Un pedazo de Cáucaso en Galilea
Carmen Rengel
Jerusalén | Marzo 2014
La Galilea israelí esconde en su corazón un pedazo del Cáucaso. Lo componen –y lo cuidan con mimo- los 4.000 circasianos que, desde 1873, residen en dos de sus villas, Rehaniya y Kfar Kama, exiliados de su tierra tras pelear contra las tropas rusas y perder a millón y medio de los suyos.
Apenas sus vecinos saben quiénes son, qué son. Los viajeros pasan por la ruta 65 sin reparar en esos pueblos, de los que sobresalen los minaretes de sus mezquitas y un puñado de palmeras. “Otra villa árabe del norte”, es el pensamiento de costumbre.
Pero no. Los que viven aquí, entre Haifa y el Lago Tiberiades, son irreductibles circasianos que mantienen vivas sus tradiciones, su lengua y sus deseos de retorno, que casi se han mimetizado con la tierra de acogida sin dejar de ser los “habitantes de la montaña”, el nombre con el que, hace siglos, fueron bautizados.
Kfar Kama (3.000 habitantes) regala mucho más que siete diferencias a quien tenga la curiosidad suficiente como para pasear por sus calles. Las casas de piedra negra, basáltica, los techos, planos o a dos aguas, siempre con tejas rojas y enormes patios cargados de flores, las calles estrechas pero ordenadas, limpísimas, la tez de sus vecinos, más clara de lo que es costumbre en Oriente Medio, las caras más anchas, de pómulos firmes, sus carteles en caracteres cirílicos, las palabras incomprensibles en boca de los residentes.
«Es como si hubieran cogido un pueblo del Cáucaso y lo hubieran trasplantado aquí», dice un estudiante local
“Es como si hubieran cogido un pueblo del Cáucaso y lo hubieran trasplantado aquí, aunque hemos añadido, claro, un par de cosas esenciales: el hebreo, el hot y los bamba”, ríe Amir Nago, estudiante de Derecho en Haifa. Por aclarar: el hot es el canal de televisión por cable y los bamba, los gusanitos con mantequilla de cacahuete que son patrimonio nacional de la gastronomía israelí.
Su familia, los Nago, hoy prósperos agricultores de frutas tropicales, fue una de las que vinieron en la primera oleada de circasianos. Hasta 12 tribus tuvieron que dejar su región en el norte del Cáucaso tras años de choques, terriblemente desgastadores, con las tropas zaristas, a finales del siglo XIX.
Éxodo masivo
El Centro de la Herencia Circasiana de la localidad calcula que el 90% de su pueblo se vio obligado a abandonar la zona para sobrevivir. El Imperio Otomano los acogió con buenas ganas, gracias a su fama de resistentes y temibles guerreros, y los fue distribuyendo por su territorio, instalándolos en zonas poco pobladas o estratégicas desde el punto de vista militar. Así fue como se disgregaron por Turquía, Egipto, Siria, Jordania y la región denominada Palestina, previa a la creación de Israel.
Rehaniya fue su primer asentamiento, levantado en 1873 y con presencia de la tribu de los abzaj. Tres años más tarde vinieron los shapsug, que fundaron Kfar Kama. En medio nació Gava, el mayor de los tres pueblos circasianos, desaparecido tras una terrible epidemia de malaria que se cebó en sus tierras pantanosas.
El Centro de la Herencia Circasiana calcula que el 90 % de su pueblo tuvo que abandonar el Cáucaso para sobrevivir
Zuhair Thawcho, director del centro, un lugar humilde que rezuma orgullo militante –pero no excluyente- por cada piedra, explica que los colocaron en zonas “importantes” que había que “vigilar”. Tuvieron cierta suerte en el trasplante de tierra, ya que en la zona, además de beduinos, comenzaron a encontrar a emigrantes de origen ruso, creadores de los primeros kibbutz, las comunas agrícolas judías. Tenían una lengua común que compartir, aunque para ambos fuera apenas la del imperio del que huían.
La alianza se hizo firme y, en los años de guerrillas judías contra el Mandato Británico, se unieron a ellos, ayudando, entre otras cosas, a traer más judíos de países orientales, vía Líbano. En la guerra de independencia de 1948 formaron parte de las fuerzas del futuro Israel, explican los paneles del centro. Por eso y porque eran de los pocos pobladores sedentarios de la zona se explica que fueran de los primeros de Galilea en tener plenas conexiones de agua, electricidad y teléfono.
La “integración”, como dice Thawcho, fue pese a todo “complicada” en los inicios. “Tuvimos que mostrar nuestras habilidades para hacernos respetar. Fuimos los primeros molineros y los mejores albañiles”, añade Khoon Shawki, historiador local. “Con el tiempo, nos hemos sentido reconocidos con quien gestiona esta tierra a la que la Historia nos ha traído. Tenemos que ser generosos con ella”, insiste.
Por eso, sus jóvenes prestan el servicio militar obligatorio en el país, del que se excluye, hasta ahora, a los árabes y a los judíos ultraortodoxos. No son pocos los que, luego, se convierten en militares profesionales o se derivan a la Policía de Fronteras. De hecho, la primera unidad de caballería de este cuerpo fue circasiana, gracias al talento guerrero de la comunidad.
El director del centro, rozando la cuarentena, extrovertido y jovial, apenas puede avanzar por el pueblo de dos en dos metros. Se para con todos los vecinos. Pero es imposible encontrar una palabra familiar en su verborrea. “Es el adigio: nosotros somos del oeste de las montañas”, explica. El idioma, parte de la rama circasiana o norcaucásica, no relacionada con ninguna otra conocida, sigue vivo tras más de un siglo en el exilio.
El Gobierno de Israel ha lanzado una ruta mixta entre villas drusas y circasianas que empieza a dejar dinero en la zona
Los niños estudian hebreo, árabe e inglés en el colegio, siguiendo el currículum ordinario de Israel, pero en estas villas el Gobierno permite añadir asignaturas de adigio y también de cultura y tradiciones circasianas, para evitar que se pierdan en esta comunidad aislada y endogámica. La primera escuela data de 1880. Los circasianos se aferran a su cultura, tabla de salvación en un entorno diferente, que a veces no es capaz de entenderlos, que observa sus costumbre como si fueran de un exotismo incomprensible. De ahí que hayan creado dos museos, uno en cada pueblo, para dar a conocer sus diferencias.
Durante mil años, los circasianos del Cáucaso fueron cristianos, explican. Hacia el siglo XVI viraron en gran parte al islam, contagiados por la influencia de los tártaros y los turcos que cruzaban por su territorio. Pero no es la religión lo que mejor los define. Es la mezcla de mitología, de narraciones populares, de música tradicional, de baile. Una explosión de vida que se celebra en el festival que, cada año, se hace en agosto y, por supuesto, en el proceso de cortejo y en las bodas.
Como narra Shawki, los chicos deben conquistar a las chicas que bailan en una enorme rueda en la que comparecen, en una lid colorida por los trajes tradicionales del Cáucaso, los pretendientes. La costumbre hace que, aún hoy, la novia sea “raptada” antes de la boda. “Es un gesto que no es dominación masculina, sino también elección de la novia. Así se deja claro que ella también consiente. Las bodas circasianas no se pueden hacer sin el consentimiento de los dos novios”, explica.
El mayor problema es encontrar pareja, reconoce, en una comunidad de 4.000 personas (la mitad menores de edad). Los encuentros mundiales de bailes tradicionales son un buen lugar para encontrar circasianos de otros lugares y establecer relaciones. Hay al menos cinco mujeres turcas llegadas a Israel por esta vía.
Sociedad en evolución
“Tenemos sentido común. El mundo evoluciona y nosotros no somos una sociedad desequilibrada. Pero hay que repetir ciertas costumbres. Somos los últimos hijos de aquellos que murieron en casa. Las tribus salieron en bloque a sus nuevos destinos. No tengo primos o tíos más que aquí. Si nos integramos y cedemos hasta en estas cosas, desapareceremos. A veces es tentador”, reflexiona Uni Kobla, farmacéutico, casado con Amina, una de las “extranjeras” a las que muchas jóvenes del pueblo aún miran de reojo.
A las puertas de Beit Shamai, el antiguo molino convertido en museo, una especie de almacén enorme, Arthie, su hermano, hace de guía a un grupo de norteamericanos. El Gobierno de Israel ha lanzado una ruta mixta entre villas drusas y circasianas que empieza a dejar dinero en la zona. Más crítico, denuncia que, pese a que están mejor que otras comunidades, la administración “no se ocupa” de sus problemas e invierte “poco” en sus necesidades. Que hasta 1958 se les aplicó la jurisdicción militar. Que a veces no se respeta su ley de mediación entre familias, la khabza. “Deberían hacer más, aunque sé que no somos de aquí”, se duele.
Habla de Israel como tierra de paso. ¿Dónde espera acabar sus días, dónde espera criar a su familia por venir? “Igual yo no lo veo, pero sé que regresaremos al Cáucaso. Seremos una república dentro de Rusia o un Estado propio. ¡Somos siete millones, un día nos escucharán!”, repite. ¿Pese a la apuesta expansionista que deja ver Crimea? “No te olvides de nosotros. Busca cada poco en los mapas. Un día nos verás ahí”, sonríe. Y sigue hablando en hebreo impecable con el nuevo grupo llegado de Ashkelon.
La diáspora circasiana
Entre 1860 y 1890, las guerras del Imperio ruso en el Cáucaso provocaron la huida en masa de los circasianos, que pronto se repartieron por todo el territorio del Imperio otomano, desde la propia Anatolia a los Balcanes, África del Norte y el Levante.
Es difícil estimar el número de circasianos en la diáspora: aunque algunos dan cifras por encima de los cinco millones, el número de los que conservan el idioma probablemente no llege al medio millón; más de la mitad de ellos vive en Anatolia. Grupos menores residen en Jordania – donde fundaron en 1890 la ciudad de Ammán, hoy capital del país -, Siria, Iraq y hasta Libia.
Varios de las tribus circasianas desaparecieron completamente del Cáucaso y sólo se conservan en la diáspora, otros, como los shapsug, se mantienen en el flanco norte de la cordillera. Hoy, unos 125.000 adigios viven en la República Autónoma de Adigea, parte de Rusia, en el Cáucaso noroccidental, alrededor de 50.000 kabardinos viven en la de Karachay-Cherkesia, y otros 500.000 en la de Kabardino-Balkaria, más al este.
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