Divorciarse a los 50
Soumaya Naamane Guessous
Una amiga al teléfono: “¡Estoy geniaaaaal!” Estalla en risas: “¡Me he divorciado!” Otra amiga, en tono alegre: “La vida es bella. Me divorcio”.
Anunciar un divorcio siempre es una sorpresa, un choque, peroque una mujer lo exprese con alegría, sin melodrama, eso es insólito. Y más cuando ellas tienen más de 50 años.
El divorcio es un drama. Un naufragio del que el marido sale con facilidad mientras que la mujer sufre el desprecio de la sociedad.
¡Cómo ha cambiado el cuento! La mujer no tomaba la decisión de divorciarse: la sufría. El fracaso de la vida conyugal se le achacaba únicamente a ella, la indigna, la incapaz. Sin medios, se acababa encontrando en la cuneta. Su entorno la trataba como a una fracasada. Se convertía en sospechosa, porque sin marido podía caer en la depravación.
La divorciada se convertía en sospechosa: sin marido podía caer en la depravación
La sociedad era cruel con estas mujeres, incluso cuando tenían estudios y un trabajo de buen nivel. Para evitar la humillación, ellas aguantaban a maridos execrables. Los aguantaban para conservar la estabilidad financiera y psicoafectiva de sus hijos. Se sacrificaban para que sus maridos los mantuvieran hasta el final de sus días.
Borrón tras 50 años
Hoy, divorciarse ya no es una desgracia. Es una decisión madura, planificada. “Hace quince años tomé la decisión de divorciarme”, dice Maria, de 59 años. ¡Qué paciencia! “Mi pareja se fracturaba. Quería mantener a mis hijos escolarizados. Me divorcié cuando mi último hijo aprobó su bachillerato”.
A veces son parejas más o menos unidas que atraviesan un periodo de turbulencias que la mujer no puede aceptar: “Me he deslomado durante 31 años. A los 54 he descubierto que tenía un piso con una amante. Él quería que se lo perdonara, pero el daño estaba hecho”.
A menudo se trata de parejas frágiles. La esposa sigue durante años con la esperanza de salvar la pareja, pero acaba por desesperarse. Las parejas no se cuestionan respecto a su relación, viven las tensiones sin buscar la fuente. La relación agoniza, los rencores se expanden, el lenguaje se hace agrio. “Tras 38 años de matrimonio, yo no podía más. Éramos agresivos el uno con el otro. Los niños lo sufrían. Era imposible desandar el camino. Había demasiado rencor”.
¡Hay que pasar por una fase de relación conyugal antes de casarse!”
A veces, la mujer intenta hacer balance. “Durante cuatro años le he pedido que nos sentáramos juntos para discutirlo. A los hombres los aterra el diálogo. Nuestra relación se ha podrido porque él ha adoptado una política de avestruz”.
Cansadas de la guerra, las mujeres acaban por evitar todo conflicto. La pareja se desgasta por la rutina, la ausencia de la complicidad y de los afectos. Son dos extraños conviviendo, indiferentes uno al otro. Sería mejor el odio que la indiferencia. “A partir de los 52 años, yo decidí que mi bienestar pasaba por la indiferencia. Ya no reaccionaba a sus provocaciones ni a su infidelidad. Eso le volvió loco de rabia y me pegó. Lo cual me ha servido de mucho, porque así por fin pude exigir el divorcio”.
El balance
Es el despertar: “Cuando me casaba, yo era sumisa. Aguantaba para caer bien a todo el mundo. Nunca existí: me explotaban tanto mi familia como la familia de mi marido. Cuando reuní el valor de decir no a mi cuñada, él me amenazó con divorciarse. Me adelanté”.
Estas mujeres, modernas ellas, han sido educadas en la sumisión al marido y a la familia de él. “Si yo hubiera tenido esta personalidad al principio de mi matrimonio, no me habría dejado aplastar por mi marido. No habría tenido tanto rencor. Mi vida conyugal habría funcionado. Estoy muy enfadada con él por eso. ¡Hay que pasar por una fase de relación conyugal antes de casarse!”
Cegadas por la educación, atrapadas en el torbellino de las presiones familiares, ellas abren de repente los ojos y toman una decisión irrevocable: “Yo vivía en un enorme chalet. Compré y amueblé un piso de cien metros cuadrados. Un día me llevé todas mis cosas de la casa. Cuando él llegué, se llevó el golpe de su vida. Se puso enfermo y todo”.
Buscar la paz es más importante que las ganas de continuar una vida de alto stánding.
Muchas no han tenido una sexualidad satisfactoria: sólo la sufrían para complacer al marido
Muchas mujeres no han tenido una sexualidad satisfactoria. La sufrían para complacer al marido o evitar que se enfadara. Acaban dimitiendo, indiferentes ante la reacción del marido. Los conflictos se intensifican. A veces, la virilidad del marido va en declive: “Ya no tenía motivo para quedarme con él. Lham tjawa (nuestras carnes se hermanaron)”. También afecta a la feminidad: “Ya no me desea, ya no me mira, ya no me escucha. Para eso vivo mejor sola, sin su barullo”. A veces, la esposa-madre se convierte en esposa-abuela. “Me he dedicado demasiado a mis hijos, en detrimento de mi pareja. Ahora soy abuela y me ocupo de mis nietos. Él ya no tiene lugar en mi vida”.
Para partir hay que cuidar la retaguardia. “¿Mi fuerza? Tenemos bienes en común. Tengo ventaja para negociar mi divorcio”.
Mejor sola que mal acompañada
El principal motivo es la paz. “Quiero estar sola cuando vuelvo del trabajo. Elegir si ceno o no, no tener que entretener a un marido, sufrir sus ataques de cólera…” Hace falta tener valor para afrontar la incomprensión del entorno. La familia se escandaliza, hay que justificarse, aguantar las críticas. Otra batalla para adquirir autonomía: “Lo más duro era contárselo a mis padres. Mi familia se ha aliado contra mí, ha intentado hacerme razonar y reconciliarnos”.
Le intentan desanimar a una: “Me decían que iba a envejecer sola. Pero la peor de las soledades es la que se siente junto al marido”. La culpabilidad: “Me han reprochado destrozar a mis hijos. Me ven únicamente como esposa y madre. En mi felicidad no piensa nadie”. Puede que los hijos no lo comprendan: “Mis hijos se han enfadado. Yo me he sacrificado por ellos durante 40 años. Eso es egoísmo. Me hijo me ha montado una escena de orgullo, me ha dicho que yo le avergonzaba. Yo tengo derecho a descansar”.
Que te juzguen o te compadezcan: “He ocultado mi divorcio a mis colegas. Se han enterado con seis meses de retraso. Hay dos clanes: el que me juzga y el que me compadece. Nadie siente piedad por una esclava liberada”.
“La muy guarra me ha traicionado. Todo el mundo sabe que es ella la que me ha dejado a mí»
Es un golpe para el ego del marido. “La muy guarra me ha traicionado. ¡Qué humillación! Todo el mundo sabe que es ella la que me ha dejado a mí. ¡Ya no tengo dignidad!” El cinismo: “Yo no pierdo nada. A mis sesenta años me puedo casar con una joven de 20. La vieja de 55 años es ella, y se va a morir sola”. El odio: “Tú no vales nada sin mí. Mírate, a tus 58 años ¿quién te querrá? Le he respondido que nada podía ser peor que mi vida a su lado, que él nunca me ha hecho subir al séptimo cielo y que si yo no encontraba la felicidad, iba a pagar a un hombre joven para que me diera placer. Se ha puesto furioso y ha contado a todo el mundo que yo le dejaba para prostituirme”.
Los grandes perdedores son los hombres que descubren de repente el placer de gestionar un hogar. “La desagradecida me ha abandonado con todos los líos de la casa. Ya ni sé dónde encontrar mis camisas, mis zapatos, ni sé como coordinar el personal de servicio, las provisiones”. El riesgo: “He perdido a algunas amigas. Se han enfadado conmigo. Hay una fuerte solidaridad masculina. Sus amigos lo han apoyado. Las mujeres se devoran entre ellas”.
Pero la razón es más fuerte que las emociones: “No pierdo nada. Al contrario: gano en tranquilidad”. Estas mujeres hacen lo que creen que tienen que hacer. Asumen su elección. Mejor para ellas.
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