más desahogado, probablemente porque tiene cinco hijos menos que su competidor.
“Antes era albañil pero prefiero esto. Llevo cinco años aquí y espero poder seguir hasta que me muera”. A sus 25 años, Bassim espera pasar el resto de su vida aquí y enlazar después con la eternidad.
“Si algún día logro reunir el dinero me haré policía. El problema es que, si no tienes contactos en el Gobierno, amigos, familiares, etc, tienes que pagar mil dólares al funcionario sólo por la hoja de inscripción. Y eso no te garantiza que te vayan a admitir en el cuerpo”, se queja Hisham, otro “perfumista” de tan solo 15 años.
“¿Sabías que hay ángeles que se llevan los cuerpos de los que no merecen estar aquí?»
La corrupción que asola el país ha desbancado a la falta de seguridad, principal preocupación de los iraquíes hasta hace muy poco. Así las cosas, todo el mundo quiere ser funcionario en Iraq. Un policía de tráfico gana 700 dólares al mes, un sueldo más que digno, sobre todo cuando lo comparamos con los 10.000 dinares (seis euros) que Hisham gana al día por trabajar de sol a sol.
“¿Sabías que hay ángeles que se llevan los cuerpos de los que no merecen estar aquí? Dicen que hace poco abrieron una tumba a unos cien metros de aquí y que el cuerpo había desaparecido”, explica el adolescente, que cambió la escuela por el cementerio hace un par de años. “También puede suceder que hayas sido un buen musulmán pero que te entierren en un lugar que no sea éste. En ese caso, los ángeles traerán tu cuerpo hasta Nayaf. Por si acaso, espero poder morir aquí mismo”.
La ciudad santa
Para los chiíes, Nayaf es la tercera ciudad santa, después de La Meca y Medina (los suníes suelen considerar como tal Jerusalén) porque alberga, supuestamente, la tumba de Alí ibn Abi Taleb, el yerno de Mahoma y el cuarto califa. Mientras que los sunies lo cuentan simplemente como el último de los cuatro sucesores legítimos del profeta, los chiíes lo han convertido en una figura espiritual que va mucho más allá de la historiografía política: su imagen y la de su hijo Husein, muerto en combate, se encuentran prácticamente en toda casa chíí de Iraq.
En la devoción popular, a Alí se le atribuye a menudo un aura sobrenatural que convierta al Imam en una figura de mayor importancia que el propio Mahoma y que entronca con religiones como la aleví, en las que Alí adquiere rasgos de personaje divino.
¿Te ha gustado este reportaje?
Puedes colaborar con nuestros autores. Elige tu aportación