Artes

Tariq Ali

La noche de la mariposa dorada

M'Sur
M'Sur
· 49 minutos

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Tras la cultura musulmana

Cuentan que Tariq Ali concibió su proyecto del Quinteto del Islam cuando oyó por televisión que la cultura islámica era de por sí algo contradictorio, pues los musulmanes nunca habían tenido cultura. Esa fue la chispa que prendió en el escritor anglo—pakistaní el deseo de narrar algunas de las encrucijadas que el islam ha debido afrontar en su centenario devenir. Se preguntó si había una conexión entre la decadencia del islam y el hecho de no haber producido una reforma como las que se dieron en el seno del cristianismo y el judaísmo.

Alentado por el maestro Edward Said, publicó el primer título: A la sombra del granado (1996), sobre las conversiones y diásporas que sucedieron a la Reconquista de 1492. Le sucedió El libro de Saladino (1998), que giraba alrededor de las cruzadas, y La mujer de piedra (2000) en torno a la desintegración del imperio otomano; en Un sultán en Palermo (2005), la acción se traslada a la Sicilia del siglo XII.

Este mes de abril salió a la luz en Inglaterra La noche de la mariposa de oro, ubicada en el siglo XXI y con personajes que se mueven entre Lahore y London, entre París y Pekín. Con ella, Tariq Ali completa un ciclo que ha sido traducido a una docena de idiomas.

M’Sur ofrece en exclusiva los primeros dos capítulos de la novela, cedidos por Alianza Editorial, que en otoño de 2010 publicará esta obra en España.

[Alejandro Luque]

 

La noche de la mariposa dorada

 

1

Hace cuarenta y cinco años, cuando vivía en Lahore, tenía un amigo algo mayor que yo llamado Platón. En una ocasión Platón me hizo un favor y, en un arranque de generosidad juvenil, le prometí devolvérselo con creces si en cualquier momento me necesitaba. Platón era profesor de matemáticas en un colegio elegante y detestaba a algunos de sus alumnos, los que estaban allí sólo para aprender el arte de la depravación, según decía él. Como además era un Platón punyabí, me preguntó si saldaría mi deuda de gratitud pagándole al interés compuesto. Y yo, insensato de mí, le dije que sí.

En aquel entonces estaba enamorado, lo que fastidiaba mucho a Platón. A su juicio, el amor no era más que una excusa para la lascivia juvenil y, por su propia naturaleza, nunca podía ser eterno. Mucho más importante era una casta amistad, que sí podía durar toda la vida. No estaba yo para ese tipo de filosofías en aquellos momentos y habría firmado cualquier papel que me hubiese puesto delante.

En un hombre de convicciones normalmente firmes y claras, las aversiones de Platón resultaban irracionales y su ironía siempre rozaba el odio y se confundía con él. Le sacaban de sus casillas, por ejemplo, los estudiantes que se prendían la estilográfica al bolsillo delantero de la camisa de nailon en los meses estivales. Si le preguntabas por qué no respondía, pero al insistirle mascullaba que si ésos eran sus valores estéticos en la flor y el ardor de la juventud, no quería ni pensar en cuáles abrazarían al hacerse mayores. No constituye esto sin embargo un buen ejemplo de su ingenio, y ése era el rasgo que lo volvía atractivo mucho antes de que se convirtiera en un pintor de fama.

Un amigo que acababa de conseguir trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores poco después de graduarse se sentó un día a nuestra mesa y Platón enseguida se encaró con él:

—Voy a cambiarme el nombre por el de Diógenes para encender un farol en pleno día y salir en busca de un funcionario público honrado.

Nadie se rió y Platón, acostumbrado a ser la estrella de las tertulias, se alejó de nosotros un rato. La víctima de sus pullas nos preguntó cómo podíamos tratar con un ser tan despreciable. Entonces la emprendimos con él: ¿Cómo osaba hablar así, sobre todo después de que lo hubiéramos defendido? Además, rezongó mi amigo Zahid, Platón valía por diez maricones del Ministerio de Asuntos Exteriores como él. Tras unas cuantas reflexiones de la misma índole, la cifra se disparó a “al menos cien maricones fanfarrones del Ministerio de Asuntos Exteriores como él”. Con esto nos libramos del sujeto. Luego, Platón regresó y pasó el resto de la tarde ensimismado, mesándose el negro bigote a intervalos regulares, señal inequívoca de su enfado.

La forma en que Platón comentaba sus conquistas amorosas con sus amigos íntimos nunca llegaba a resultar convincente. Su sexualidad siempre constituyó un misterio. Solía ser cauto y reservado, demostrando a las claras que nosotros, una generación más jóvenes, no podíamos aspirar a adentrarnos en ciertas honduras. Aún sigo sin saber muchas cosas de él, pese a que durante casi una década fui probablemente su amigo más íntimo. Ojalá los espejos alcanzaran a reflejar algo más que una imagen fija y nítida. Si también nos permitieran ver las interioridades de la persona que está contemplando su reflejo, la labor de escritores y psicólogos sería mucho más fácil, si no redundante.

Platón no proyectaba una imagen extravagante de sí mismo y procuraba por todos los medios no llamar la atención, aunque sus esfuerzos tenían a veces el efecto de colocarlo justo bajo los focos. Cuando con gran despliegue de ampulosidad alguno de los poetas urdus mayores y muy respetados que se reunían periódicamente en la Pak Tea House del Mall se excedía dándose autobombo, Platón se burlaba de él sin piedad, lanzando epítetos y proverbios punyabíes que a nosotros nos divertían muchísimo y a los poetas los ponían nerviosos. Cuando el poeta atacado pasaba a la ofensiva y acusaba desdeñosamente a Platón de ser una mediocridad y de estar celoso de sus superiores, Platón se animaba mucho y se empeñaba en hacer una prueba para que los allí reunidos dictaminaran qué poemas de su adversario  eran de segunda o de tercera categoría. Se ponía a recitar algunos de sus versos más crípticos con un estilo hilarantemente engolado, hasta que el poeta y su corte de aduladores se iban, y entonces él aplaudía con todas sus ganas. No es que nunca, ni por un instante, hubiera considerado un mal poeta a la persona en cuestión, sino que le fastidiaban el narcisismo y las sesiones de mutua adulación que tenían lugar en el café a diario. Detestaba las expresiones vacuas características de los cobistas que punteaban con exclamaciones de “maravilloso” cada verso recitado. Igual que muchos de nosotros, no era plenamente consciente de lo que algunos de ellos habían tenido que soportar en las décadas previas. Los desengaños los habían minado, dejándolos sin fuerza, y algunos, meras sombras de sí mismos, malgastaban sus energías en los cafés actuando de animadores de quienes habían adquirido celebridad en el mundo literario. Platón lo sabía, pero como en su fuero interno, de puro acero, él no se había doblegado, no tenía paciencia con quienes eran más débiles.

¿Qué habría movido a Platón a reclamar a estas alturas lo que le debía? ¿Y por qué tenía que pagarle con una novela basada en su vida? Porque eso fue lo que sucedió. Un encadenamiento de sucesos desembocó en una llamada telefónica para transmitirme la petición de que llamara a Platón a Karachi; de por sí esto ya era bastante extraño, dado que Platón siempre había detestado la mayor ciudad de la madre patria, objeto de sus virulentas críticas por ser, en su opinión, una monstruosidad híbrida y sin el menor carácter. Cuando lo llamé, no estaba de humor para enfrascarse en una conversación larga; sencillamente insistió en que las viejas deudas de honor había que saldarlas. No me dejó alternativa. Podría haberle mandado a paseo, claro está, y ahora me arrepiento de no haberlo hecho. No tanto por él, sino por otras personas cuyas historias se entrelazan con la suya. Y ahí seguía el enigma, inquietándome. ¿Qué se habría enquistado en su interior a tal punto que la única forma de disolverlo fuera sacar a relucir una deuda prácticamente perdida en el olvido? ¿Sería la incómoda insatisfacción de no haber logrado cuanto quería? ¿O sencillamente el tedio de la labor artística en un país donde los caprichos del mercado del arte dependían de lo que se publicara en la prensa de Nueva York o Londres? Elogios en el extranjero, ganancias en casa.

Mucho antes de emprender la delicada tarea de la composición literaria, tendría que indagar en algunas facetas de su vida, lo que también sería un trabajo espinoso. Platón había mantenido ocultas amplias vertientes de su vida, o tal vez las había reprimido. En cualquier caso, me enfrentaba a una  historia llena de lagunas. ¿Cómo escribir sobre él a no ser que me permitiera sacar a la luz su pasado latente?

Las amistades son chocantemente tornadizas. Fluyen, se transforman, desaparecen, se meten bajo tierra como un topo durante largas temporadas y se olvidan con facilidad, sobre todo cuando uno de los amigos se muda de continente. Pasamos toda la vida rodeados por grupos de personas y algunas relaciones cristalizan en amistades del momento, luego de desvanecen, se esfuman sin dejar rastro y reaparecen fortuitamente en los lugares más extraños. Hay amistades de la política o del trabajo que resisten mucho más; y unas cuantas duran para siempre.

Cuando convine en escribir la historia de su vida, a Platón le hizo tanta ilusión que lanzó una carcajada de alegría. Era una risa tan impropia en él que me sentí un poco incómodo. Y él, molesto con mi insistencia en que me revelara el motivo de su extraña petición, añadió una cláusula al trato. Sabía que iba a hacer lo que me pedía, me dijo, pero ¿podría hacerlo sin recurrir a los artificios y a la grandilocuencia que hoy día se estimaban obligatorios? Tenía que ser un relato sencillo, sin adornos ni excesivas digresiones. Repuse que sí, pero le advertí que no podría escribir un libro sólo sobre él. Para ese menester, él era el más indicado, y si eso era lo que quería, bastaba con que dictara sus memorias. Tampoco podría retratar su evolución limitándome a hablar de su relación con otras personas. Habría que evocar el periodo, excavar el medio social y no caer en la tentación de mirarse el ombligo. Le recordé a Heráclito: “Los hombres despiertos tienen un mundo en común, pero los hombres dormidos tienen cada uno su mundo”.

Platón lo aceptó graciosamente, aunque no pudo resistirse a exponerme a su vez una opinión, para animarme, imagino. Una derrota, me informó, podía transformarse en una victoria mediante una obra de arte. En esto no pude estar de acuerdo. La conciencia artística, incluso la más elevada, jamás conseguiría retrotraer al pasado la realidad impuesta a una sociedad por una derrota histórica. Platón subió el tono al responderme nombrando a pintores y poetas cuya obra había elevado el espíritu del pueblo a alturas impensables en tiempos difíciles. Así era, convine, habían enriquecido la vida cultural de los pobres y los vencidos proporcionándoles un útil puntal cultural, pero eso no había cambiado nada. El mundo del arte visual y el ámbito de la literatura no eran más que minúsculos islotes. El océano lo controlaban los tiburones. Platón se enfadó. Estaba trabajando en un tríptico que sería un llamamiento a las armas. Demostraría que me equivocaba. Su obra pondría en pie de guerra a la patria. Yo expresé mi escepticismo.

—Gran maestro Platón, tus visiones caerán sobre la madre patria como rayos celestiales.

—Hablar contigo es una pérdida de tiempo cuando estás así. Haz algo útil: empieza el libro. Ponte a la labor y, cuando la verdad no pueda mostrarse desnuda, vístela de humor e ironía. ¿Podrás hacerlo?

Lo intentaré.

2

Zahid dormía en la modalidad de sueño ligero, y soñaba. Era el sueño de orinar, según me contó después, el sueño de aviso por tener la vejiga llena, cuya esencia se había conservado inalterada durante toda su vida. Agua, agua que corría. Normalmente estaba dándose una ducha, aunque a veces era un grifo abierto y, en ocasiones contadas, un mar turbulento. En el colegio y en las montañas adonde íbamos a veranear con nuestras familias, Zahid me había descrito su afección con bastante detalle. Era un sistema interno de alarma burdo y efectivo. Si se demoraba demasiado, su grifo empezaba a gotear. En una ocasión, su madre facilitó una explicación más jungeana, pero no debía ser digna de mucha atención puesto que al cabo de una semana ni ella misma la recordaba.

Zahid estaba convencido de ser un caso único. Cuando era un niño de pecho, su ama de cría lo había acostumbrado pacientemente a no usar pañal enseñándole a hacer pis por el sistema de abrir un grifo y silbar el himno nacional. Y el sistema funcionó –cuando cumplió un año, se descartaron para siempre los pañales de muselina–, pero dejó una marca en su psique. Zahid solía bromear diciendo que, gracias a Alá, fue el agua la que se coló en sus sueños en lugar del himno nacional. Aunque, tras una breve discusión, decidimos que en realidad habría sido mejor al revés. Al final de una película o de una retransmisión radiofónica nunca le habría sido difícil encontrar un excusado. Mucho mejor que hacerse pis en la cama.

Andando el tiempo, cuando ya era un distinguido cirujano del corazón en Estados Unidos y trataba a personas importantes, Zahid descubrió que su sueño no era tan especial como él había creído. Esa revelación fue un desengaño. Solía bromear diciendo que había acabado con todas sus ilusiones. Fue entonces cuando decidió, en contra de los consejos de su hijo, invertir algunos ahorros en bancos y propiedades en lugares indeseables de todo el mundo: Marbella y Miami, las Bermudas y Niza y también, y esto en honor de los viejos tiempos, en un refugio de montaña del valle de Kaghan, tristemente destruido por un terremoto en 2004. Todo esto lo supe después. Sí me había enterado, cómo no, de que Zahid se había hecho republicano y había dirigido el equipo médico que operó a Dick Cheney en 1999 y le salvó la vida, pero no estaba al tanto de que se había traslado de Washington D. C. a Londres después de los atentados del 11 de septiembre, ni tampoco de que vivía semi retirado en una mansión palaciega de Richmond, con vistas al Támesis. Llevábamos casi medio siglo habitando mundos diferentes.

Cuando sonó el teléfono poco después de que amaneciera, Zahid gimió y estiró automáticamente el brazo para coger el reloj. Debía de ser una urgencia del hospital, pensó, hasta que cayó en la cuenta de que ya no estaba en activo. Eran las cinco y diez de la mañana; tenía que ser alguien del este. Las llamadas tempraneras le fastidiaban. Siempre eran de la madre patria y por lo general traían malas noticias: otra muerte en la familia, un nuevo golpe militar, un asesinato político esperado; aun así, había que atenderlas. Su mujer continuaba durmiendo. Se levantó, cogió el teléfono y fue a descorrer las cortinas. Negros nubarrones. Igual que él, la ciudad estaba aquejada de debilidad de vejiga. Soltó una maldición.

La persona que llamaba oyó sus exabruptos, se rió entre dientes y le saludó en punyabí, la lengua vernácula que supera a la más puñetera de las lenguas vernáculas, o al menos de ello se jactan sus incondicionales. Ninguna traducción puede hacer justicia a esta lengua polisémica, en la que abundan tanto los retruécanos y los dobles sentidos que algunos estudiosos han argumentado que prácticamente todos los vocablos del dialecto punyabí tiene un significado doble u oculto. No estoy seguro de que así sea, porque habría creado problemas insalvables a la religión sij, cuyo fundador, el poeta místico y visionario Nanak, gran maestro de la lengua, jamás lo habría… dicho de otro modo, el gurú Nanak debía de saber lo que se traía entre manos cuando elevó su punyabí materno a la categoría de lengua divina de la nueva religión que se escindió del hinduismo, lastrado por la división en castas.

Tampoco contribuye a simplificar los problemas de traducción la profusión de dialectos. La voz que hablaba al doctor Mian Zahid Hussain lo hacía en el dialecto gutural común en Lahore y Amritsar. En cuanto narrador, haré una traducción literal de esta primera conversación; pero como no quiero poner a prueba la paciencia del lector ni tampoco exponer mis limitaciones, en los capítulos siguientes quizá me vea obligado a adoptar de nuevo un estilo menos malsonante. O tal vez no.

—Qué tal, Zahid Mian. Salaam aleikum.
El receptor de este saludo volvió a maldecir, esta vez para sus adentros. No reconocía la voz. Desabrochándose torpemente el pijama con la mano que le dejaba libre el teléfono, entró a trompicones en el cuarto de baño y proporcionó a su neurótica vejiga el alivio que pedía a gritos justo a la vez que una deliciosa llovizna comenzaba a regar los numerosos parques y jardines particulares de Londres. Pese a tener a sus espaldas decenios de sabiduría acumulada en el hospital George Washington de Washington D.C., no sabía que hablar por teléfono directamente sobre el inodoro crea una leve distorsión, un eco que el oyente atento reconoce con facilidad. Y este oyente en particular disfrutaba sacándoles los colores a sus amigos.

—¿Tanto te asusta mi voz que te has meado, maricón?
—Discúlpame, amigo. Aquí es muy temprano. No reconozco tu voz.
—No pienso disculparte, maricón. Tu mano es tu única amiga. ¿Por qué no la enjabonas bien y te follas el puño? Quizá te ayude a reconocer mi voz, follarranas.

Este último insulto no era común en Lahore, sino patrimonio exclusivo de un viejo círculo de amigos. Zahid sonrió, esforzándose en identificar la voz que ahora le sonaba familiar a la vez que se apresuraba a librarse del goteo final con escasa eficacia. Lamentablemente, las tradiciones de nuestra fe están enfrentadas con respecto a este ritual islámico de importancia vital. El chiísmo defiende la vertiente duodecimana: hay que sacudir vigorosamente el pene una docena de veces para que no quede nada en él. Los suníes son más laxos: seis sacudidas se estiman suficientes. Con las prisas, Zahid había tirado por la vía sufí –un único meneo existencialista bien dado– y se había salpicado el pijama. Justo entonces reconoció la voz de su interlocutor.

—¡Platón! ¡Platón! Eres tú, claro.
—Me alegra que hayas reconocido tu nombre, follarranas.

La risa estridente de Zahid, ligeramente histérica, era típica de su ciudad natal. Respondió poniéndose a la altura.
—Llevas veinticinco jodidos años desaparecido, Platón. ¿Dónde te has metido, en tu culo? Llamas cuando apenas ha amanecido en este puta ciudad y te quejas de que no te reconozca. Te daba por muerto.
—Muérete tú si quieres, maricón de baja estofa. El chumino de tu madre.
—Te esfumaste, Platón, igual que tus cuadros de mierda.
—Sólo en tu mierdero mundo occidental. Las exposiciones que hago aquí siempre están a reventar.
—¿Dónde estás?
—En Lahore, pero luego me voy a Karachi. Tengo un estudio allí.
—Larga vida al Puristán. ¿Es que nunca has follado allí? ¿Por qué me llamas a estas horas? ¿Te estás muriendo? ¿Te has dado demasiada caña?¿Necesitas un trasplante de culo?
—Cierra el pico, maricón. Pensaba que ya estarías levantado. ¿No estás ayunando? ¿Es demasiado pronto para la oración matinal? He oído decir que te has vuelto religioso y te has humillado en la Meca.

Zahid se cabreó.
—Todos cambiamos, Platón. Tú también. Lo del ayuno es ir demasiado lejos. Mejor saltárselo que hacer trampa como cuando éramos jóvenes.
—Ahora muchos amigos nuestros observan el ayuno. Y ni se te ocurra llamarlos maricones. Están dispuestos a matar. ¿Por qué ibas a ser tú menos? Mira, excelso cirujano o cualquiera que sea la infecta profesión con la que te dedicas a estafar ahora, te he llamado por algo especial. Tengo el culo desgarrado, amigo. Hecho pedazos. Destrozado.
—Menuda novedad.
—El amor se ha presentado. Necesito que me ayudes. Nada de bromitas ni de preguntas indecentes sobre mi edad. Se ha presentado sin más.

Platón tenía setenta y cinco años, exactamente catorce más que nuestro país, como nunca se cansaba de repetirnos cuando éramos jóvenes. Nos sacaba unos diez años y se valía de esa diferencia de edad para jactarse de sus proezas sexuales, reales e imaginarias, sin la menor mesura. De lo poco que le gustaban las dóciles y refinadas mujeres de clase media, obsesionadas con las cremas para los granos. De cómo prefería la energía bruta y las manos encallecidas de las furcias campesinas. De todo esto estábamos al tanto. Pero ¿el amor? ¿De qué profundidades había emergido ese monstruo? Sin saber a qué atenerse, si sería verdad o una fantasía más de Platón, Zahid optó por ponerse más frívolo.
—¿Mujer, hombre o bestia?
La avalancha de improperios que desencadenó la pregunta cayó sobre el interlocutor como un chaparrón. Cuando amainó el monzón, Zahid tenía tal ataque de risa histérica que despertó a su mujer. Por su forma de reír, Jindié supo que la llamada tenía que ser de Lahore y que no eran malas noticias ni tampoco su madre. Quiso saber de inmediato quién llamaba a esas horas. En esos momentos la llovizna ya se había transformado en aguacero. Platón alcanzó a oír su melodiosa voz.
—Ah, se ha levantado la sunehri titli. Mis salaams a la gran dama, creada para enardecer la imaginación de los pintores. Dile que nuestra ciudad jamás se ha recuperado de su marcha. ¿Por qué no te ha dejado tirado para buscarse a alguien mejor? Como yo, por ejemplo. Me congratulo, maricón, de que no la hayas abandonado por otra esposa más joven. Alguna enfermera con pechos de ordeñadora…
—Platón, no son horas para…
—Seré breve. La mujer a la que amo es Zaynab. Está casada. No tiene hijos, pero adora a sus sobrinas. Necesita apoyo. Sólo me ha pedido una cosa: mi historia y la suya, recogidas en un un manuscrito, con ilustraciones a color mías. Sin ánimo de publicarlo nunca. No me preguntes por qué. No tengo ni idea. ¿Cómo voy a negarme a su única petición? Te he llamado porque no consigo dar con ese maricón que en tiempos fue amigo nuestro, Dara. No puede haberse olvidado de mí después del tiempo que pasamos juntos en los puestos de kebab y en los cafés, sobre todo en Ramadán, cuando rompíamos el ayuno cada dos por tres. Recuérdale que una vez le hice un gran favor, bastante comprometido para mí. Me prometió devolvérmelo cuando yo quisiera y el momento ha llegado. Lo necesito, Zahid Mian. Yo puedo pintar y firmar, pero para escribir necesito a otra persona. ¿O es que se ha vuelto demasiado importante para tratar con los amigos de la madre patria?
—Hazme el favor de buscar la dirección de correo electrónico de Dara, Platón. No lo veo nunca. Ese hijoputa sigue tratándome como a un traidor. Coincidimos por última vez en una boda punyabí en Nueva York. Le dirigí una sonrisa cortés y él me dio la espalda desdeñosamente. Siempre el mismo hijoputa arrogante. Puede que a ti te responda mejor.
—Métete un palo de hockey por el culo, maricón —estalló Platón—, y otro a él. No tengo correo electrónico. Esa mierda es para impotentes y maricones. Dale mi recado y mi teléfono y se acabó. Dile que el mío lo tengo malamente desgarrado. Estoy muy necesitado de la ayuda de ese follapuños. Si te da vergüenza, pídele a la Mariposa de Oro que lo llame ella. Seguro que me hace ese favor.

La referencia al palo de hockey despertó viejos recuerdos. Cómo no se iba a acordar Platón, con su memoria de elefante, de que Zahid detestaba ese deporte. El padre de Zahid había capitaneado el equipo de la universidad del Punyab a finales del siglo XIX y unos años después marcó en las Olimpiadas el gol que le valió la medalla de plata a la madre patria. Con eso cosechó la aclamación popular, pero no la de sus amigos comunistas. Impulsado por el desdén de éstos, rechazó la medalla y el dinero que le ofrecía el gobierno. Zahid no tenía más que seis años en aquel entonces, pero crecer rodeado de medallas y copas deportivas alimentó su aversión al hockey. Su padre abandonó el deporte por los negocios y tuvo parejo éxito al montar una empresa de importación—exportación que prosperó con ayuda de los funcionarios necesitados de comisiones. La reacción de Zahid fue incorporarse a una célula comunista clandestina, con lo que consolidó nuestra amistad. Pero en la madre patria nada es completamente clandestino y su afiliación era del dominio público.

Zahid accedió de mala gana a hacer la fatídica llamada. Mi teléfono sonó unas horas más tarde, cuando estaba enfrascado en prepararme un café. Si me hubiera dejado llevar por mi primer impulso habría colgado, pero la mención de Platón me frenó. Llevaba cuarenta y cinco años sin hablar con Zahid, desde que se marchó de Lahore a mediados de los sesenta para estudiar medicina en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore después de casarse.

Le hacía falta un certificado de “No objeción” del Ministerio del Interior si quería salir del país. Para conseguirlo, según supimos después, había revelado el paradero del camarada Tipu, un comunista bengalí de Chittagong que cursaba sus estudios universitarios en Lahore. Habíamos aprendido montones de cosas de él, porque estaba mucho más versado que nosotros tanto en los clásicos marxistas como en las relaciones prematrimoniales. Aquella primavera maldita, un burócrata amigo  advirtió a Tipu que acababan de incluirlo en la lista de personas buscadas por actividades subversivas contra el estado. Y él se sintió halagado a la vez que asustado. A nadie le gusta pensar en descargas eléctricas, en carámbanos ni en penes de la policía secreta metiéndosete a presión por el culo en un sórdido sótano del Fuerte de Lahore. Un conocido nuestro había sido torturado hasta la muerte hacía unos años. El miedo no era una reacción irracional. Tipu decidió esconderse. Una tía mía que vivía en una remota región montañosa del país estaba buscando jardinero y, aceptando mi sugerencia, Tipu puso rumbo a los montes armado con unos cuantos manuales de jardinería prestados. Meses después lo localizaron y lo detuvieron. El Departamento de Investigación Criminal había recibido un soplo y un jefe de la policía se fue de la lengua en el Gymkhana Club después de tomarse unos whiskys y empezó a alardear de que había sido el hijo de la estrella del hockey quien les había hecho el favor. Estaba presente un primo segundo mío que me transmitió debidamente la información, aunque esperó a que Zahid se hubiera marchado a Baltimore. La noticia corrió por toda la ciudad y yo rompí relaciones con Zahid. La arrogancia juvenil, ora conformista, ora rebelde, rara vez se presta a poner en cuestión o a reconsiderar seriamente actos, sucesos o experiencias. Nosotros no constituíamos una excepción. Zahid era una traidor. Lo expulsé de mis pensamientos, aunque no pude evitar enterarme de sus éxitos como cirujano.

Desde que se había trasladado a Londres, sólo habíamos cruzado hoscos saludos a distancia en alguna que otra boda y en un par de funerales, incluido el de un viejo comunista de la madre patria cuyo hijo se empeñó en celebrar una ceremonia religiosa en la opulenta y fea mezquita de Regent’s Park. Tipu, que había tenido una trayectoria desigual comerciando con armamento, también asistió y lo vi abrazando a Zahid. A esas alturas de la vida ya había llegado a conocer innumerables traiciones más graves y arteras. Zahid quizá no merecía el indulto, pero sí había que atenuar la pena. Y, sobre todo, me apetecía saber de Platón. Y de pronto, después de tantos años, quería ver a la mujer de Zahid. Me sorprendí a mí mismo al aceptar impulsivamente la invitación de ir a cenar con ellos en Richmond.

Llevábamos casi medio siglo sin hablarnos. La vejez acota el futuro y las leyes biológicas te empujan a reflexionar sobre todo en el pasado, pero yo más bien había optado por lo contrario. ¿Por qué concentrarse sólo en el pasado? Algunos amigos se han vuelto picajosos y ultrapesimistas, incapaces de verle ningún valor al mundo posmoderno. Puede que por conservadurismo biológico o por marchitamiento de las viejas esperanzas; en uno y otro caso, el resultado es la melancolía, los días cargados de desesperación y las noches reconfortadas por el alcohol.

Las amistades del colegio son notoriamente endebles. Algunas sobreviven por motivos estrictamente prácticos: los colegios privilegiados de todos los países crean redes sociales para compensar la pérdida o la inexistencia de amistades verdaderas. Zahid y yo asistimos a colegios diferentes, pero nos veíamos todos los veranos en la montaña. Sin embargo, la nuestra no era una amistad de temporada, continuábamos hablando cuando regresábamos a Lahore y, más adelante, cuando estábamos en la misma facultad, nuestras ideas políticas compartidas nos aproximaron aún más.

Durante casi diez años nos confiamos mutuamente todas nuestras fantasías políticas y sexuales. Cuando Zahid se enamoró obsesivamente de la hija de un general, se empeñaba en que lo acompañara en su Vespa a la escuela universitaria femenina donde estudiaba. Esperábamos en la calle y luego salíamos en persecución de su coche y lo adelantábamos justo cuando llegaba a casa. La chica se daba cuenta y alguna que otra vez sonreía. Y Zahib tiraba millas durante varias semanas con el recuerdo de una sola sonrisa. Después la muchacha se graduó y poco después la casaron con el vástago de una familia feudal. La propuesta de Zahid, presentada a través de su madre, había sido rechazada sin miramientos. Las inclinaciones políticas de mi amigo y el gesto de su padre de declinar los honores que se le ofrecían le habían vedado el acceso a las hijas de oficiales del ejército o de burócratas, los dos grupos que dirigían la madre patria en aquella época, dominando ese tipo de tiranías que destrozan el corazón del pueblo y doblegan su orgullo. El chico no tenía futuro. ¿Cómo iba a hacer una buena boda?
Zahid se repuso y escandalizó a sus padres al querer casarse con Jindié, la hija de un zapatero chino de Lahore, extraordinariamente acaudalado aunque modesto. Era una familia musulmana, pero los prejuicios de casta estaban muy arraigados en la madre patria. ¿La hija de un zapatero remendón para el hijo único de una próspera familia punyabí? ¿Dónde se había visto? Habría sido como casarse con una negra.

Zahid no les hizo el menor caso. “¿Quiénes somos nosotros? —se burlaba—. Campesinos descendientes de hindúes de casta baja que trabajaban el campo para alimentar a los dirigentes de la ciudad. Nuestros ancestros cultivaban nabos y calabazas; el padre de Jindié es artesano. Lo consideramos inferior sólo porque nos mide los pies para hacer sandalias”. Y se casó con Jindié, la sunehri titli, como la llamaban los amigos punyabíes de Zahid, la Mariposa de Oro. Su hermano formaba parte de nuestro círculo político.

Jindié era un prodigio de belleza e inteligencia, una combinación que no abundaba en Lahore. Tenía un aire majestuoso y, a la vez, alegre. Sus labios eran finos y sus ojos tremendamente expresivos. Había leído más libros que todos nosotros juntos, y además en tres lenguas. Tenía un conocimiento profundo de la poesía sufí punyabí y cuando cantaba su voz sonaba como una flauta. Porque a veces la oíamos cantar, sobre todo cuando se creía sola con sus hermanas y primas. Todos la amábamos. Yo más que los demás, y creo que ella me correspondía.

Se casó con Zahid justo antes de que se desvelase su traición política, aunque yo pensaba que ella tenía que estar enterada y eso me enfureció. En aquellos tiempos eran cuestiones muy importantes. Por lo tanto, también a ella la relegué al círculo más hondo de mi memoria.

Y ahora me encontraba esperando con emoción el momento de volver a verla. Nuestra relación prácticamente no había pasado del intercambio epistolar, las largas llamadas telefónicas y las citas frustradas. La última vez que nos vimos a solas, hacía cuarenta y cinco años, Jindié estaba increíblemente turbada y huyó de mí abrumada por la vergüenza.

Después la vi en la cena de despedida de un catedrático que se jubilaba a la que asistió con su hermano. La ocasión exigía formalidad y además Jindié nunca fue capaz de valerse de la coquetería. No cruzamos ni una palabra y me dio la impresión de que estaba en baja forma. Sus melancólicas ojeadas me calaron hondo, pero poco podía hacer. Unos meses después recibí una carta en la que me informaba de que se había comprometido con Zahid. Era una misiva larguísima y autojustificatoria, de esas que se les da mejor escribir a las mujeres, al menos en mi limitada experiencia. La noticia del compromiso me encolerizó tanto que no acabé de leerla. Años después me habría gustado saber si me había dirigido palabras afectuosas. La rasgué en pedacitos y la mandé a las tripas de la ciudad tirando de la cadena. Su sitio estaba en las cloacas, pensé, así las ratas podrían leer sus fragmentos. Como iba a casarse con una de ellas, Jindié apreciaría ese gesto. Años después, una amiga común me contó que no había detectado recovecos inquietantes en la vida de Jindié. Tenían dos hijos en los que centraba su existencia. Me preguntaba qué habría sido de ellos y de la vida de Jindié cuando los hijos se marcharon de casa.

Llegué temprano y di un paseo por la orilla del río. De pronto sentía un peso en la boca del estómago. ¿Y si a fin de cuentas aquello era un error? ¿Por qué iba a cenar con la perfidia? El paso del tiempo no siempre cura las heridas abiertas por conflictos políticos o emocionales. Que Tipu hubiera pasado de la política a los negocios no era una justificación retrospectiva de la traición de Zahid. En cuanto a Jindié, llevaba mucho tiempo sin pensar en ella y no pasaba de ser una entrañable presencia fantasmal cuando me venía a la memoria. Pensaba a mi pesar que el terreno neutral de un restaurante habría sido menos estresante. Regresé a mi coche aparcado, saqué la botella de vino e inspeccioné atentamente su casa de Richmond antes de alertarles de mi presencia. Era una mansión de estilo georgiano tardío a todas luces bien provista. Un jardín crecido descendía suavemente hacia el río, donde había una barca amarrada a un muelle minúsculo. Pero me avistaron, las puertas vidrieras se abrieron y Zahid salió a recibirme. No le quedaba ni un cabello en la cabeza, tan lisa y pulida como un tablero de carrom. Con el historial que teníamos, no había ni que pensar en un abrazo cálido y ni siquiera en unas palmaditas en la espalda. Nos estrechamos la mano. Y entonces salió Jindié y las nubes se disiparon. Tenía el pelo blanco, pero su rostro seguía siendo el mismo y la edad no había desdibujado su figura. Su sonrisa bastó para desbordar las desmoronadas orillas de la memoria. Acerté a decir algunas banalidades mientras entrábamos. Mientras Zahid iba a buscar algo de beber —sólo por ponérselo difícil, pedí un zumo de granada y resultó que tenían— eché un vistazo al interior de la casa.

El gran cuarto de estar era normal y corriente, de lo más convencional. Podrían haberlo sacado directamente de Interiors o alguna otra de las revistas consumistas que desacreditan las salas de espera de los dentistas. ¿Creen acaso que sus pacientes son unos descerebrados? ¿O es que pretenden compensar la astrosa decoración de sus consultas con revistas ilustradas? En las paredes, cubiertas de cuadros en su mayoría de escaso atractivo, estaba representado con escaso acierto el arte de todos los continentes. En lugar de Platón, un par de gouaches de su rival I. M. Malik, que lamentablemente hacía furor en esa época. Había también unas cuantas espadas y dagas necesitadas de que les pasaran el plumero.

El único objeto que me causó una impresión magnífica fue un biombo chino exquisitamente pintado con una estampa de tres mujeres en animada conversación. Ni la menor sugerencia en esa obra de que la existencia terrenal fuera una mera ilusión. Si me hubiera visto obligado a hacer una conjetura, habría aventurado que era de finales del XVII, obra de algún artista que inspiró a Yongzheng o fue inspirado por él. Viendo mi mirada admirativa, Jindié sonrió.

—¿Es auténtico o una copia?
—No es una copia. Es realmente de Yongzheng. Comienzos del XVIII. Un regalo de mi hijo cuando vivía en Hong Kong y ganaba más dinero del que le convenía. No tengo ni idea de cómo lo sacó del país.

Ponerse a hablar de la progenie era prematuro con la velada recién iniciada y yo estaba preguntándome dónde tendrían los libros cuando Zahid me cogió del brazo.
—Sabiendo lo exigente que eres con la comida, Jindié ha preparado un festín. Te voy a enseñar mi estudio mientras le da el toque final.

Parecían felices juntos y eso me alegró. Claro que Jindié no era de quienes aceptan estar empantanados en la desdicha durante mucho tiempo. Lo habría dejado hacía siglos.

El espacioso estudio de paredes revestidas con paneles de roble era impresionante; y la ecléctica colección de la biblioteca reflejaba con precisión los diferentes gustos de la familia.

—He comprado todos tus libros —dijo Zahid—. Me los tienes que firmar antes de irte —hablaba en punyabí, como había sido nuestra costumbre siempre que estábamos solos. Quería despejar el pasado—. Lo que más daño me hizo, Darayi, fue que os precipitarais a juzgarme sin haber hablado conmigo.

Me senté a su mesa y lo miré. Sus ojos no habían cambiado y me sostenían la mirada. Entonces me explicó lo que en realidad había sucedido. Su padre sencillamente había sobornado a un alto cargo de la policía para obtener el certificado de no objeción, y Zahid se limitó a firmar una declaración asegurando que no pertenecía a ninguna organización comunista clandestina.

—Ya no somos jóvenes, Zahid. Tratemos de no engañarnos y llamemos a las cosas por su nombre. ¿Quién traicionó a Tipu?
—¿Era yo el único al tanto de que trabajaba para tu tía?
—¿Quieres decir que fue Jamshed?
—Sí, ese cabronazo. Me lo confesó.
—¿Cuándo?
—Hace cuarenta años, cuando aún tenía remordimientos de conciencia. Me dijo que después no fue capaz de mirarte nunca más a la cara y me pidió que le perdonase por haber permitido que me cargaran con la culpa…
—Y yo que pensaba que no me miraba a la cara porque se había vuelto un negociante corrupto y amoral que les lamía el culo a todos los dictadores militares.
—¿No son todos así?

Nos echamos a reír.
—Tú me conocías mejor que nadie, Zahid. En Lahore se corrió la voz de que habías sido tú. Sabiendo que no te llamaba porque estaba encolerizado, ¿por qué no te pusiste tú en contacto conmigo? A mi juicio, tu silencio confirmaba tu culpabilidad.
—Fue el poli que aceptó el soborno quien difundió ese pérfido rumor. Mi padre tenía miedo. Si le ponía en evidencia y se lo contaba a mis amigos, seguramente me habrían retirado el certificado de no objeción y no habría podido salir del país. Sabía que si te lo explicaba plantarías cara al policía, hablarías con la prensa, se lo contarías a todo el mundo y montarías un escándalo de primera. Eso habría supuesto renunciar a estudiar en Johns Hopkins y yo me moría por ser médico. Tú mismo me animaste. Pero ha llegado el momento de la verdad y la reconciliación. Además, no me puse en contacto contigo por otro motivo.
—¿Cuál?
—Jindié. Sabía que estabais muy unidos. Tú me lo habías contado todo y pensé…
—Que piense lo que quiera, pero yo me quedo con Jindié.
—Algo por el estilo.
—Pero tú no la querías. Me lo habías dicho.
—Es cierto, pero me gustaba mucho y quería casarme con alguien. Tú la querías pero no estabas dispuesto a casarte con ella.
—Ni con nadie.
—Sí, pero ni ella ni la mayoría de las chicas pensaban así en aquellos tiempos, y mucho menos sus padres. Le ofreciste una demencial alternativa bohemia, y eso en Lahore, donde las chicas aprendían el arte de inclinarse sobre el alféizar de la ventana para echarle la vista encima al novio sin que las vieran desde la calle. Tu propuesta era absurda incluso logísticamente.
—Era una prueba para nuestro amor y Jindié no la pasó. Y si de logística y estilos de vida bohemios se trata, los profesores universitarios y los artistas los practicaban constantemente, y no sólo antes de la Partición. Platón tenía en la cabeza una lista de quién lo hacía con quién y dónde… las barcas del Ravi eran lugares de encuentro habituales. Los Jardines Lawrence a la luz de la luna mientras los lobos del zoo aullaban. Ahora el río que inundaba Lahore periódicamente con tanta arrogancia ya no lleva agua. ¿Te enamoraste de ella en algún momento?
—No, pero llegué a quererla y a respetarla. Acepta las cosas como son, Dara, por favor, hemos sido felices. Tenemos dos hijos y un nieto adorable.
—¿Qué tiene que ver la producción de hijos y nietos con la felicidad? Espero que seas feliz porque te gusta, porque puedes hablar con ella del mundo y…
—Cuando le propuse matrimonio, me dijo que nadie podría sustituirte nunca. La única condición que me puso fue que si nos marchábamos al extranjero jamás viviéramos en la misma ciudad que tú. Y como tú ya me habías condenado y ejecutado por un crimen que no había cometido, acepté su condición encantado. No hubo que hablar más.
—¿Por qué no me escribió para decirme que eras inocente?
—Ahora que vivís los dos en la misma ciudad se lo puedes preguntar.
—Me alegro de que Jamshed haya muerto. Me alegro de que hayas perdido todo el pelo y estés envejecido y decrépito.

Zahid se echó a reír a carcajadas. Era una risa natural y espontánea, que me recordó cuánto nos reíamos de jóvenes. Me miró con atención.
—¿Por qué demonios no has cambiado? ¿Es que nada te afecta?
—He cambiado más de lo que crees, pero hay cosas muy profundas y, por mucho que cambie el mundo, es un delito olvidar lo que en tiempos fue posible y puede volver a serlo.
—Siempre la puñetera política. ¿Qué fue de Tipu?
—Lo detuvieron, lo torturaron y lo mandaron de vuelta a Chittagong a petición de su tío, que era funcionario. El tío asumió plena responsabilidad por él. Tipu siempre se mantuvo en contacto conmigo. Creí que había muerto en la guerra civil de 1971, pero sólo lo hirieron. La última vez que lo vi fue en ese funeral donde te abrazó. Es traficante de armas y utiliza su pasado maoísta para buscarles a los chinos lo que necesitan. Tener una esposa parisiense le ayuda a cerrar los tratos en Francia.

Un gong, pretencioso pero eficaz, sonó en la planta baja llamándonos a cenar. La mesa estaba dispuesta como una obra de arte. Jindié debía de haber perdido la mitad del día en eso.

—Nunca pensé que cocinaría para ti.
—Ni volverás a hacerlo como no esté bueno.

Lo estaba. De hecho, era una fiel repetición de una cena yunnanesa preparada por su madre hacía siglos, de la que había disfrutado en casa de su familia en Lahore; esa cena me dio a conocer la verdadera cocina china en lugar de las porquerías que te servían en los dos restaurantes chinos de la ciudad. Qué idea tan maravillosa había tenido Jindié para revivir los deliciosos recuerdos del pasado, mezclar recetas antiguas y amor adolescente. Para empezar había tres tipos de setas, incluida la más preciada, chi-tzong, que cocinada de una forma concreta sabe a pollo. Luego kan-pa-chun o setas secas, salteadas con guindilla, cebolleta y carne de vaca; te deleitaban el paladar tanto como el primer beso de tornillo. El segundo plato era pollo servido en el mismo recipiente en el que se hacía al vapor, un artilugio semejante a una cafetera con una chimenea asomando en el centro. Se sazona con hierbas aromáticas, jengibre en cantidades generosas y más setas. Por este sistema se obtiene un pollo que se deshace en la boca y el caldo de pollo más delicioso que nunca haya probado. La guarnición eran fideos de arroz “sobre el puente” y nuo mi, ese arroz glutinoso que sólo se toma en Yunnan y en algunas regiones de Vietnam. Mis anfitriones fueron incapaces de comer los pimientos verdes picantes asados que adornaban una única colocada a mi lado; éstos también los había probado por primera vez en el banquete original de Lahore.

Y de postre ru-shan (ventilador lácteo), otra exquisitez que distingue a la cocina de Yunnan de casi todas las de otras provincias han de China. Es una especie de queso compacto y duro que se parte en lonchas finísimas en forma de aspas de ventilador y se acompaña de compota de grosella y trozos de mango. Como Jindié, igual que la mayoría de los han, tiene el estómago delicado para los productos lácteos, Zahid y yo acabamos comiendo demasiado. Rechacé el mao tai, un licor abominable cuyo nombre significa en punyabí “la muerte está cerca”.

Mi estómago se había rendido sin condiciones pero el camino a mi corazón aún estaba bloqueado por una maraña de urticantes ortigas. Ya más relajado, pregunté por sus hijos. El varón, Suleiman, se había cansado de ganar dinero a espuertas y ahora se dedicaba a la historia china. Se había enamorado de una china y vivía en Kunming. No, no era religioso en absoluto y tenía sólo un ligero interés en la política. La hija, Neelam, era religiosa y se había casado con un general en Isloo. Tenían un hijo de diez años. Sonreí pensando en que Zahid había estado locamente enamorado de la hija de un general y ahora su hija estaba casada con otro general.

Me llegó el turno de ser el interrogado, aunque saltaba a la vista que ya sabían mucho sobre mí. Fui confirmando dócilmente buena parte de la información que Jindié había recopilado sobre mi vida. Incluso rememoró un par de episodios que yo había olvidado por completo. Me había mantenido bien vigilado de lejos. Me preguntó sobre detalles de mi vida que había dado hacía mucho al olvido.

—Ya ves que, en realidad, te hemos seguido la pista a pesar de no haber estado en contacto durante tantos años —dijo Zahid—. Los espías de Jindié nos informaban de todos tus movimientos. Una vez que fuiste a dar una conferencia en la universidad de Georgetown, nos sentamos al fondo de la sala, camuflados con gafas oscuras y sombreros extravagantes para que no nos reconocieras.
—Ni sin sombrero te habría reconocido, bola de billar.

Charlé por los codos en punyabí, muy animado por la perspectiva de que al pensar en Zahid ya no volvería a hundirme en sombrías cavilaciones teñidas de repulsión. La lengua materna favorece la imprudencia y las indiscreciones, pero los dos estábamos disfrutando de la velada. Jindié no intervenía pese a que a esas alturas probablemente hablaba el punyabí mejor que Zahid. En un momento dado me pareció detectar en ella una expresión ansiosa, que no tardó en desvanecerse. Ya estaba a punto de marcharme cuando me di cuenta de que aún no habíamos hablado de los esponsales de Platón. Zahid no tenía ni idea de por qué ni con quién se había casado, o si acaso no sería una fantasía más. Reconoció que no le gustaban los cuadros de Platón ni tampoco los comprendía. Jindié no estaba en absoluto de acuerdo y los dos nos coaligamos para acusarle de tener un gusto pedestre. Yo sugerí que trasladase la obra decorativa de I. M. Malik a su estudio o al cuarto de baño. Zahid replicó que esos gouaches le habían costado un ojo de la cara y me preguntó qué favor era ese que le debía a Platón. Ante esto, Jindié no logró disimular su nerviosismo. Yo farfullé algo sobre el pasado distante y los recuerdos borrosos y me comprometí a hablar con Platón al día siguiente.

Al final, la reunión había resultado sumamente agradable. Cuando ya me iba, Jindié se ausentó un instante y regresó con un gran paquete que contenía a todas luces un manuscrito.

—Hace siglos me dijiste que debería escribir la historia de mi familia y de la larga marcha que nos llevó de Yunnan a la India. Aquí la tienes. Al principio, pensaba que estaba escribiéndola para Neelam, pero cuando se volvió tan beata supe que nunca entendería a su madre. A su juicio, la libertad siempre desemboca en el libertinaje. Pero seguí escribiendo. Como fue idea tuya, se me ocurrió entregártela a ti. En realidad es para los nietos. Aunque no pretendo publicarla, me gustaría que me dieras tu opinión. Siento haber tardado tanto.

Cogí el manuscrito, encantado, preguntándome si reflejaría la vida en los salones de Lahore. La pequeña mariposa siempre había sido muy capaz de picar como una abeja y en tiempos me divertían mucho sus mordaces descripciones de las visitas que hacía con su madre a las grandes casas de la ciudad.

—Me siento honrado y conmovido, Jindié. Si no entiendo algo, ¿te puedo llamar para que me lo expliques?
Zahid nos miró por turnos y sonrió.
—Ahora volvéis a estar en la misma ciudad. Ésta es tu casa. Y has de saber que a mí no me ha dado la oportunidad de leer el manuscrito.

Los ojos de Jindié llamearon.
—Hace mucho que dejó de leer. Sólo revistas médicas y thrillers de aeropuerto de los más ligeros. Los libros como es debido cuesta demasiado leerlos. Los tuyos acaba de comprarlos la semana pasada.
—Ya me lo ha dicho.

Era el momento de marcharme. Me levanté y le estreché la mano a Jindié, percibiendo un temblor inequívoco. Zahid me acompañó al coche.
—Ha sido un placer volver a verte.

Esta vez nos abrazamos afectuosamente, como hacen los viejos amigos. Estuve pensando en la velada durante todo el camino a casa y en los días siguientes. La causa de nuestra ruptura no había sido una traición política, ni la dura escuela del infortunio, ni mi orgullo o mi mal talante, ni su empedernida frivolidad. Había sido Jindié. No acaba de parecerme verosímil. Recordaba que Zahid me había dicho que no la encontraba atractiva y no entendía qué le veía yo. No paraba de repetirme que mi amor por ella no era tierno ni puro. Yo me defendía enérgicamente. Tierno sí era, sin duda alguna. En cuanto a la otra acusación, el amor puro raya en el éxtasis religioso y la adoración, y eso nunca me ha dicho nada. Además, es separar el amor de la pasión. El primero se reserva para la esposa y el segundo, para la cortesana y más adelante para la querida.

Cierto es que en aquel entonces él andaba obsesionado con la hija del general, pero ¿cómo pudo cambiar su imagen de Jindié en pocos años? ¿Y cómo se le ocurrió casarse con ella? Este enigma no se había despejado, pero lo importante era que no había traicionado a Tipu. En retrospectiva, no me sorprendía que el traidor hubiera sido Jamshed, cuyas actitudes políticas iban de la mano con sus relaciones sexuales, siempre efímeras. Se valía de su encanto para camuflar su ambición. Era de familia parsi modesta y no tenía más aspiración que hacerse rico, como los demás negociantes parsis que había prosperado por todo el sur de Asia, y en especial un tío abuelo suyo cuyo nombre pronunciado en punyabí significaba testículo. En cuanto Jamshed consiguió su objetivo, el encanto se esfumó y se transformó en un gángster. También su aspecto sufrió un cambio. Se hinchó como un globo y, con sus espantosas gafas oscuras, parecía un rancio chulo de putas. ¿Habría traicionado a Tipu a cambio de dinero? ¿Fue así tal vez como inició su descenso a las cloacas de los grandes negocios de la madre patria?

Platón nunca había confiado en él. Solía levantarse bruscamente cuando Jamshed llegaba a sentarse a nuestra mesa en la cafetería de la facultad. La gazmoñería asfixiaba el país en que crecimos, campo abonado para que floreciera la hipocresía en sus formas más irritantes. Por eso Platón llegó a significar tanto para nosotros. Nos instaba a no hacer caso de la religión, a renunciar a la política patrocinada por el estado, a divertirnos como deseáramos y a reírnos del oficialismo. ¿Cómo era posible que un hombre así se hubiera sumido en una crisis emocional a su edad?