Entrevista

Éric Vuillard

«El poder excesivo abusa siempre»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 13 minutos
Éric Vuillard (Sevilla, Feb 2019) | © Marina Duarte / Tres Culturas


Sevilla
 | Febrero 2019

En contraste con la precisión de sus novelas, el discurso oral de Éric Vuillard (Lyon, 1968) es desbordante, apasionado. Después de darse a conocer con El orden del día, premio Goncourt, donde reflejaba las connivencias empresariales con el ascenso del nazismo, el escritor francés ha mirado hacia su país y su hito histórico más significativo en 14 de julio, publicada como la anterior en Tusquets. Vuillard visitó la Fundación Tres Culturas para hablar de él, y allí hizo gala de su amplia cultura y de sus fluidos conocimientos de español, resultado de algunos viajes de juventud como mochilero.

¿Es este un momento especialmente propicio para recordar la toma de la Bastilla?

Efectivamente. Creo que la literatura no puede disociarse de la vida política y social. Tenemos tendencia a imaginar, por un lado, la historia literaria, simple y abstracta, y la social y política. Pero ambas están ligadas entre ellas. La Revolución Francesa siempre fue un tema importante, pero hace unos 20 años empezó a hacerse una lectura muy crítica de aquellos sucesos, sobre todo por parte de un historiador llamado François Furet. Luego, tras la crisis de 2008, surgieron pueblos en Europa, en el mundo árabe, en Estados Unidos, con reivindicaciones de más libertad e igualdad. Y empezó a verse de otra manera, porque la Historia siempre se ve desde otros lugares, no hay una base empírica que dure para siempre.

¿Qué descubrió usted mientras se documentaba?

Cuando volvía leer textos sobre la Revolución Francesa, vi que una de las causas fue la deuda. La deuda del Estado se había disparado mientras la Corte llevaba un nivel de vida impresionante. La desigualdad era enorme. Obviamente, la palabra deuda no significa lo mismo en el siglo XVIII que en 2015. La Revolución Francesa son dos cosas, un movimiento político y otro popular, muy potente. El otro punto es que podríamos decir que cambió la historia de la Literatura: cambió la forma de escribir, hay un antes y un después de aquel 14 de julio. Y no solo por razones ideológicas: antes, los escritores están al servicio de los príncipes y de los notables, para divertirlos, como es el caso del gran teatro francés del XIX, y para celebrarlos. Incluso en la Ilustración, Diderot, Voltaire, escriben para ellos, y su crítica está limitada, porque no se muerde la mano que te alimenta.

¿Y después?

«La obra de Balzac, Stendhal, Victor Hugo, representa la entrada del pueblo en la literatura»

Después, el estatus del escritor cambia, pasa a escribir para el público, vive de sus derechos de autor y es más independiente. Y lo que interesa a los lectores es la vida real, las personas reales. La obra de Balzac, Stendhal, Victor Hugo, representa la entrada del pueblo en la literatura. El instrumento estaba hecho para contar la vida de los héroes, no para contar la vida colectiva del día a día. Emile Zola habla de grandes masas, grandes bloques, gentío, pero no permitía ver una cara. Es como una cámara alejada que filma a los mineros, pero no se detiene en uno. Con 14 de Julio, con los archivos que tenemos, me preguntaba si se podía escribir la revuelta a partir de los nombres reales y al mismo tiempo contar la historia colectiva.

Usted dice en un pasaje: “Pronto tendrán un nombre: se llamarán Étienne Lantier, Jean Valjean, Julien Sorel” ¿Es la misión de la literatura ponerle nombre a esos personajes, individualizarlos en esa masa?

La Revolución Francesa va a cambiar todo, pero ya había pistas. En la literatura española, por ejemplo, tenemos El Quijote, que se lee como una obra de ficción, pero ¿qué es, sino la muerte de las novelas de caballería? Y hay más molinos de viento que gigantes en nuestro mundo, ¿verdad? Emile Zola decía que un archivo, un documento real emociona más que cualquier novela, y todos lo hemos comprobado: vamos a un mercadillo, tomamos un libro, cae de él una postal, solo hay un nombre, unas señas, casi no sabemos nada, pero sentimos una emoción ligada a la realidad en sí. Para decirlo de otro modo, cuando estamos en la escuela, el profesor llama a los alumnos uno a uno para pasar lista. Cada uno de nosotros ha podido comprobar cómo nos atrapa esa belleza, hay nombres que nos gustan más que otros, algunos son extraños, hay amigos que se llaman igual…

¿Nomen est omen?

Hay un cierto misterio con los nombres propios. En la Antigüedad, la gramática distinguía el nombre común del nombre propio, éstos designaban a una sola persona, a un país, a una ciudad. Los especialistas en gramática de hoy reconocen que los nombres propios suscitan muchas cosas en la imaginación, hay todo un halo de significación en torno a estos nombres, que les da una gran fuerza poética.

¿Y en el caso concreto de la Francia de 1789?

«En la Bastilla, como el pueblo ganó su lucha, podemos acceder en los archivos a un millar de nombres»

En el caso de los nombres de la Bastilla, la importancia es que son los nombres del pueblo. Pensemos en Proust quien, antes de encontrar los nombres de Swann, Charlus o Guermantes, no era capaz de escribir En busca del tiempo perdido. Eso ocurre con todas las novelas que nos gustan: recordamos los nombres, tienen tanto encanto como la historia que cuentan. En la Bastilla, como el pueblo ganó su lucha, podemos acceder en los archivos a un millar de nombres, algo insólito en un evento colectivo de aquel tiempo. Podía fijarme en ellos, y al mismo tiempo escribir un relato colectivo con sus señas, sus oficios, sus parejas…

La cubierta de su libro es un detalle de La libertad guiando al pueblo de Delacroix. Dicen que fue un empeño suyo, ¿por qué esta imagen en concreto?

Nunca he considerado que las portadas estén solo ahí para llamar la atención del público, deberían jugar otro papel. Precisamente, este cuadro de Delacroix es una obra muy conocida y ligada a un hecho histórico, no a la Revolución Francesa, sino a la Revolución de 1830. En él vemos una bandera y muchos personajes principales, pero también otros marginales. Me senté a observarlo y reconocí este personaje, en el que no me había fijado en 30 años observándolo. Hay casi una sorpresa en su cara, como si se sorprendiera con lo que ve. Algo nada extraño en las revoluciones; la victoria colectiva siempre sorprende. La primera vez que el pueblo entró en las Tullerías parisinas, sorprendió por su audacia. Aquí hay también rabia, mezclada con la felicidad del momento. Es el detalle de un gran cuadro, donde un personaje marginal y anónimo lo pinta un gran maestro.

Un aspecto común a las dos novelas, El orden del día y 14 de julio: dan la impresión de estar hablando del presente, aunque serían teóricamente novelas históricas, aunque ahora esa etiqueta resulte un tanto peyorativa. ¿Es un efecto buscado?

«Las novelas de Agatha Christie acaban en la última página, cosa que no ocurre con Victor Hugo o Zola»

No me ofende llamarlas novelas históricas, pero si queremos ser precisos, la novela histórica a lo Dumas era una historia inventada sobre un fondo histórico. En mis libros, la historia es el desafío central, no hay personaje inventado. En una película de un director chileno, Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán, se interroga a un astrónomo en el desierto de Atacama. Le preguntan: ¿Por qué aquí? Y dice: Porque es el lugar donde el cielo es más claro en todo el planeta, y porque las estrellas son el pasado, se siguen viendo mucho tiempo después de extinguidas. Aquí hay un acceso a la realidad. La historia es un acceso a la realidad y al presente. En El orden del día, si hoy quisiera escribir cómo la élite económica se relaciona con el poder político, tendría que escribir ficción, pues no tengo ni idea de lo que se dicen los grandes empresarios con los ministros. Tolstoi podía contar qué hacía la aristocracia rusa, porque él lo era, puede escribir Guerra y paz basándose en su experiencia.

¿Y hoy?

Hoy, con la democratización a la que Tolstoi contribuyó tanto, hay que buscar otro acceso. Varoufakis contaba que durante la crisis griega se reunían los ministros de la zona euro y no podían tomar notas. No se permitía levantar archivo. Sería un problema para un escritor. Leyendo papeles de la Revolución Francesa, me interesa el momento del paro elevado, pero uno de los primeros elementos de las revueltas previas al 14 de julio, es cuando dos jefes de empresa piden que el precio del trabajo se reduzca en los salarios. En ese momento los obreros entran en huelga, el Estado los reprime, hay 300 muertos y el Estado los arroja a las catacumbas de París. El 14 de julio es una primera etapa en la constitución de un hecho político, muy heterogénea. Hay muchos obreros, pero también comerciantes, artesanos, guardia francesa, pequeños autónomos, y todos forman parte de esa multitud.

Algo que relaciona también las dos novelas es su brevedad. Sin embargo, podría haber escrito 500 páginas con el tema de cada uno. ¿Es la brevedad una forma de tomar posición?

Cuando escribo, no tengo conciencia de cuántas páginas he escrito. Un libro es para mí una manera de comprender algo. Es como un castillo de naipes, que casi es mejor no tocar mucho. Antes se pensaban los libros de un modo muy naif desde la retórica de Aristóteles, pero todo eso ha cambiado mucho. Creo que fue el cine el que trajo un nuevo discurso: con Aristóteles, la composición es un acto moral, mientras que con el cine es un hecho de significación, según cómo se compone una obra tiene un significado u otro, y yo estoy muy atento a ello. Cuando logro dar con la composición justa, paro el trabajo y lo doy por terminado. 500 páginas sobre una revuelta serían algo demasiado pesado. La literatura tiene que encontrar su tonalidad. Si queremos entender algo, como escritor al menos, necesitamos una escritura breve. Los trabajadores de hoy, que echan diez horas diarias, no tendrían tiempo de leer 500 páginas como estas.

¿Por qué todas las imitaciones contemporáneas de la Revolución Francesa, violentas o pacíficas, han fracasado? Tahrir, Gezi, Syntagma, el 15-M…

Mi último libro, La guerra de los pobres, aún no publicado, me ha hecho entender que hay dos maneras de escribir una novela: una es como algo terminado, el personaje muere, ¡fin!; o las novelas de Agatha Christie, en la que se descubre al culpable y ya se acaba el enigma; los pasajeros pueden bajarse del tren. Y no es anecdótico que sea una novela inglesa. La sociedad inglesa aún sigue siendo una sociedad feudal, muy cerrada. Las novelas de Agatha Christie son muy buenas, pero al principio de Asesinato en el Orient Exprés se cuenta como las maletas de los pasajeros definen cómo es la sociedad, vemos que en absoluto está representada toda la sociedad. Ni siquiera toda la obra de Balzac representa a toda la sociedad. Por eso las novelas de Agatha Christie acaban en la última página, cosa que no ocurre con Los miserables de Victor Hugo o Germinal, de Zola, que acaba con el anuncio de otra huelga de mineros.

¿Qué cambia de un modelo a otro?

Es una postura frente a la Historia, como si el movimiento de emancipación no se hubiera terminado aún. Y eso nos compromete, tanto el que escribe como el que lee están aún en el movimiento, y el relato cambia. Hoy no se puede escribir con la figura de narrador omnipotente, yo prefiero escribir con dudas, dando a entender que la historia no está cerrada.

Pero hablábamos del fracaso de las revoluciones…

«El poder más potente hoy es el económico, que atraviesa todas nuestras vidas»

Si solo hubieran existido los movimientos español o griego o Tahrir, pensaríamos que son episodios aislados, pero el conjunto nos da a entender que es la situación mundial la que los está provocando. Y en este sentido no creo que podamos hablar de fracaso, sino de procesos. O al menos, podemos ver por un lado el fondo, recordando a Montesquieu, según el cual todo poder es peligroso cuando es demasiado potente. Es una especie de ley de la física social: el poder excesivo abusa siempre. Hay que buscar la forma de poner límites institucionales. Y el poder más potente hoy es el económico, que atraviesa todas nuestras vidas. Nada escapa a él. Tras la caída del muro, hay una cierta timidez por parte de todos de hablar de esa excesiva potencia. ¿Qué quieres, nacionalizar el capital? El problema es que los procedimientos democráticos tienen muchos fallos.

Los chalecos amarillos son para muchos los nietos de los revolucionarios de la Bastilla. ¿Es una comparación justa?

Nunca pensé que el presente fuera peor que el pasado. Pero sin duda, los chalecos amarillos hablan de la Revolución Francesa, que es un hecho que está disponible. Desde la caída del Muro se borró del horizonte, pero sí está activa en las conciencias: se retoma con otras causas, se reinterpreta, pero sigue ahí. Por otro lado, la revolución no es solo francesa; ya en su momento lo celebran los periódicos ingleses. La ciudadanía francesa se convierte en universal, y el pueblo pasa a ser soberano para la eternidad. En América Latina o en China, la gente hace suyo el 14 de julio. Es una fecha que se ha impuesto por sí misma.

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© Alejandro Luque | Especial para M’Sur

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