Kenizé Mourad
M'Sur

La periodista se frota la cara con una cáscara verde de nuez, se envuelve en un chal tan amplio que le tapa casi toda la cara, se apretuja en el asiento del autobús al lado del chico que podría ser su hermano… y ya puede parecer una mujer local beluche, alguien a quien nadie le pedirá los papeles en el control. Llegará incógnita a Gwadar, donde los chinos construyen un puerto internacional para conectar el Golfo Pérsico con Pekín a través de Pakistán.
La aventura de Anne Le Guennec, reportera francesa joven pero experimentada, enviada a Pakistán para investigar sobre la bomba atómica para un importante semanario francés, no es una autobiografía de su autora, Kenizé Mourad. Pero tiene mucho de las experiencias de esta gran reportera, durante una década enviada especial de la revista Le Nouvel Observateur en muchos países de Asia, Oriente Próximo y África. De hecho, la escena en la que Anne, ya detenida y a punto de ser deportada bajo la acusación de espionaje, aún sigue entrevistando sobre geopolítica al comandante que acaba de arrestarla, es totalmente verídica, nos ha confesado Kenizé Mourad: ella estuvo, disfrazada, en Gwadar…
El resto es novela. A Kenizé Mourad nunca la secuestraron los yihadistas, aunque quizás no haya faltado mucho, vistas sus ganas de meterse en la boca del lobo. Y cuanto será verdad de la historia de amor, que tanto le revuelve la vida a Anne en la novela, será probablemente siempre un secreto de la autora…
[Ilya U. Topper]
En el país de los puros
MSur Libros (2025)
Capítulo 14
(…)
Han vuelto a montar en el coche. Al cabo de un kilómetro, Ahmad aparca al lado de la acera, examina los alrededores y al no detectar nada sospechoso, la invita a bajarse.
—Ven, seguiremos a pie.
Se adentran en una callejuela transversal, giran a la derecha, luego a la izquierda, atraviesan un descampado, vuelven a coger por la derecha… El sol está en lo alto del cielo, Anne se asfixia, ¿llegarán en algún momento?
Tras media hora de caminata, Ahmad se para delante de una puerta de hierro sobre la que se balancea una placa pintada con las palabras «Dr Ali Shah. Médico generalista». Tras echar una rápida ojeada a los alrededores, empuja la puerta, que se abre con un chirrido. Alertado por el ruido, un hombrecito delgado, con una cara afable, sale al umbral.
—Bienvenidos. Entren, que dentro se está mejor. ¡Pero si usted está completamente deshidratada! —exclama, al observar la fatiga de la chica—. Siéntense, voy a traer ahora mismo un vaso de agua.
Tras haberse refrescado, Anne se siente mejor. Sobre la mesita baja, al lado de unas publicaciones de medicina, descubre una pila de revistas literarias.
—El doctor Shah es uno de nuestros mayores escritores —le explica Ahmad con orgullo—, algunos de sus poemas, prohibidos por la censura, se han convertido en el grito de guerra de los movimientos independentistas beluches.
—Y fíjese que yo era un pacifista convencido —corrobora el médico—. Durante años he militado por la autonomía, como la mayoría de los beluches, que solo reclamaban sus derechos como parte de Pakistán.
Pero hoy ya nadie confía en Islamabad: no ha cumplido ninguna promesa y el poder del Gobierno de la región es únicamente nominal, son el Ejercito y los servicios secretos los que tienen la última palabra en todo. Estos últimos diez años, el doctor Shah ha visto demasiados horrores: hace muy poco, cuatro estudiantes que reclamaban la independencia fueron torturados; sus cuerpos se hallaron en una cuneta.
—Los militares no entienden que no pueden ganar por la fuerza —continúa el médico—; el pueblo beluche se rebelará siempre. Durante siglos hemos llevado a cabo guerras de guerrilla, contra los mogoles, luego contra los británicos y, desde la independencia, contra el Gobierno del Punyab.
Anne se abstiene de comentar la última frase. Hace ya tiempo que ha comprendido que tres provincias de Pakistán se consideran perjudicadas por ser gobernadas por la cuarta, y no por la capital federal, Islamabad. Es Lahore, la capital del Punyab, la que toma casi todas las decisiones. A los punyabíes, que constituyen un 65 % de la población, se los acusa de acaparar la mayor parte de los recursos y de los puestos de mando, especialmente en el Ejército.
—Pero Pakistán no es una dictadura. Hay elecciones democráticas. Los beluches ¿no pueden alcanzar una solución en las urnas? —sugiere.
El médico esboza una sonrisa desilusionada. Aunque Beluchistán abarca el 42 % del territorio nacional y posee la parte esencial de los recursos mineros del país, no representa más del 4,5 % de la población. De manera que en el Parlamento de 342 escaños no tiene más de 14 diputados.
—En estas condiciones es casi imposible hacer que se oiga nuestra voz. La gente, desanimada, acaba boicoteando las elecciones; en los últimos comicios no ha votado más del cinco por ciento. Los beluches ya no creen en el proceso electoral y muchos jóvenes se unen a la insurrección.
—¿Podría ayudarme a encontrarme con alguno? —se aventura Anne.
El doctor Shah mira fijamente a la chica durante un largo momento; en su rostro de rasgos finos brillan dos ojos inteligentes. Al final se decide:
—Se puede hacer. Desde luego cuento con que usted jamás revelará sus fuentes.
—Puede confiar totalmente en mí.
La vuelve a escudriñar.
—Sí, creo que puedo confiar en usted. Venga.
Se levanta y se dirige a la librería al fondo de la habitación, mueve una enciclopedia de lugar y con un gesto desliza el mueble, dejando al descubierto una puerta baja.
Anne y Ahmed le siguen, traspasan la puerta y el panel se vuelve a cerrar.
—Este casa tiene un sótano —explica el médico—, lo que es habitual en la región, porque permite buscar un poco de frescor. Pero lo que no es tan habitual es que este sótano tenga una puerta oculta por una cortina de plantas, que, en caso de necesidad, se abre hacia una callejuela baja en la parte trasera de la casa. Por esa entrada me pueden buscar algunos combatientes que necesitan mis servicios.
Tras haber tocado a la puerta según un código acordado bajan una escalera de espiral. Abajo, en la penumbra, hay un hombre muy joven tendido en un colchón, con una férula colocada en la pierna.
—Le ha dado una bala; sus compañeros me lo han traído aquí. En unos días podrá volver a unirse a ellos.
Anne se ha sentado a la cabecera del lecho del herido y se interesa por su salud, preguntándose a la vez cómo abordar los temas más delicados sin riesgo de que se ponga a la defensiva. Pero el joven está todo contento de tener una visita y no se hace de rogar para responder a las preguntas. Describe la difícil y apasionante vida del maquis, los combates, la solidaridad y la certeza absoluta de que van a acabar ganando.
La periodista lanza una mentira para conocer la verdad.
—El Daesh os ha propuesto ayudaros, ¿verdad?
—Sí, una delegación de tres emisarios vino el mes pasado a reunirse con el doctor Allah Nazar. Nos han ofrecido abastecernos de armas. Pero armas ya tenemos suficientes con lo que nos… —Se interrumpe.
—¿Con lo que os envían los indios? —sugiere Anne.
—Quien sea —interviene el médico—. Allah Nazar ha rechazado la oferta del Daesh. El Frente de Liberación de Beluchistán es un movimiento laico y no tiene nada que ver con esos fanáticos.
—Aún así hay algunos entre nosotros que se lo están planteando —corrige el joven—. El ejército nos bombardea todos los días y peina los montes en los que nos escondemos, perdemos muchos hombres; quizás un día sí que tengamos necesidad de ayuda. Los del Daesh son buenos combatientes. Y luchar juntos no querrá decir que nosotros adoptaríamos sus ideas.
—Si tú crees que os darían a elegir… —gruñe el doctor Shah—. ¿No ves lo que pasa en Afganistán? Incluso en este país acostumbrado desde hace décadas a la violencia, los del Daesh han superado todos los límites quebrando los tabúes de la sociedad. En el distrito de Kot, donde se acaban de instalar, han obligado a los habitantes a darles a sus hijas para casarlas con los combatientes. Y encima han masacrado a una decena de jefes tribales, ancianos de barbas blancas, arrojándolos a una fosa llena de explosivos. —Se gira hacia Anne—: Menos mal que Allah Nazar controla a sus tropas. Pero si a él le pasara algo, mucho me temo que los jóvenes estarían dispuestos a meter al zorro a vigilar el gallinero.
*
Anne ha llegado tarde a su hotel, extenuada pero exultante con los resultados de la jornada. Se duerme nada más tocar la almohada.
La despiertan unos golpes violentos en la puerta. ¿Qué ocurre? Apenas está clareando. Rápidamente se pone una bata y abre la puerta. Delante hay dos militares, un poco cortados, que le ordenan vestirse y seguirles.
—¿Y por qué? —se rebela, impostando un aire ofendido.
—Espionaje.
Eso es justo lo que ella se temía. Se ve que los servicios secretos paquistaníes no son tan malos, han tardado solo veinticuatro horas en fijarse en ella…
*
El comandante que la recibe, impecable en su uniforme caqui, debe de tener unos cuarenta años. Le pide la documentación con aire severo. Anne le tiende el pasaporte y su tarjeta de prensa, lanzando la primera andanada de una línea de defensa preparada desde hace tiempo.
—Esto es un insulto total, comandante, soy amiga del ministro del Interior; tendría que haber informado a las autoridades aquí de mi llegada. Seguramente se les ha olvidado en la secretaría.
—Lo siento mucho, señora, pero no puede dejarla irse. Hay que esperar la llegada del general, la decisión la tomará él.
—No pasa nada, estoy muy bien aquí.
Sin esperar a que la invite a sentarse, Anne se instala en la silla frente al comandante y le regala una sonrisa cautivadora:
—¿Podrían darme un té y quizás una tostada? Sus hombres llegaron tan temprano que no me ha dado tiempo a desayunar.
Desconcertado por su aplomo —al final va a resultar que es realmente amiga del ministro—, el comandante hace llegar al ordenanza y pronto llega una bandeja de té acompañado de tostadas, mantequilla y confitura.
—Gracias, comandante, es usted muy amable.
Y como si entablara una conversación de salón, simplemente para pasar el rato, continúa:
—Eso de Gwadar, qué proyecto más impresionante, qué oportunidad para Pakistán, increíble. Y pensar que los chinos amenazan con dejar todo por las cuestiones de seguridad…
—¡Para nada! —se sobresalta el comandante—, lo tenemos todo bajo control. ¡Aquí se juega el futuro del país y no permitiremos que unos rebeldes lo saboteen!
—¿Y por qué no mejor negociar, en lugar de arriesgarse a perder sus valerosos soldados? —insiste, encantada de ver que el militar ha mordido el anzuelo y no se da cuenta de que su prisionera lo está entrevistando ahora.
—Negociar no sirve de nada, es India quien está detrás de los rebeldes. Les financia los campamentos y les pasa armas sofisticadas que no hay manera de comprar aquí. Tenemos todas las pruebas, y además, hace poco hemos capturado a uno de sus espías.
—Fantástico. Este té es excelente —dice Anne, sin que el comandante sepa si aplaude el desayuno o el arresto del espía—. ¡Y esta mermelada! —Mordisquea su tostada con fruición—. La gente dice cada cosa… Fíjese que me han llegado a asegurar que los americanos también ayudan a los rebeldes.
—En todo caso lo que sí han hecho es ejercer fuertes presiones para que no cedamos el puerto de Gwadar a los chinos. Ahora que ya está hecho, pretenden ser neutrales, pero incluso si no se implican directamente, sabemos muy bien que apoyan a India.
—Pobre Pakistán —suspira Anne, mientras unta de mantequilla una segunda tostada—, un país tan bello rodeado de tantos enemigos. Además de India, está Dubái, que teme perderse gran parte de su tráfico marítimo, e Irán, que ve en Gwadar un competidor peligroso para su puerto en Chabahar.
El comandante empieza a comprender que la chica le está haciendo hablar, pero al fin y al cabo, él solo expone la posición oficial del país y rectifica las informaciones erróneas de esta periodista, que en conjunto es más bien simpática.
—Chabahar no puede acomodar buques grandes, porque no tiene las aguas suficientemente profundas. Pero, evidentemente, sin Gwadar podría atraer más comercio… —Vacila, pero impulsado por la expresión atenta e incluso admiradora de su interlocutora, continúa—: Dicho sea entre nosotros, al principio, los iraníes nos espiaban, nuestros servicios secretos pensaban incluso que estarían detrás de la muerte de los ingenieros chinos en 2004. Pero esto no es más que una hipótesis, desde luego.
Al comprobar que la chica sigue pendiente de cada cosa que dice, prosigue:
—El proyecto de la nueva Gwadar ha suscitado una auténtica oleada de protestas. Afortunadamente, nos respalda China, a la que le importa tanto como a nosotros, y no solo por razones económicas. Para ellos es vital en el plano de la seguridad: en caso de conflicto, los Estados ribereños del Estrecho de Malaca, Indonesia y Malasia, aliados de los americanos, pueden fácilmente cerrar esa vía marítima. Y con eso, China se asfixiaría, de manera que tiene una enorme necesidad de rutas alternativas.
—Pero los… terroristas pueden dar al traste con todo eso —insiste Anne.
—¡Imposible! El ejército paquistaní es uno de los mejores del mundo y el Gobierno nos da toda la autoridad. Nadie se puede oponer a Gwadar, es casi tan importante para Pakistán como su arma nuclear.
Anne no puede creer la suerte que tiene y se lanza a la brecha abierta:
—Justo, hablando de esto…
No puede seguir entrevistando al comandante, porque el general acaba de entrar en la oficina.
Con el primer vistazo, la periodista entiende que aquí se han acabado las bromas. El general tiene cejas hirsutas y un bigote marcial. Con un gesto barre de la mesa todas sus explicaciones:
—La seguridad aquí es responsabilidad exclusiva de las Fuerzas Armadas. Usted no tenía autorización de venir a Gwadar, está aquí de forma ilegal. La enviaré de vuelta a Lahore con una escolta y trasladaré su caso al Estado Mayor. Allí se decidirá si usted será deportada a Francia.
—Pero, mi general…
—Cállese —da un golpe en la mesa—, usted ha violado las normas y tenemos todo el derecho del mundo a deportarla. Aún puede considerarse afortunada de que no la metamos en prisión por espionaje.
*
La montan en un avión, escoltada por dos ángeles guardianes fornidos.
Pero no le han puesto esposas, a tanto no llegan.
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© Kenizé Mourad | Traducción: Ilya U. Topper | © MSur Libros
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