¡Todos a la huelga!
Alejandro Luque
Alrededor de los medios de comunicación existen dos lugares comunes especialmente erráticos. Uno asegura que todos los periodistas somos escritores frustrados, cuando en realidad estamos realizadísimos, a veces en demasía; el otro, que el mejor español se escribe hoy en los periódicos, falacia fácilmente refutable sólo con abrirlos por cualquier página al azar.
Lo que sí es cierto es que la relación entre literatura y periodismo ha sido muy estrecha desde antiguo, y de eso precisamente va la novela que nos ocupa.
Cabe advertir que su autor, Rafael Cansinos Assens, ha sido durante décadas un nombre que sonaba a muchos –como fundador del Ultraísmo y sobre todo por el magisterio, retribuido sin escatimar gratitudes, que ejerció sobre Borges–, pero que muy pocos habían leído.
La recuperación en los años 80 de La novela de un literato por parte de Alianza, y el rescate que ha ido haciendo la Fundación Arca de obras como El movimiento VP o La huelga de los poetas ha permitido al fin que revisemos la obra del polígrafo sevillano a la luz del tiempo presente. Y lo primero que sobrecoge es su absoluta vigencia.
En las casi 250 páginas que narran la historia del Poeta, un letraherido –trasunto del propio Cansinos–, que sueña con el Parnaso mientras quema sus días en la redacción de un periódico, pueden sondearse casi todos los males actuales del gremio: la precariedad, el intrusismo y la banalización del oficio, la manipulación de las noticias, la indolencia, la incompetencia y la falta de sentido crítico, la mediocridad de los jefes y el desprecio que inspiran a sus subordinados, la hipocresía de directores que apenas si saben escribir y que, a la par que derrochan paternalismo con la plantilla, se ponen de parte del empresario…
Lúcido y visionario, Cansinos incluso se anticipa a la Blackberry e inventos similares, formulando el deseo de tener “un periódico a cada hora, para seguir, paso a paso, la noticia…”.
Pero la enrarecida (y magistralmente descrita, desde dentro) atmósfera de las redacciones se verá sacudida por una huelga, lo que enfrentará a los sufridos plumillas a una seria contradicción: ellos, tan acostumbrados a informar sobre las reivindicaciones del pueblo, no son capaces de hacer piña a la hora de defender sus propios intereses. “Yo mismo me avergüenzo de pensarlo”, dice el protagonista, “y, seguramente, mis compañeros también creerían faltar a la tradición generosa del cerebro, si pensasen en unirse a los proletarios”. Y todo ello basado en los hechos reales del paro periodístico que tuvo lugar en la España de –agárrense– 1919.
No obstante, la novela no es sólo una radiografía de los medios de comunicación. Se trata, también, de una reflexión en torno al prestigio del arte por el arte y la paradoja de ponerle un precio. Y, al mismo tiempo, se practica en estas páginas una exaltación del oficio de los versos precisamente como una suerte ajena a la tiranía del mercado, que es lo que le recomendó a Cansinos el mismísimo Max Estrella, Alejandro Sawa; un destino tan poco lucrativo como gratificante, pues no hay para el poeta consuelo como el mismo “júbilo y la magnificiencia de cantar”. Claro que, y ahí vuelve el Cansinos profeta, advierte sobre los peligros de la sobrepoblación de poetas: “Un exceso de producción altera aquí el normal funcionamiento del mercado”.
No quiero cerrar esta reseña sin subrayar la preocupación por el estilo que Cansinos, poeta él mismo, demuestra en todo momento, moviéndose entre el preciosismo arcaizante (antigüito, para entendernos) y una audacia que nunca se olvida del encanto. Así, la madrugada de un café es “populosa”, alguien tiene “la mueca fría y dura de las cabezas cercenadas que cuelgan de un garfio”, otro posee “la condición de mediocre en grado casi divino”; el despertador es un “ruiseñor mecánico”, en el ceño de un personaje se dibuja “el arco iris de una justicia largo tiempo esperada”, y los poetas suicidas “en la sien nos muestran un rubí”.
No sé si son estos los detalles que han animado últimamente a algunos escritores –pienso, sin salir de mi extrañeza, en Rafael Reig– a hacer de Cansinos el blanco propicio de algunas puyas, como si se tratara acaso de un autor muy sobrevalorado, y no de un nombre casi secreto que no nos vendría nada mal redescubrir.
Es más, yo no dudaría en poner La huelga de los poetas como lectura obligatoria en todas las facultades de Comunicación, en recomendarla a todos los poetas advenedizos, y en invitar a la ciudadanía en general a su reflexivo disfrute: quién sabe si todavía podemos aprender algo de aquel viejo escritor, tío de Rita Hayworth, testigo excepcional de la bohemia madrileña, al que Fernando Quiñones llamaba, muy devotamente por cierto, «el raro».