De parte de la princesa desterrada
Ilya U. Topper
Kenizé Mourad
El perfume de nuestra tierra
Género: Ensayo
Editorial: MSur Libros
Año: 2003 (2025 en esta edición)
Páginas: 354
Precio: 18,95 €
ISBN: 978-84-129475-1-9
Idioma original: francés
Título original: Le parfum de notre terre
Traducción: Miguel Rubio

Ustedes recuerdan a Kenizé Mourad por una novela que escribió en 1988. Se llamaba De parte de la princesa muerta y vendió un millón de ejemplares en España. Si usted no la recuerda, pregunte a mamá: casi seguro que tiene el libro en alguna parte de su estantería.
La novela tenía todos los ingredientes para un bestseller: una princesa otomana, nieta de uno de los últimos sultanes, exiliada de Estambul por la llegada de la República, se cría en Líbano y acaba ser casada, no del todo contra su voluntad, a un marajá de la India… Lo mejor de todo es que la historia era completamente real: la princesa era la madre de la autora.
Kenizé Mourad (París, 1939) es la bisnieta del sultán, y quien la conoce le descubre cierto porte de princesa, aunque a ella no la criaron entre algodones. Llegó al periodismo desde abajo, conquistó con tenacidad y paciencia el puesto de reportera internacional en el semanario Le Nouvel Observateur, y como tal cubrió decenas de conflictos en medio mundo: la revolución de Jomeini en Irán en 1979, la guerra de Líbano en 1982… Una más de la tribu, con merecida fama en sus círculos. La fama mundial le llegó con la Princesa. Luego siguieron dos novelas más, ubicadas también en la India. Pero la que es periodista, es periodista, y en 2002, con la II Intifada arreciando en Palestina, Kenizé Mourad volvió a agarrar la grabadora y un billete de avión: hay que contar lo que sucede.
Kenizé Mourad no es la protagonista de este libro, pero está presente en él, un sólido personaje secundario
Lo cuenta como reportera, pero con la pluma de la novelista que sabe poblar el espacio con los mil detalles que convierten una observación en narración, crear escena, ambiente, trazar retratos psicológicos, perfilar personajes. Y es a través de estos personajes que nos cuenta Palestina y nos cuenta Israel.
Aquí hablan ellos, ellas: el palestino al que le han destruido tres veces la casa, el activista israelí que intenta ayudarle a construirla por cuarta vez, aunque volverá a pender de un hilo sobre su cabeza la excavadora. La palestina de Jerusalén que está casada con un palestino de Ramalá y no puede vivir ni con él ni sin él, no por las cosas del amor sino por las de la burocracia israelí, diseñada para desalojar un pueblo entero. La palestina de 18 años que intenta aprobar sus exámenes entre toques de queda que parecen diseñados —quizás lo sean— para hacer suspender a los estudiantes. El médico israelí que vive en un asentamiento en Cisjordania, convencido de que esta tierra es suya por orden de Dios y que los palestinos ni existen ni han existido nunca. El artista palestino al que le rompieron la mano en el interrogatorio porque se negó a ser colaboracionista. El recluta israelí que se ha hecho objetor de conciencia porque lo que ha visto hacer a sus camaradas va más allá de todo límite ético. El periodista palestino al que meten en la cárcel por escribir lo mismo que escribe la prensa israelí. El periodista israelí al que amenazan de muerte por escribir lo mismo que la prensa palestina. El exguerrillero palestino que dejó las armas y encontró el amor, pero no su tierra. El cineasta israelí que quiere luchar con armas de celuloide. La cuñada de la primera mujer kamikaze palestina, una joven que se hizo estallar en Jerusalén. La hermana de una chica israelí que murió en un atentado kamikaze en Jerusalén…
No son monólogos: la periodista pregunta, dialoga, observa, y también se observa a sí misma, como parte del elenco de personajes, apunta su forma de interferir en la vida de los otros, registra sus propios sentimientos. Consigue el difícil equilibrio de salirse de esa invisibilidad que el periodismo clásico, el buen periodismo, asigna al reportero, sin tampoco asumir el protagonismo que cierto mal periodismo moderno le adjudica. Kenizé Mourad no es la protagonista de este libro, pero está presente en él, la vemos recorrer calles, senderos de campo, puestos de control militar: es un sólido personaje secundario que estructura la historia contada por sus protagonistas y le confiere hilo y trama. De Jerusalén a Ramalá, de Galilea a Yenin y Gaza, y de ahí a los olivares donde las familias palestinas, bajo la relativa protección que les pueden brindar activistas internacionales y rabinos comprometidos con los derechos humanos, intentan cosechar sus aceitunas frente a las bocas de fusil de los colonos. Y de vuelta a Jerusalén, donde una abogada israelí, quizás la más odiada de Israel, defiendo a palestinos…
Veinte años han pasado desde entonces, veinte años en los que estos niños se han convertido en adultos
Y luego están los niños. Mourad se ha atrevido con una faceta difícil del periodismo: recoger las voces de adolescentes, de críos de ambos bandos, escuchándolos sin juzgarlos, para atisbar a través de ellos el futuro de esta tierra. Y lo que vislumbra no es bonito. Los niños palestinos cuyos padres aún intentan creer en una reconciliación ya solo ven a los israelíes como siluetas de uniforme tras un fusil. Las niñas israelíes cuyas madres aún piensan en un proceso de paz no ven a palestinos en absoluto, pero saben de ellos que hacen atentados, poco más.
Veinte años han pasado desde entonces. Veinte años en los que estos niños se han convertido en adultos, a ambos lados de una línea fronteriza cada día más difusa, porque los colonos han hecho lo posible para ir comiéndoles el terreno físico a los palestinos y el mental a los israelíes. Veinte años en los que nada se ha hecho para resolver el conflicto, salvo dejar que la espiral de la violencia cotidiana continuara una vuelta más y otra, hasta llegar al momentáneo estallido del 7 de octubre de 2023, el día del asalto de Hamás. Y digo momentáneo, porque si bien el mundo quedó pasmado, nada de lo que ha ocurrido desde entonces es nuevo.
Hablar de Palestina sin exculpar Israel es anatema no solo en Alemania, sino también en Francia: no se lo perdonaron
Porque no, la guerra no empezó el día que Hamás lanzó comandos contra unos kibutz cercanos a Gaza. Ni el día que los cazabombarderos israelíes empezaron a destruir de forma sistemática una ciudad de medio millón de habitantes. La guerra llevaba décadas instalada en esta tierra. Entre los palestinos como una conciencia cotidiana de que te pueden matar al hijo, al hermano, al padre, cualquier día de estos, sin motivo ni razón: simplemente porque es hábito disparar y derribar. Entre los israelíes, como una difusa convicción de que «los árabes» son todos kamikazes y por lo tanto, para decirlo con las palabras del cineasta Ram Loevy, «seres no humanos». «Y una vez que miras al otro como un no humano tienes derecho a hacer cualquier cosa».
Probablemente, Kenizé Mourad pensara que si alguien como ella, habituada a los platós de televisión desde su fulgurante ascenso como estrella literaria, contara el conflicto con rigor, sinceridad y pasión podría ayudar a crear conciencia, facilitar el entendimiento, acercar la paz. Pero esto no es lo que ocurrió. Publicado El perfume de nuestra tierra, la estrella desapareció de las páginas de literatura, en las redacciones de televisión dejaron de cogerle el teléfono, el mundillo de prensa y glamour la rodeó de un espeso muro de silencio. Hablar de Palestina sin exculpar Israel es anatema no solo en Alemania, donde ya se sabe, sino también en Francia. No se lo perdonaron.
El silencio ha sido tan espeso que la última novela de Mourad, En el país de los puros, ubicada en Pakistán, si bien se publicó en su editorial de siempre en 2018, no llegó ni siquiera al mercado británico, y mucho menos al español: los editores no leen libros, leen periódicos. Y los periódicos han desterrado a la princesa.
Aquí es el punto donde debería decir que menos mal que una editorial española recupera ahora El perfume… agotado desde hace años tras editarse primero por Mario Muchnik y luego por Espasa. Pero en lugar de esto tengo que hacer una declaración formal de vínculos, lo que llaman fair disclosure en inglés: formo parte de susodicha editorial, MSur Libros, y tanto este libro como el de Pakistán, de próxima aparición en el mismo sello, se editan gracias a que trabé amistad con la autora en Estambul. Pero si ustedes me siguen, sabrán que esta no es mi primera fair disclosure y que en Estado Crítico siempre barren hacia mi estantería los libros de los amigos: en algún momento me debí de labrar una fama de escribir críticas sin miramientos.
De todas formas, si algo me puede predisponer a recomendar este libro más allá de lo debido —difícil límite me parece— no es la amistad con su autora principesca, ni el vínculo editorial: son las jornadas que yo pasé, veinte largos años hace, en Palestina, entre campesinos, kibutzniks y colonos. Eso marca.
Si no saben qué quiero decir, compren el libro. Lo entenderán.
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© Ilya U. Topper (2025)