El archipiélago de la oposición siria
Daniel Iriarte
La cita es en uno de los mejores hoteles de Estambul. Abdulbaki Youssef, los cincuenta años cumplidos, traje y corbata, mantiene los ojos en el televisor que transmite en directo la caída de Trípoli. Por la sala aún deambulan algunos delegados de los grupos sirios exiliados que se han reunido aquí durante dos días, con cierto secretismo.
Puede ser una manera de evitar manifestaciones de los leales al régimen sirio, como ocurrió en junio en Antalya… o de velar los escasos resultados de una cita que iba a desembocar en la creación de un Consejo Nacional de Transición que agrupara toda la oposición siria.
Turquía parece haberse convertido en el epicentro de los exiliados que combaten al gobierno de Asad. En este país se han celebrado ya cinco grandes conferencias de la oposición, la última de ellas el fin de semana del 28 de agosto en Ankara. Una semana antes, en Estambul, tuvo lugar la cita a la que acudió Abdulbaki.
“Los sirios no necesitan visados para entrar en Turquía, y un país árabe puede plegarse más fácilmente a las presiones de Siria”, explica Idris Alraad, organizador de uno de estos eventos. “Además, los turcos creen que la causa siria es justa”, asegura, mientras explica que el gobierno turco les ha asesorado en materia de seguridad para celebrar estas reuniones. En la propia oposición, no falta quien critica estos congresos como poco más que “encuentros de revolucionarios de salón”. Sobre todo a la vista de los escasos resultados.
«Turquía intenta marginar a los partidos kurdos y apoya a los grupos islámicos», dice un activista sirio
“Seguimos negociando”, asegura Youssef, miembro del partido kurdo sirio Yakiti y exiliado en el Kurdistán iraquí. “Queremos incluir a todos: los liberales, los religiosos, los izquierdistas, los grupos étnicos… Cuando nos hayamos puesto de acuerdo sobre las líneas maestras fundaremos este organismo”. No aclara qué divide la oposición, que tras cinco meses de protestas y varios congresos ―tres de ellos celebrados en Estambul― aún no ha podido establecer una voz única. En la última cita, el 16 de julio, un grupo kurdo abandonó las negociaciones y los liberales se quejaban del papel preponderante de los islamistas.
No es casual, según Youssef. “Turquía intenta marginar a los partidos kurdos y apoya a los grupos islámicos: quiere que éstos reemplacen el actual régimen, para que nada cambie”, cree. Algo inútil a su juicio: “Los Hermanos Musulmanes no tienen la capacidad organizativa necesaria para poder reemplazar el régimen”.
Todo indica que la miríade de grupos sigue dividida. El Consejo Nacional de Salvación, formado en la reunión de julio, no acudió a la última cita. Tampoco la Coalición por el Cambio, creada el 30 de junio en Damasco por disidentes internos, que piden democracia, pero no la dimisión de Asad. Los organizadores de la Conferencia por el Cambio de Antalya ―tres influyentes empresarios sirios exiliados― han mantenido ahora un perfil bajo.
¿Rebelión armada?
Al menos en la táctica hubo consenso: la resistencia seguirá siendo pacífica. No a la intervención extranjera. “Hasta el momento, la oposición se ha abstenido de pedir una rebelión armada”, reitera Youssef. Pero la caída de Gadafi ha hecho mella. “La calle siria no quiere empuñar las armas. Pero si las exacciones de régimen no cesan, nos empuja a que sí se tomen las armas”. Una opinión que parece generalizarse. El domingo pasado, Mohamed Rahhal, que desde Suecia dirige el Consejo Revolucionario Coordinador, ya pidió abiertamente un levantamiento armado en las páginas del diario Ash Sharq al Awsat para “pasar a la segunda fase de la revolución; muy pronto las protestas se tornarán violentas”.
Rahhal no sólo tiene amigos en el archipiélago de la oposición. También hay foros en los que se le tacha de charlatán. Y él mismo arremetió en Al Jazeera contra quienes “hacen congresos y más congresos” sin llegar a nada.
Pero puede que las tornas sí estén cambiando. El domingo, decenas de soldados en la periferia de Damasco se negaron a disparar a civiles, intentaron huir y se enfrentaron con armas ligeras a las unidades que les perseguieron. La escena se repitió en Rastan, un pueblo al norte de Homs, y la respuesta fue muy similar a la ocurrida tras la breve revuelta militar de Yisr al Shogour en junio: 40 tanques y 20 autobuses con tropas cercaron el pueblo y empezaron a asaltarlo con ráfagas de metralleta.
Hefiz Abdulrahman, un activista sirio exiliado, está seguro de que la ejecución sumaria de soldados desobedientes es muy frecuente y que explica la alta cifra ―260― de uniformados “muertos en combate”, que difunde el régimen sirio. Pero ya hay comunicados de un grupo de “Oficiales libres”, una referencia a los militares que en los años 50 hicieron caer las monarquías de Egipto e Iraq.
¿Y entonces? Abdulbaki Youssef lo tiene claro: si empieza una guerra civil “tiene que haber un plan de las potencias extranjeras para intervenir de forma militar y aplacarla, acabar con la matanza y frenar el derramamiento de sangre”. No cree que el incendio se propagaría. “Irán apoya a Siria: han transferido 4.000 millones de euros a Siria, amén de tecnología para reprimir las manifestaciones. Pero no creo que entraría en una guerra”. Aventura que la familia Asad, si pierde Damasco, intentaría constituir un estado independiente, o al menos una región autónoma, en las zonas rurales con mayoría de población alawí. No le parece desagradar la idea: sería el motivo perfecto para convertir Siria en un estado confederal y dar autonomía a las regiones kurdas del norte.
Lo que queda por ver es cuántos de los 12 partidos kurdos sirios piensan igual. Hasta ahora, nadie sabe poner rumbo en el archipiélago de la oposición siria. Amenaza naufragio.
«Vuelvo a Siria, pero no sé si seguiré vivo la semana que viene»
Mohamed Abasid | Coordinador de las protestas en Deraa
“Le conocerás como Mohamed Abasid”, nos dice un sirio exiliado en España, que acudido a la Conferencia de las Juventudes en Estambul, el 17 de julio. El otro hombre está de incógnito en Turquía: ha venido para reunirse con otros miembros de la oposición en un hotel a las afueras de la ciudad, pero su presencia es tan clandestina que nadie, excepto su amigo, sabe en qué habitación se aloja. Es uno de los organizadores de las protestas en Deraa, una de las ciudades más castigadas por la represión del régimen, y está corriendo grandes riesgos.
“En mi familia han matado a veintidós personas, entre ellos a doce de mis primos directos”, cuenta. A algunos, asegura, los mató una bala en una manifestación, a otros les tirotearon por tomar fotos de la represión. Relata cómo a uno de sus primos le dispararon en la pierna, e impidieron que recibiera atención médica, dejándole agonizando durante horas hasta que murió.
“En Deraa, al principio la represión era indiscriminada. Los soldados iban casa por casa arrestando a todos los mayores de quince años, los llevaban al estadio, y los torturaban de forma colectiva, con electroshock, palizas, y colgándoles durante dos días seguidos”, explica. “Si pasado ese tiempo no tenían una confesión, una foto o un testigo que indicase que había participado en las protestas, lo soltaban. A los que podían inculpar, les disparaban en una mano o un pie y los dejaban desangrarse. Pasado un tiempo, los remataban de un tiro en la cabeza”, afirma.
“Estamos documentando cada caso con fecha, fotos, y si es posible, con videos, para que los responsables de estas barbaridades sean juzgados en el futuro. Tenemos muchas atrocidades documentadas, pero no las podemos difundir en los medios internacionales por las represalias”, asegura. Nos cuenta, por ejemplo, un caso concreto: tras la aparición de cierta foto en Al Jazeera, los soldados, según el testimonio de Abasid, habrían interrogado a todo el barrio hasta dar con el autor, y lo habrían torturado hasta dejarle ciego.
Abasid tiembla de indignación cuando explica el caso de Hamza Khatib, un niño que fue visto orinando sobre una estatua de Hafiz El Assad, el padre del presidente sirio. “Las autoridades le torturaron haciéndole agujeros con un taladro. Cuando devolvieron el cadáver a su familia, le habían castrado. Tenía once años”, dice con rabia.
Como Abasid, decenas de activistas cruzan la frontera turca para coordinar las protestas y pasar información de contrabando sobre la represión. En la mayoría de los casos, regresan para seguir luchando. “Vuelvo a Siria”, nos dice Abasid, “pero no sé si seguiré vivo dentro de una semana”. Pero su voz no tiembla al decirlo.