Artes

Emilio G. Ferrín

M'Sur
M'Sur
· 15 minutos
emilio ferrin (2009)

Bajo los adoquines del dogma

Le han dicho de todo. Emilio G. Ferrín (Ciudad Real, 1965) probablemente sea uno de los catedrátios más odiados en la Academia, a tenor de los espumarajos que salen en Twitter y hasta en la prensa seria cuando alguien se acerca con bloc y grabadora a sus estimados colegas. Lo último que he leído sobre él es que su teoría sobre la llegada del islam a la Península Ibérica es comparable a decir que las Pirámides las construyeron extraterrestres. Cuando en realidad es justo al revés: Emilio Ferrín defiende que el islam, a diferencia de lo que se suele creer, no cayó del cielo.

La aparición del islam en medio de los desiertos de Arabia, por un señor que se fue a la montaña y trajo un libro por infusión divina, sonaría a chiste si no se la tomaran tan en serio no solo los creyentes, sino también los historiadores. Hay que quitarse las gafas —propone Ferrín— para apreciar una realidad sencilla: el islam es el resultado de una lenta evolución dentro del concierto de ramas judías, cristianas, paganas y herejes de distinto pelaje. Sencilla, decimos, porque es mucho más sencillo imaginar una realidad compleja como la vida misma, que seguir creyendo en el deus ex machina con el que los teólogos y, en su cortejo, los historiadores, intentan explicar la existencia de una religión, supuestamente íntegra e inmutable desde que apareció.

Qué es el islam no es un libro para principiantes que quieran por primera vez acercarse a una religión de la que ignoran todo, sino una reflexión destinada a quienes ya conocen la versión oficial y, quizás hartos de su resabio celestial, desean escarbar en sus postulados con el rastrillo del razonamiento. Descubrirán que bajo los adoquines del dogma no está la arena de desierto.

[Ilya U. Topper]

¿Qué es el islam?

A Salman Rushdie, por elegir el humor.
A Mahsa Amini, por su inocencia.
Para que el Islam prefiera ser representado por ellos.

Obertura

Hay un modo conciso de responder cabalmente a la pregunta de este libro, que entrecomillo para destacar su literalidad: «¿Qué es el islam? La apertura del pueblo elegido». Así quedaría; esa sería la respuesta corta a la pregunta que nos une y ocupa aquí hoy. Cinco palabras para resumir la relación de páginas que aquí empieza, pero que sirven como primera línea, no como última; como predisposición, no como conclusión.

Entiendo esa «apertura del pueblo elegido» en tanto que ruptura de vallas o compartimentos estancos, superación de muros, ampliación, extensión a toda la humanidad, de aquella vieja «Alianza con Dios» que otros pueblos monoteístas pretendieron, y aún pretenden, heredar en exclusiva; monopolio discursivo, empresa narrativa.

Es solo el arranque: de verdad que explicaré con algo más de detalle, en las páginas por venir, cuanto pienso que es el islam y, así, convertiré la inercia desde esta línea inicial en un libro; una obrita que pretende sintetizar las posibles respuestas que me han ido surgiendo, durante los últimos treinta y cinco años, cada vez que me hacía yo mismo esa pregunta o cada vez que alguien me la lanzaba —«¿Qué es el islam?»—.

Mientras escribía este libro, lancé esa pregunta a cuatrocientas cincuenta personas. Más o menos, mitad mujeres y mitad hombres, restando un diez por ciento aproximado de voluntaria indefinición o desconocimiento mío. También elegí que hubiera una mitad de educados en el islam y otra mitad que no. Nunca pregunté por su fe; solo me interesaba el entorno formativo y que lo definiesen en una línea. He tenido siempre delante las respuestas, y han sido la razón del tono general del libro: no podía escribir una historieta de corta y pega, una entrada de wikipedia extendida, ante la sinceridad, incluso desnudez y crudeza, de las respuestas recibidas. A veces, también, ante su crueldad y/o evidente propaganda.

Sin embargo, esas preguntas no son nada comparadas con la cantidad de respuestas recibidas previamente, a lo largo de toda mi vida, sin haberlo pedido o preguntado yo siquiera. La gente es muy generosa contando lo que piensa, cuanto opina, que suele tomar por cuanto sabe. Porque la gente opina algo, por tanto cree que lo sabe, y te lo dice sin rodeos. En concreto, la gente sabe lo que es el islam. Todos los saben. Lo han visto por televisión, lo han leído en algunos tuits, se lo ha contado papá o mamá, el camarero amigo, el párroco, el marroquí de la playa, el guía turco que conocieron en aquel viaje en globo, la peli esa de los tipos de la CIA en Kabul, la entrevista a la chica aquella con el velo. La gente sabe lo que es el islam, como sabe de fútbol o de política —he escrito en algún otro lado esta misma idea—: lo saben porque lo vieron durante esos días en que estuvieron regateando en Tánger, en el riad aquel que aparecía en Instagram.

* * *

El islam es la apertura del pueblo elegido. Aparte de esa primera respuesta directa, salpimentada después con un párrafo de gruñidos, se me ocurre continuar con una batería de otras respuestas posibles, complementarias. Una lista sin pretensión de exhaustividad; una relación yuxtapuesta de posibles aproximaciones con las que he respondido a veces a esa pregunta fundacional de qué cosa sea el islam, inspirándome también en algunas respuestas recibidas en mi encuesta.

Después de elaborar esa lista, dedicaré también algún tiempo más a desgranar con rodeos el porqué de ideas tales. A renglón seguido, debería esforzarme, durante algunas páginas, en describir lo que ha sido el islam en el pasado y, en las últimas líneas, al final de la última página, pretendo terminar explicando lo que, en definitiva, podrá ser el islam en el futuro; probablemente lo más relevante en torno a la pregunta que nos ocupa. Creo que así quedará completo el recorrido esperado; ya solo restaría afanarme en estar a la altura de las expectativas ajenas cuando se abre un libro con un título-pregunta tan directo, que yo pretendo moldear aquí durante algún tiempo. Pero no lo haré como si fuese un telegrama o un tuit: entiendo que distinguirás entre la claridad expositiva de ChatGPT y la compleja ambigüedad del mundo, por lo que te pido algo de paciencia para sortear alguna que otra digresión que considero necesarias.

2

Sí, creo que sí; el islam es la apertura del pueblo elegido. Pero no surgió de la nada. Su caldo de cultivo es el convulso judeocristianismo de Oriente Medio entre los siglos IV y IX, enorme arco cronológico como para despacharlo en un momento. Me recuerda al que va de los siglos VIII al XV en la historia de España, igualmente enorme y despachado también en un momento. Ese judeocristianismo tardoantiguo, matriz del islam, estaba tan cerrado y obsesionado por constituir clubes privados enfrentados sobre una base confesional, que cualquier intento de universalización de la Promesa, cualquier democratización de tanta y tan parcelada historia de Salvación, atraería sin duda a las masas, ajenas a los intríngulis de poder y teosofismo en torno a tanta discusión bizantina. Ese hecho constituye, sin duda, la clave del éxito del islam: una implosión —derrumbe de los muros hacia dentro— del entorno sectario judeocristiano durante la Antigüedad Tardía.

Me quedo con esa imagen, que excluye la opción de un ovni en las arenas del desierto —la más usual— o la otra nacida en el muy castizo ruedo ibérico: la plaga de langostas invasivas. Sí, creo que es una religión de masas por hartazgo de fronteras cerradas, y ha habido otras muy cercanas. Igualmente, creo que el islam respondió en su segunda fase, la de más importancia histórica —su expansión—, a un desencadenamiento populista por liberarse de tanto dogmatismo: no se entiende la recopilación coránica, por ejemplo, sin una voluntad inclusiva, simplificadora, furtiva. Porque el islam es una respuesta, una interpelación; el pueblo reaccionó frente a lo excesivamente complicado de una dogmática politizada. Y lo hizo con una síntesis, un meme, un mantra; con una teología de la liberación, una historia de salvación populista. Probablemente había nacido con un propósito ajeno a la eclosión de un sistema religioso nuevo, como parece poder leerse en los textos paleoislámicos; pero no es tan importante el nacimiento como los primeros pasos, decía.

También lo habré escrito en alguna otra parte: en su período de gestación, hasta los años 800, el islam no pudo hacer nada porque era precisamente el islam lo que se estaba haciendo. No es lo que se nos suele contar, desde luego. Así que, si te parece, voy a darle también un par de vueltas al otro dogma, al academicista. En lugar de plantear un primer «hecho coránico» —fase de revelación recibida— al que siguió, por su causa, un «hecho islámico» —fase de autoconciencia genésica y alienante de un pueblo en marcha—, invertiré los términos para partir de un hecho islámico lógicamente reactivo en un entorno judeocristiano. Pondré el carro detrás de los bueyes, no como estaba hasta ahora, en que la mezquita y la Academia partían de la excepcionalidad milagrosa —descenso del Libro de Dios— como génesis absoluta de un nuevo pueblo en movimiento. Desde esa reacción, producida en el ámbito de los judeocristianismos marginales, saltaremos a un hecho coránico en tanto que fase humana, colectiva, de recopilación dogmática. De narración retrospectiva, que he llamado en tantas otras ocasiones. Y es que no hay un «nosotros musulmanes» desde el arranque histórico del islam. El nacimiento del islam es el de un sujeto pasivo inicialmente. En castellano se pierde esa esencia pasiva de los nacimientos: puesto que nacemos, parece que fuese la cosa una decisión u obra propia. No así en francés, inglés, árabe o hebreo: no nacemos, sino que somos nacidos a partir de algo previo. Suelo hacer otro juego de palabras con respecto a los orígenes del islam: no soy capaz de ver su sentido activo inicial, su motor bélico, de tan recurrente aparición en todos los libros sobre el nacimiento de tal sistema religioso. No creo que diera comienzo a un tiempo de guerras, sino que aquel tiempo de guerras —ya veremos cual— dio origen al islam.

Pensemos en cuánto tiempo tardó el islam en empezar a hablar de sí mismo. Pensemos en los nombres; en aquella ciudad, después Bagdad, año 800, llamada «ciudad de la paz »; aquella cultura conocida como dar al-islam, «la casa del islam», etcétera. No parece que en esos primeros tiempos —atentos: siglo IX— hubiera una obsesión polemológica o bélica; una toma de poder que se trasluciría por entre los flecos de otro tipo de denominaciones, que hoy entenderíamos como activas, alfas, predominantes: conquistadoras. No; esa «ciudad de la paz» no era «de la victoria». Esa «casa del islam» no era «el cuartel del islam»; y así, todo. Y sí: creo que una batería limitada de posibles aproximaciones definitorias —nunca definitivas— al modo pictórico del escorzo, podría configurar un buen arranque narrativo y acabaría dando sentido a esta obertura. Me serviría de periodo de prueba para el resto del tiempo con el que cuento, como ocurre en las buenas universidades con respecto a la docencia: quince días para asistir a las clases de fulano o mengana y, si no me convence, me devuelven el dinero, tras lo que él o ella escuchará de la decana las razones por las que no dará clases ni cobrará ese año.

Por añadidura, esa batería de respuestas inconexas puede ayudarme; servirme de guía, después, para dar pie a pensamientos más elaborados. La cosa ahora es cómo arrancar; cómo manchar inicialmente el lienzo, con el firme propósito de que no quede recargado, pero que tampoco te entren ganas de ponerte a colorearlo a tu aire, al ver un resultado tan vacío, minimalista.

Quizá no sea mala idea avanzar en la senda ya marcada en la primera idea: asumido que el islam es la apertura del pueblo elegido, y como ya he apuntado esa idea de la «democratización de la Promesa», puede que el mejor marco comprensivo del islam sea asociarlo a esa voluntad de grupo ampliado. Más adelante emplearé la palabra ecumenismo, pero no me importa que vaya apareciendo ya en vuestras mentes: revolución social, ecuménica; desde y por lo comunitario que apunta a lo universal, pero a través de un régimen de conciencia individual, con las prisas de un final del mundo. Un total abandono ante la voluntad de Dios, en el entendido de que el sujeto de la historia es aquella Humanidad en su conjunto. Así sería el islam, por lo mismo, la revisión comunitaria universal de una ética —no una raza— basada en la Alianza con Dios. Menos familia cerrada, menos sangre pura, y más fe.

Sí, creo que esa idea de la Comunidad abierta como sujeto histórico es la marca diferenciadora del islam; esa Umma —comunidad, palabra que viene de madre, «umm»—; esa humanidad que supera la prelación sanguínea de versiones anteriores de pueblo elegido, tiene derecho al paraíso en tanto que tal; en tanto que comunidad universal. Todos cabemos en el jardín de eternidad por cuyos bajos discurren arroyos. Nos lo merecemos, después de tanto desierto.

3

Claro, hablamos de religión, no de un sistema filosófico. El islam no trata de plantear una pregunta —como pueda hacerse en este libro desde el título—, sino de ofrecer respuestas, en consonancia con esa gran diferencia entre los sistemas de pensamiento y de creencia: los primeros crean dudas —filosofía—, los segundos reparten certezas —religión—. Porque sí: el islam es una respuesta, una solución, un mapa del tesoro hecho público, la forma de llegar en masa al regalo de la eternidad de las almas.

Pero, ¿por qué esa obsesión por el paraíso? Bueno, ya le daremos alguna vuelta a eso, relacionada con la dureza de aquellos tiempos iniciales en aquellas geografías. Los milenarismos no cobran forma en días felices. Los apocalipsis se redactan en épocas y entornos de desastre; el género literario de las historias de salvación suele florecer en tiempos críticos. Alguna relación habrá con el contexto histórico. Y, digo yo, si el islam hubiese creado el apocalipsis invasivo que le atribuyen en los libros de historia, ¿habría redactado esa historia de sufrimiento y fin de los tiempos? Parecen los escritos de un pueblo sufriente, más que combatiente.

Pero no juzguemos, razonemos o busquemos una lógica en aquellos días desde el muy cómodo hoy. De momento, lo racional y lógico no entra en la ecuación de la fe, puesto que ésta emana libremente; ya entrará lo racional de un Dios en otro libro, pero no ahora. Resulta convincente pensar que un buen seguro a todo riesgo ofrecería más garantías que tocar madera en determinadas circunstancias, pero no todo el mundo tiene acceso a seguros a todo riesgo. ¿Suena clasista? Entonces si me vale, porque después de destacar el protagonismo de lo comunitario, quizá demos alguna vuelta por la lucha de clases.

De momento, sigamos en la otra lucha, la victoria cantada del segundo en el dilema entre lo razonable y la esperanza o el deseo: la fe. Seguramente, la pregunta acerca de qué pueda ser el islam no tenga tanto que ver con la lógica interpretativa del hoy —el modo en que debería ser o haber sido— como con la práctica histórica demostrable —el único modo en que algo se produjo—, así que podemos ahorrarnos sesudas explicaciones culturalistas sobre el sentimentalismo de pueblos primitivos; evitemos algún que otro soberbio arqueo de cejas, tan propio del analista contertulio: pipa racionalista en mano, ateísmo con póliza de seguro a todo riesgo en el cajón, orientalismo paternalista, etcétera. Ahorrémonos el presentismo, porque apenas hemos esbozado aún los comienzos de algo antiguo y no podemos meternos en la piel —contexto histórico— de quienes vivieron, o propiciaron, o asistieron al nacimiento del islam como sistema religioso independiente.

¿Que cuándo surge el islam, reconocible como tal? ¿Que cuándo termina su periodo de gestación y empiezan sus primeros pasos? Pues seguiremos la primera fecha que ya ha aparecido en este libro: no antes del año 800 de nuestra era. Lo anterior no es más que reclusión uterina, voluntad ajena, esperanza de identificación.

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© Emilio G. Ferrín: ¿Qué es el islam? | Editorial Senderos, 2024 | Extracto cedido por el autor