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Hamás

M'Sur
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· 18 minutos

Comprender Hamás

Tareq Baconi Swing
Tareq Baconi | (Capitán Swing)

Le pasó a un colega mío: llegó a Turquía para redactar sus tesis doctoral sobre el partido AKP, partiendo de la premisa de que su ideología no eran propiamente islamista sino conservadora-religiosa, al estilo de los partidos democristianos. Nuestros encendidas debates al respecto duraban muchos litros de cerveza en los bares de Estambul. Yo no le convencí; se encargó de hacerlo el propio objeto de su estudio, que mudó hacia un islamismo rotundo mientras él estaba escribiendo. Riesgos del oficio de un académico y una obras pensada para perdurar; a los periodistas no nos pasa porque lo que escribimos ayer, hoy ya envuelve el pescado en algún mostrador.

No cabe duda de que la obra de Tareq Baconi va a perdurar, aunque la realidad haya desmentido el título: Hamás. Auge y pacificación de la resistencia palestina. En el original inglés era aún más rotundo: Hamas Contained sugería que el movimiento palestino se había llegado a dominar. Parecía cierto o quizás incluso fuera cierto en 2018, cuando se publicó el libro. Y pocos años más tarde rompe las represas y de pacífico no tiene nada.

Sin embargo, hace muy bien la editorial Capitán Swing en publicar justo ahora la traducción española de la obra. Porque pese a que el título pueda parecer desfasado, es ahora más que nunca cuando debemos conocer la trayectoria de Hamás, sus treinta años de evolución —eran 30 cuando Baconi envió el libro a la imprenta; son 37 hoy—, que han desembocado en el asalto del 7 de octubre de 2023. Una nota previa de 15 páginas, escrita por el propio autor en 2024, ayuda a encuadrar la lectura del pasado en los parámetros de la actualidad. Y nos servirá para vislumbrar el futuro del movimiento, y haremos bien en decir movimiento y no organización. Una organización se puede descabezar y destruir, un movimiento no. No con bombas, desde luego.

Tareq Baconi (Ammán, 1983) es uno de los analistas más destacadas del conflicto palestino en el ámbito anglosajón; nacido en Jordania como nieto de refugiados palestinos y formado en universidades británicas, bilingüe en árabe e inglés, ha sido durante años investigador, residente en Ramalá, del centro de análisis International Crisis Group. Hamás, con todas sus notas bibliográficas (omitidas en este avance, cedido a MSur por Capitán Swing) es un sólido trabajo académico. Baconi ha emprendido la tarea, como subraya, de contar la historia de Hamás desde el punto de vista del propio movimiento, a través de sus fuentes propias, transmitirnos cómo se perciben los militantes ellos mismo. Algo desde luego polémico en Estados Unidos, donde se publicó (en Stanford University Press), debido al hábito de tachar todo intento de comprender a Hamás como un afán de justificar a Hamás. Pero el debate lo tendremos luego. Primero hay que comprender.

[Ilya U. Topper]

Hamás

Auge y pacificación de la resistencia palestina

 

 

Prefacio

 

Cuando estaba terminando de escribir este libro, fui a ver una representación de Les Blancs [Los blancos] en el Teatro Nacional de Londres. Es la última obra que escribió Lorraine Hansberry, autora y dramaturga afroamericana aclamada por sus obras sobre la identidad y las relaciones raciales en Estados Unidos. Les Blancs es su única obra ambientada en África. Narra la histo­ria de un hombre africano que viaja desde Europa, donde vive con su hijo y su mujer blanca, a su lugar de nacimiento, del cual no se dice el nombre, para asistir al funeral de su padre. La lucha anticolonial que lideró su padre ha ganado terreno y el país está a un paso de la revolución. El protagonista de Hansberry, marca­do por los valores europeos y el brillo del civismo londinense, es un firme defensor de la no violencia. Es también un hombre or­gulloso y seguro de sí mismo, al que enfurece la condescendencia de los amos coloniales.

Se ve inundado por emociones encontradas, mientras intenta mantenerse a caballo entre dos mundos y conciliar su compromiso hacia la no violencia con la urgencia de la lucha sobre el terreno. Los debates políticos que tienen lugar en el centro de poder de la Europa colonial resultan inútiles y fuera de lugar. Es completamente inadecuado protestar de forma pacífica mientras los rifles coloniales masacran a los compatriotas del protagonista. Temas disonan­tes chocan entre sí, desde las atrocidades y la falta de civismo de la lucha armada, hasta la ignorancia de los nativos, que les lleva a rechazar la modernidad europea.

Las cuestiones de identidad, vio­lencia, raza y nacionalismo ponen a prueba convicciones, valores y creencias firmemente arraigados. En el transcurso de unas horas, cosmovisiones construidas con meticulosidad se desmoronan len­ta e inexorablemente. Minutos antes de que caiga el telón, el protagonista coge su cuchillo y mata a su primera víctima. Es su her­mano, un cura que se había unido a una misión europea para convertir a sus compatriotas africanos a la fe cristiana. Con este acto de fratricidio, se hace añicos la ilusión de que una descoloni­zación pacífica es posible.

La elocuente y sofisticada obra de Hansberry describía con cru­deza la compleja ambigüedad moral que subyace a la toma de las armas para luchar por la libertad. Me quedé fascinado. A mis compañeros, la obra les pareció simplista y poco original. En su opi­nión, enfrentarse a la brutalidad de las luchas de liberación no tenía nada de innovador. Al parecer, una audiencia londinense del siglo xxi podía lidiar con el papel de la violencia frente al dominio colonial. Se entendía que era una lucha natural y desesperada por la dignidad. Era reduccionista mezclar violencia anticolonial y bar­barie nativa.

Sentado en la oscuridad del teatro, pensé en Palestina. Al no contar con la claridad de la retrospectiva histórica, la lucha pales­tina por la autodeterminación parece haberse quedado congelada en el tiempo: es, en muchos sentidos, una interminable lucha an­ticolonial que ocurre en un mundo poscolonial. Un mundo que ya se ha enfrentado a la carnicería de la descolonización. Pero en Palestina la batalla sigue librándose con una urgencia constante. En las conversaciones en torno a la lucha armada palestina, el sim­plismo de las opiniones extremas recuerda a la condescendencia de los señores coloniales hacia la resistencia de los pueblos indíge­nas. «La cultura de los palestinos es una cultura del odio —gritan los comentaristas en las pantallas de televisión estadounidenses—. Es un pueblo que celebra la muerte».

Estas acusaciones, tan repe­tidas que se escapan de la boca sin pensarlo siquiera, son al mismo tiempo muy efectivas a la hora de enmarcar el discurso público y muy insultantes en su calidad de epítetos racistas. En el otro extre­mo, recuerdo haber tenido conversaciones con europeos y pales­tinos que criticaban que utilizase el término violencia al hablar de la lucha armada palestina. Para ellos era una crítica que arrojaba una luz negativa sobre la lucha armada. El uso del fusil no solo era comprensible y digno, sino también necesario. Era la única forma de garantizar los derechos palestinos frente a una ocupación ho­micida e implacable.

Cuando terminó la obra de teatro, reflexioné sobre la historia de la violencia en la lucha palestina: los logros conseguidos y la tragedia que ha provocado. Pensé también en el fratricidio del final de la obra y lo comparé con la situación actual de los territo­rios palestinos, donde los propios líderes han vuelto las armas con­tra su pueblo. Pensé en Hamás, el movimiento más representativo de la resistencia armada contra Israel. La incapacidad o falta de voluntad generalizada para hablar de Hamás de una forma menos categórica me resulta muy familiar.

Durante el verano de 2014, mientras las redacciones de todo el mundo cubrían las operaciones militares israelíes en la Franja de Gaza, fui testigo de cómo se si­lenciaba bruscamente en antena a cualquier analista palestino que no condenara de inmediato a Hamás como organización terroris­ta. Esta condena era un requisito previo imprescindible para par­ticipar en cualquier debate sobre los acontecimientos. Parecía que la única explicación para la pérdida de vidas en Gaza e Israel fuese el odio palestino y su deseo de matar, personificado en Hamás. Me pregunté cuántas vidas, tanto palestinas como israelíes, se habrían perdido o destrozado por la negativa a interactuar con los líderes de la resistencia palestina, de la que Hamás es solo una vertiente.

Fui consciente de que, al hablar de Hamás, se solía omitir el con­texto histórico y político general de la lucha palestina. Me daba la impresión de que muchas de las opiniones sobre la lucha armada palestina, ya fueran de condena o de apoyo, no reflejaban preocu­pación ni ambigüedad moral. A menudo se manifestaban con de­masiada facilidad certezas o convicciones sobre la resistencia.

En mi propio estudio sobre Hamás, me ha resultado difícil encontrar tales certezas, a pesar de que sigo condenando con fir­meza los ataques contra civiles, tanto de un bando como de otro. Durante casi una década, he intentado retirar todas las capas que nos han llevado hasta la actual dinámica que denigra y aísla a Hamás y, con ello, hace que parezca aceptable la demonización y el sufrimiento de millones de palestinos en la Franja de Gaza. El resultado es este libro, que busca explorar la cosmovisión de Ha­más y darle voz a un grupo marginado que es parte fundamental del movimiento nacional palestino. Este libro trata de ampliar lo que sabemos sobre Hamás y esclarecer la evolución del movimiento a lo largo de sus tres décadas de existencia, desde 1987. Comprender a Hamás es esencial para dejar de negarles a los palestinos sus dere­chos, después de casi un siglo de lucha por la autodeterminación.

Es también un requisito previo para detener los ciclos de vio­lencia que viven de forma intermitente los habitantes de la Franja de Gaza. Casi un año antes de esa noche en el Teatro Nacional, tuve una conversación con un niño de Gaza. Era el mes de rama­dán del año 2015 y todo estaba como suspendido en el calor de junio. Le pregunté sobre el curso que acababa de terminar y si estaba contento de estar de vacaciones. Se encogió de hombros.

—Sexto ha estado bien —respondió—. Un poco raro.

Él estaba en el A y le gustaba jugar al fútbol contra el B. Pero el año anterior la administración de la escuela había juntado varios cursos. Ahora las clases estaban abarrotadas y los partidos de fútbol no eran tan divertidos. Me pregunté en voz alta por qué habrían hecho eso. Molesto porque no le estaba haciendo caso (al fin y al cabo, él me estaba hablando de fútbol), me respondió irritado:

—En verano habían martirizado a la mitad de los chicos del A —me soltó.

Los chicos que sobrevivieron ya no llenaban una clase entera.

La realidad de Gaza puede resultar chocante para cualquier fo­rastero que se adentre en ella. La tragedia se ha convertido en ru­tina, en algo casi mundano, sobre todo para las generaciones más jóvenes, que muchas veces no han conocido una vida fuera de esa tierra cautiva. Al principio, se podría perdonar que uno se deje arrastrar por una sensación de relativa normalidad. Durante el breve periodo que me permitieron pasar allí, Gaza me pareció lle­na de vida. Las calles estaban llenas de vendedores. Los cafés, re­bosantes de clientes que rompían el ayuno. Los campus universi­tarios bullían de estudiantes y profesores que asistían a los cursos de verano. El tráfico era lento. Los mercados nocturnos y las vías públicas cobraban vida sobre los embarcaderos que flotaban en el agua de las playas de Gaza. Los vestíbulos de los hoteles estaban repletos de periodistas y cineastas.

Sin embargo, esta ilusión de vida se rompía con demasiada facilidad y demasiada frecuencia. De pronto, te encontrabas un edificio derruido o el zumbido de los drones interrumpía la conversación. En varias ciudades, orgullosas banderas ondeaban al pasar, señalando los centros de entrenamien­to militar de Hamás. La vida se abría paso ante un trasfondo físico y mental de destrucción. El ajetreo diario era poco más que un testimonio del potencial de Gaza, una realidad alternativa. El día a día de los palestinos reflejaba el espíritu de supervivencia de los seres humanos y se presentaba, al menos ante mí, como la manifestación trágica de un movimiento interminable e inmóvil. Los estudiantes se graduaban para ser desempleados. Los vendedores vendían para cu­brir los costes. Las familias compraban para sobrevivir.

Gaza está detenida en el tiempo, alejada del mundo exterior; recibe lo justo para sobrevivir, pero nunca para crecer. Mi estancia allí coincidió con el aniversario de la operación israelí de 2014 en el estrecho enclave costero. Mataron a miles de palestinos. Grandes extensiones de tierra fueron bombardeadas con tanta intensidad que barrios enteros quedaron reducidos a montones de escombros. Las infraestructuras, ya deterioradas por años de privaciones bajo el bloqueo egipcio-israelí, fueron destruidas por completo. Al pa­sar por lo que quedaba de aquellos barrios, vi que apenas habían comenzado a reconstruirse. El paisaje de caos y devastación que había llenado las noticias un año antes se había transformado en un estado de colapso controlado. Los escombros se habían amon­tonado en solares vacíos o se habían llevado a vertederos con la esperanza de que en algún momento se utilizasen en la recons­trucción. Las desvencijadas casas que habían sido bombardeadas se habían convertido en los hogares de familias que no tenían a dónde ir. Para crear una ilusión de privacidad, habían colocado telas de colores en el lugar de las paredes desaparecidas.

Desde una llanura al norte de Gaza pude avistar Sderot, una ciudad del sur de Israel. Esa imagen es el recordatorio por exce­lencia de que la tragedia de Gaza es de naturaleza política. Al lado del paisaje posapocalíptico de Gaza, las cuidadas arboledas y las casas blancas de Sderot ponen de manifiesto que la vida no es lo mismo en ambos lugares, separados por apenas unos kilómetros. Yo era uno de los pocos privilegiados que se podía mover entre esos mundos divergentes. Allí, de pie, pensé en el niño cuyos com­pañeros de clase habían sido asesinados en 2014.

Me acordé de que unos días antes había hablado con una mujer israelí en una ciudad al norte de Tel Aviv. Sentados alrededor de la mesa, se quejó de la militarización de Israel y del servicio militar obligatorio. La mujer estaba devastada porque su hijo de dieciocho años se había visto obligado a participar en la operación israelí de ese verano.

—Volvió cambiado, endurecido —lloraba—. Que te obliguen a matar y a ver la muerte es una carga terrible para la conciencia —protestó.

Se rumorea que Golda Meir, la primera mujer que llegó a ser primera ministra de Israel, dijo: «Podemos perdonar a los árabes por matar a nuestros hijos. Pero no podemos perdonarles por habernos obligado a matar a los suyos».

A ambos lados del paso fronterizo de Erez (conocido por los palestinos como el paso de Beit Hanun), el principal paso fronte­rizo entre Gaza e Israel, la deshumanización es la norma. Yo iba en el asiento del copiloto de un coche destartalado que circulaba a toda velocidad para intentar llegar a la casa de mi anfitrión antes de que el muecín de la mezquita anunciara el final del ayuno. Iba hablando con el conductor, un adolescente a punto de acabar el instituto, demasiado joven para conducir. Le pregunté qué quería hacer después de graduarse, un tema que siempre resulta espinoso en un lugar como Gaza. Me dijo que estaba pensando unirse a las Brigadas Ezedin al-Kasem, el brazo armado de Hamás. Había vis­to por toda la ciudad (también en las mezquitas) carteles que anunciaban que la inscripción para sus campamentos de verano estaba abierta. Al parecer, algunos de sus amigos ya se habían apuntado. Le pregunté por qué y me respondió que quería «luchar contra los judíos». Nunca había visto uno, pero había visto los F-16 lanzando bombas.

Casi una década después de que comenzara el bloqueo de la Franja de Gaza a principios de 2007, los términos judío, israelí y F-16 se habían convertido en sinónimos. Algunos años antes, el padre de este chico habría podido entrar en Israel, para trabajar como jornalero o en otros trabajos no cualificados. Aunque había un problema estructural, al menos ese hombre interactuaba con judíos israelíes, e incluso con ciudadanos palestinos de Israel, de una forma no militarizada. Esto es algo que ya no ocurre.

Mi con­ductor era un claro ejemplo de cómo se habían sentado las bases para que la historia se repitiera. La resistencia se había convertido en algo sagrado, una forma de vida de la que sentirse orgulloso, una forma de servir a su nación. Al otro lado del paso de Erez, él y sus compañeros de escuela eran considerados terroristas. Gaza se consideraba un enclave atrasado y plagado de enemigos, den­samente poblado y destrozado por el peso de su propia miseria, su odio y su incompetencia. Un hombre israelí se horrorizó cuan­do le dije que iba a Gaza.

—¿Dónde vas a alojarte? ¿Hay hoteles?

—Los hay. Hoteles preciosos.

Se encogió de hombros.

—El verano pasado se llevaron su merecido —dijo.

Cuando las bengalas y explosiones iluminan el cielo nocturno de Gaza durante las incursiones militares de Israel, hay israelíes que suben a un punto elevado para contemplar, sentados en sofás y comiendo palomitas, los «fuegos artificiales» sobre los territo­rios asediados.

Hoy en día, en la Franja de Gaza viven más de dos millones de palestinos. Una población urbana mayor que la de casi cualquier ciudad estadounidense. Sin embargo, al reflexionar sobre este lugar, nadie, o casi nadie, piensa en su dimensión humana, tan visceral para cualquiera que se pasee por las calles de una ciudad de la Franja. La imagen de Gaza como reducto terrorista lo ha impregnado todo. Igual que su imagen como montón de escombros, estéril y sin vida. El castigo colectivo que sufren millones de personas se ha convertido en algo permisible, comprensible y legítimo. Destruir escuelas y atacar los campos de refugiados de la ONU, como hizo Israel en 2014, son tácticas militares que se han justificado por con­siderarse esenciales para la defensa israelí frente al terrorismo. El hecho de que en esa operación murieran más de quinientos niños es para muchos poco más que algo lamentablemente necesario.

En el centro de todo ello se encuentra Hamás, el partido que gobierna la Franja de Gaza desde 2007 y que es, de hecho, el ca­talizador de dicha percepción. Teniendo en cuenta el discurso predominante en los medios de comunicación, se podría perdo­nar que alguien pensase que Israel ha sitiado y bombardeado Gaza para enfrentarse a una organización terrorista radical, encarnada en Hamás. Pero, como muestra este libro, la realidad es mucho más compleja y los destinos de Gaza y Hamás se han entrelazado de una forma irreversible en la lucha palestina por liberarse de una ocupación interminable.

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© Tareq BaconiHamás. Auge y pacificación de la resistencia palestina | Traducción del inglés: Gema Facal Lozano (2024)  | Cedido a MSur por Capitán Swing  |  Título original: Hamas Contained: The Rise and Pacification of Palestinian Resistance (2018)