Los kapos
Ilya U. Topper
Uno de los riesgos del feminismo del siglo XXI es el de morir de éxito. Nadie lo diría, viendo lo mucho que falta por hacer en España. No sé si es preciso enumerarlo: acabar con los asesinatos de mujeres por sus parejas, acabar con el acoso sexual, con la educación segregada, con la idea de que hay juegos de niños y juegos de niñas, acabar, en una palabra, con la mentalidad machista.
El riesgo ante esa gigantesca tarea es pensar que acaba de empezar y que vivimos en pleno patriarcado, tal y como lo impuso Dios al crear el mundo. O como lo inventaron los homínidos al ponerse sobre dos patas. Olvidarnos de que el patriarcado es un sistema social, cultural y político que se ha ido desarrollando de la mano de las grandes religiones monoteístas —cristianismo, judaísmo, islam, en nuestro entorno geográfico— para llegar a la cúspide no antes del siglo XIX. Y olvidarnos de la heroica labor de las feministas durante más de cien años —desde Carmen de Burgos, María Cambrils, Clara Campoamor— que ha permitido que al terminar el franquismo se pudiera derrocar ese patriarcado. Ahora queda el machismo.
Porque el patriarcado, es decir la asignación de roles sexuales distintos a mujeres y hombres, con los hombres en posición de poder y las mujeres subordinadas, no es ni ha sido nunca un orden natural de las cosas. Una vez descartado que empezara con Adán y Eva y una costilla, quiero pensar que tampoco nadie, al menos no usted, lectora, se crea las teorías esas que ponen una langosta en lugar de Dios para explicar que así nos diseñó la Naturaleza y que machos y hembras humanos tienen estatus social distinto por razones biológicas.
En el colegio aún nos dibujaron esa caricatura del neandertal cazando y la neandertala haciendo labores de cueva
Es cierto que en la cartilla del colegio aún nos dibujaron esa caricatura surgida de la mente de paleontólogos victorianos decimonónicos: el neandertal cazando, la neandertala haciendo labores de cueva. Quizás haya escuchado decir que es así porque los varones son más fuertes que las mujeres. Es falso, porque solo es cierto estadísticamente. Flaco favor se habría hecho un clan de homínidos al sacar la media aritmética de la fuerza muscular de sus integrantes para luego repartir las tareas por sexos en lugar de hacerlo por corpulencia. Y además ¿usted se ha creído que una caza es un torneo de lucha libre con un oso cavernario? Yo soy miope. Un clan homínido que me enviara a cazar a mí, dejando a mi hermana en la cueva, se habría muerto de hambre.
El patriarcado, un sistema social creado por circunstancias históricas que algún día habrá que analizar (tengo mi teoría al respecto), no ofrece ventajas naturales a nadie, ni tiene sentido más allá que para quienes tienen la fe necesaria para creer en él, como ocurre con las religiones. Es un orden extremamente antinatural que oprime tanto a las mujeres como a los hombres.
Un momento. No he dicho que el patriarcado oprime a los hombres tanto como a las mujeres. Ni muchísimo menos. La diferencia es abismal. El patriarcado oprime a las mujeres infinitamente más que a los hombres. Eso hace que los hombres aparezcan como privilegiados. Lo son, comparado con las mujeres que tienen al lado. No lo son, en absoluto, comparado con los hombres de una sociedad igualitaria.
Si quieren saber lo que es un patriarcado vivo y coleando, echen un vistazo a un país vecino: Marruecos
Comparado con los hombres de una sociedad igualitaria, los hombres de una sociedad patriarcal están oprimidos. Esto es un dato que no podemos olvidar cuando luchamos contra el patriarcado, pero que se nos escapa a menudo: es fácil no verlo en una sociedad como la española donde el mayor problema del patriarcado parecen ser —si uno lee demasiado las redes sociales— los micromachismos y las terminaciones gramaticales del idioma. Una sociedad que afortunadamente, al salir de una dictadura nacionalcatólica, derrocó el patriarcado como omnipotente sistema jurídico, político, legal y social. Queda su legado, queda el machismo.
Si quieren saber lo que es un patriarcado vivo y coleando, echen un vistazo a un país vecino: Marruecos. Allí, aunque la legalidad teórica ya es igualitaria en gran medida, la sociedad no lo es. Hay infinitas cosas vetadas a una mujer, por el hecho de haber nacido mujer. Hasta fumar por la calle es un acto de valor, de enfrentarse a la sociedad. Y no es por las autoridades sanitarias.
Nos hace falta mirar este patriarcado vivo para entender lo opresor que es. Para entender que la fuerza inhumana con la que oprime a las mujeres alcanza también a los hombres: es una apisonadora social que no repara en el sexo de las personas para aplastarlas. Si usted, lector, se niega a cumplir el con papel viril que se le asigna —por ejemplo siendo gay— lo pasará putas. Y si usted, lectora, cumple fielmente con el suyo y vigila, controla y somete a todas las mujeres díscolas a su alcance, podrá llegar a ser una gran y respetadísima matriarca (lo llamarán así). Todo es cumplir con el orden social. Y ese orden social prevé que las mujeres son las prisioneras y los hombres los carceleros.
No nos cabe duda de quién está peor en una cárcel: el preso o el guardia que hace la ronda
No nos cabe duda de quién está peor en una cárcel: el preso o el guardia que hace la ronda. Ni compararlo cabe. Pero eso no quita que ambos estén entre muros. Podemos afinar el ejemplo: piense en los campos de concentración nazis. ¿Recuerda de alguna película la figura del kapo? Sí, ese canalla que maltrata y tortura a los prisioneros y los entrega a los comandos de ejecución. La crueldad personificada. Recapitule entonces: el kapo no era un hombre libre. Era un preso.
El hombre en el sistema del patriarcado no es libre. Es el carcelero de la mujer, pero la cadena ata a ambos. Prohibir a la mitad de la sociedad el acceso a una vida pública normal —y digo algo tan normal como sentarse en un café— limita también la vida social que puede hacer la otra mitad. Salvo si usted, lector, tiene vocación de monje. ¿Le gustaría vivir en un país sin mujeres con las que hablar? Pues ese es el patriarcado.
Si alguien cree que no existe mundo fuera de las alambradas del campo de concentración, puede considerar que ser kapo es una suerte y un privilegio. Usted y yo, lector, sabemos que es una condena. Y que nadie en su sano juicio elegiría vivir dentro del campo si pudiera vivir en libertad. Ningún hombre en su sano juicio elegiría vivir en un patriarcado, pudiendo vivir en una sociedad igualitaria, donde mujeres y hombres tienen los mismos derechos y los mismos deberes, se pueden mirar a los ojos de igual a igual.
No se habrá esperado que la novia le querrá a usted por su cara bonita ¿verdad?
¿Lo duda? Tendré que recurrir a un ejemplo cruel, pero real, condenadamente real: la ley ultrapatriarcal, vigente desde el Nilo hasta el Tigris, que obliga a un hombre a matar a su propia hermana si la vecindad, el barrio, la familia empieza a dudar de su virginidad. La víctima es ella. Él es el verdugo. Ahora, si usted, lector, cree que ser verdugo es un privilegio que a la mitad de la humanidad le encantaría elegir, usted es un enfermo.
Es un ejemplo brutal, lo sé. El patriarcado en el Magreb es unos grados más light. Pero el sistema es el mismo: asigna al varón la responsabilidad sobre todas las mujeres de su familia. La moral y la material: es el hombre quien debe trabajar fuera de casa para asegurar el sustento. Ellas no tienen obligación. Es más: la sociedad espera de usted, varón, que trabaje y que no caiga tan bajo como para permitir que lo hagan sus hermanas. Cuando usted quiera casarse, se espera de usted que pague la boda, la casa y lo que le diga el clan de la novia. Porque para eso, usted es un hombre. ¿No puede pagar? Pues no se casará. Emigre, a ver si hay suerte. Juéguese la vida en una patera, a ver si dentro de unos años puede volver en coche repartiendo regalos. No se habrá esperado que la novia le querrá a usted por su cara bonita ¿verdad? Aquí, quién paga, manda, y quien manda, paga. Ser carcelero no sale gratis.
Ahora, estos hijos del patriarcado se instalan en Europa, donde la desaparición del sistema monolítico ha roto las cadenas de las mujeres al tiempo que ha levantado la carga de los varones. Y allí, en una sociedad que ya no les impone normas, siguen reclamando la autoridad sobre sus hermanas… y el salario que ellas ganan trabajando fuera. Ya no quieren pagar: ahora solo quieren mandar.
Este es el machismo sin restricciones que retrató Najat El Hachmi en El último patriarca, un libro que podría llamarse “El pospatriarca”. Y es la realidad de muchas españolas de origen magrebí: algo así como encontrarse con el kapo en el bosque después de la derrota nazi.
Hay que tener mucha cara para ser machista en una sociedad que ya no obliga al varón a asumir las consecuencias
Nos vendría bien leer más a Najat el Hachmi para reconocer el sistema del que nosotros mismos hemos salido hace no tanto. Un sistema del que toda persona sensata, sea mujer u hombre, querría liberarse. Salvo si le han lavado el cerebro tanto que cree que es un privilegio y una fortuna pasarse años en la cárcel —no hablo en sentido metafórico— por matar a una hermana salvando el honor familiar. También dicen que hubo gente que creía una fortuna y un privilegio ser comida por un león en un ruedo. Las religiones son irracionales y el patriarcado es parte de ellas.
El feminismo es lo contrario a la religión. “El feminismo es una apelación al sentido común de la humanidad”, ha dicho Amelia Valcárcel esta semana. Conviene recordarlo. No fingir que el machismo beneficia a los varones solo porque en la fase histórica actual, en esos últimos coletazos de un sistema vencido, ya no es obvio cuánto los perjudica. Hay que tener mucha cara para ser machista en una sociedad que ya no obliga al varón a asumir las consecuencias, pero sería un error darles a esos caraduras encima la razón.
Lo digo porque este discurso se lo encontrará alguna vez en redes, lector: le asegurarán que usted, por ser hombre, es beneficiario del sistema patriarcal y por lo tanto no querrá abandonarlo. No se le supone a usted querer abandonarlo. Le dirán que es natural que un hombre se comporte como un machista porque todo animal busca su propio beneficio. Le dirán que todo hombre es machista por naturaleza y que solo las mujeres pueden exigir la igualdad. Le dirán que usted, lector, no puede ser feminista.
Lo que no le dirán es la sangre y el sudor que cuesta hoy, cada día, en tantos países de nuestro entorno, mantener el inhumano sistema represor del patriarcado, sus roles sexuales, su reparto de cadenas y llaves. Sangre y sudor: sí, la sangre la ponen ellas. Si alguna vez cae en la tentación de creer que esa sangre le beneficia, lector, pídase urgentemente un billete a Marruecos e interésese por como se vive en un patriarcado de verdad. Saldrá corriendo.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur
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