Artes

Kaoutar Harchi

M'Sur
M'Sur
· 7 minutos

Inmigrante y viceversa

Harchi kaoutar
Kaoutar Harchi | Imagen promocional

Otros llegan a Francia, se juntan en el barrio con los demás magrebíes y poco a poco intentan integrarse en la sociedad francesa. La protagonista de esta breve narración —contada en primera persona y quizás simplemente la propia autora— hace el camino más bien a la inversa: criada en Estrasburgo por padres magrebíes que ya son, ellos mismos, de segunda generación, está lejos de esta banlieue conflictiva: asiste a un colegio privado francés, católico por más señas.

Este libro, escrito a los 33 años, quizás como una forma de rendir cuentas tras tres novelas publicadas con cierto éxito, arroja múltiples preguntas sobre el proceso de integración de aquella parte de la inmigración que no se ve, porque no es conflictiva, no sale en el telediario, y que podría ser incluso antagónica a aquella. Pero ¿quiere serlo? ¿O está en el mismo barco? ¿Quiere estarlo? Preguntas que no tienen fácil respuesta, aunque Tal como existimos intenta reflejar con fidelidad y sinceridad la evolución de una adolescente, nieta de inmigrantes.

Publicado en Francia en 2021, la editorial Oriente y Mediterráneo ofrece ahora esta obra en español.

[Ilya U. Topper]

Tal como existimos

Ediciones del Oriente y del Mediterráneo

Traducción del francés: Inmaculada Jiménez Morell

Su odio

La etapa de la escuela primaria iba tocando a su fin.

Hania, entonces, empezó a preguntarse hacia donde desplazarme. En una ocasión dije: ¿y el colegio de aquí al lado? ¿El que van todos los demás niños, el Victor Hugo? Hania me respondió que era demasiado peligroso. Unos gamberros, añadió, no hay más que ver cómo se comportan por el camino cuando vuelven del colegio, dando gritos y echándose encima unos de otros. Y lo que les hacen a las chicas esos chicos, las molestan y las influencian. Y las chicas, luego, se acabó, dejan de ser chicas bien. El chico árabe que podía hacer daño a su hija árabe obsesionaba a mi madre. Pues Hania —rehén de sus miedos de madre y preocupada también por mi calidad, mi honor, mi respetabilidad— llegaba a creerse lo que durante todo el día escuchaba en la radio, y sobre todo en la televisión, relacionado con esos muchachos de los que se decía que saqueaban y destruían todo a su paso —a los que más tarde señalarán como aficionados a las «violaciones en grupo »—. Hania se sumía entonces, de golpe, en sus pensamientos. Le daba vueltas a lo que, imaginaba yo, los maestros, el médico, el jefe, el empleado del banco y la asistente social la habían aconsejado que hiciera. No escolarice aquí a su hija, señora, vaya a otra parte, aléjela de aquí. Yo esperaba un poco y volvía a abordarla. Ponía mi mano sobre la suya. Se daba la vuelta y dirigía sus grandes ojos negros hacia mí; Hania, asustada y sonriente al mismo tiempo. Me hubiera gustado hablarle, decirle que yo iba con esos chicos, que jugaba con ellos, que los quería mucho. Decirle también que lo que le aconsejaba esa gente —alejarme de mi mundo y de los míos— ponía en evidencia, en realidad, el odio. Su odio. Su odio a los chicos árabes, a los árabes sin más, y que era de esa gente de la que debíamos desconfiar. Sé que Hania, en el fondo, lo sabía. En realidad, nunca se había dejado engañar por esa gente que al hablar de los nuestros —no deje que su hija se relacione con esos jóvenes— delataba, sin querer y sin siquiera darse cuenta, lo que pensaban de nosotros. Pero ya os lo he dicho: Hania tenía miedo. Lo notaba en sus ojos, que se iluminaban y apagaban en una misma mirada. Tal era su experiencia de madre árabe en este país. La experiencia del miedo que se agravaba al aproximarse los momentos en los que había que tomar una decisión sobre mi futuro.

De niña estuve expuesta al miedo de mi madre y tuve miedo a mi vez. Tal vez sea por eso que nunca me atreví a decirle nada a Hania. Por miedo a aumentar el miedo.

Así es: hubo ese pacto, en el que se basó nuestra historia, de ser una familia a la que no debía sucederle nada. Y esa idea matriz —idea de la que fui el blanco privilegiado por ser chica— de que si algo grave sucedía yo sería la causante. Sería culpa mía. Y nunca supe en mi infancia qué es lo que Hania y Mohamed temían tanto que nos pasara, pero a mí me daba mucho miedo.

Hania, algunas mañanas, se despertaba, se vestía con su mejor ropa y se iba en busca de información. Preguntaba a otras madres, a las secretarias, las cajeras, las dependientas. Con frecuencia, esperaba delante de puertas cerradas, en pasillos vacíos, al pie de hermosos e imponentes edificios del centro de S. Yo siempre estaba allí, a su lado. De pronto, aparecía un responsable. El tono de voz de Hania cambiaba. Y la sonrisa. La sonrisa se hacía inmensa. Con cada palabra dicha sonriendo, Hania arrancaba un consejo, un nombre, una dirección o un número de teléfono.

Luego, en el camino de vuelta, Hania iba hablando en voz alta. Hablaba sin poder parar, comentando en voz alta lo que acababa de pasar. Caminaba a toda velocidad. Yo iba detrás corriendo. Tenía miedo de perderla al doblar una esquina, al atravesar una avenida o en medio de la gente en las calles peatonales. Me concentraba, fijaba la vista en sus zapatos y aceleraba el paso. ¡Espérame! Bastaba con que pronunciara esas palabras para que Hania se diera la vuelta y se parara en seco. Pero date prisa, suspiraba.

Y nunca he sentido un amor tan grande por ella como en esos momentos en que, erguida y firme, yo me la imaginaba también muy frágil, imbuida del placer que procura el sentimiento del esfuerzo cumplido, pero sometida, también, al temor de que las informaciones obtenidas en relación a mi escolarización no fueran suficientes. O, peor todavía, fueran falsas.

¿Y cuál era el origen de la fragilidad de mi madre si no la mía, por encima de cualquier otra? Y nunca supe quererla, a esta madre, sin esconder en lo más hondo de esta pasión devorante una petición de perdón. Una inclinación nacida de lo que observaba todos los días: esa lucha para que yo estuviera segura y tranquila en este mundo, para tener un sitio en algún lugar. Una lucha emprendida en mi nombre —lo hago por ti— sin quejas ni pesar. Una lucha anónima agazapada en la sombra de las vidas de unos padres poscoloniales, una lucha en la que yo era al mismo tiempo el objeto, el sujeto y el testigo.

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© Kaoutar Harchi (2021) | Traducción del francés: Inmaculada Jiménez Morell | Ediciones del Oriente y del Mediterráneo (2025)