Erri de Luca
«La revolución o es una necesidad, o no tiene ningún sentido»
Alejandro Luque
Tiene algo de Paul Newman, pero apenas comienza a hablar, queda de manifiesto que su seducción es de otra índole: pausado, sensato, reflexivo, Erri de Luca (Nápoles, 1950) reúne en la misma persona al intelectual y al aventurero, al hombre sensible y al hombre de acción. Militó en el grupo revolucionario Lotta Continua, fue albañil y operario en una fábrica de automóviles, viajó en plena guerra de los Balcanes como camionero voluntario y es un consumado alpinista.
Como escritor, lleva muchos años viendo sus libros editarse en España –Aquí no, ahora no, Tú, mío, Tres caballos, Montedidio, El peso de la mariposa, Lo contrario de uno, El día antes de la felicidad–, pero ha sido con su último título, Los peces no cierran los ojos (Seix Barral) con el que parece haberse dado a conocer al gran público. De Luca, una de las estrellas de la actual Feria del Libro de Madrid, sigue pareciendo en el fondo un tímido incurable, pero su capacidad para hacer diana es proverbial: por algo dicen quienes le conocen que es tan bueno con la palabra como con el cuchillo.
Dice que la nostalgia no tiene espacio en su vida. Sin embargo, la mirada al pasado es una constante en toda su obra, ¿qué busca allí?
Busco el encuentro con las personas que ya no están. De ese modo, a través de la escritura, mientras dura la escritura, yo estoy de nuevo con esas personas. Trato de entender un trozo de la vida vivida, es como una segunda vuelta, una segunda posibilidad. No es que pueda cambiar las cosas como si volviera a vivirlas, esto no puede hacerlo ni siquiera el Buen Dios. No se puede modificar el pasado. Pero las personas, en una segunda oportunidad, se vuelven algo más intenso, más esencial, quizás se comprenden mejor. Busco en el pasado una segunda posibilidad de encuentro, pero no me acompaña el sentimiento de la nostalgia, porque no me gustaría regresar a ningún momento anterior.
¿Se ha preguntado qué habría sucedido con Erri de Luca si su elección de la lengua hubiera sido el napolitano, y no el italiano?
El napolitano era mi lengua madre, una lengua completamente oral. Va muy bien para vociferar, para llorar, para pelear, para blasfemar, para cantar. Pero para meterte dentro el tiempo pasado, no va bien. Para eso se necesita una lengua distante, silenciosa, lenta, como el italiano. Por eso no habría sido nunca un escritor en napolitano.
Como Mauro Corona, recién aterrizado en España, usted es alpinista. ¿Qué ve un escritor allá arriba, que no vemos los que estamos al nivel del mar?
Mauro Corona es mi amigo, un coetáneo, aunque él es del 50, tenemos en común pedazos de vida, él ha sido durante mucho tiempo un trabajador manual, como yo… Narra historias que vienen de un cuento “a voces”. En la montaña, no veo nada más preciso de cuanto veo en tierra. La cima de una montaña, para mí, es sólo el punto más distante del cual me he alejado. La cima no me acerca a nada, a una presencia, ni al cielo. El cielo sigue siendo distante, incluso desde la cima del Everest. Pero es la meta más distante. Y es también un punto no habitable. Pero no es la meta de la travesía, la meta es el regreso a casa.
Como Ulises…
Sí. Ésa es la meta. La cima no es habitable, no me puedo instalar en ella. Las cimas, por lo tanto, están vacías.
Como todos los hombres de izquierdas, ¿se siente a veces el último hombre de izquierdas?
Siento que la palabra, la pertenencia a la izquierda, se ha vuelto una actitud individual. Un acto de voluntad, y no de pertenencia a una comunidad. Entonces, me digo de izquierdas si excluyo que exista un partido de izquierdas en Italia. Si excluyo esto, sí, admito esta dislocación, este lugar que es como un lugar de frontera. La idea de que la izquierda tiene que ver con el centro, carece de sentido. La izquierda es la extremidad: del pensamiento, del territorio, del razonamiento.
Algunos críticos italianos le acusan de ser un “D’Annunzio pintado de rojo”. ¿Qué les molesta exactamente?
Hay alguno a los que mis libros no les gustan. Como no soy un político, ni un actor, no es mi obligación gustar. A veces es bueno para la salud disgustar a otro. La ventaja en mi caso es que disgusto a personas que no me interesan lo más mínimo.
En 1980, usted participó durante 40 días en una de las últimas grandes huelgas de Italia…
El bloqueo de la fábrica…
Sí, aquello de la FIAT… ¿Cree que es el momento de retomar las viejas banderas?
No. Aquella fue una lucha de resistencia contra la expulsión. No podía vencer, podía sólo hacérsela pagar lo más caro posible a la contraparte, a la patronal. Fue justamente una lucha que ha cerrado una época, una larguísima temporada de poder obrero. Porque ser obrero en Italia fue, en los 70, un trabajo noble y político, los operarios tenían una voz política, un rango, una responsabilidad, un valor añadido. Cuando un operario tomaba la palabra en una asamblea, se producía un silencio absorbente. En el otoño del 80 aquello se acabó, pero estoy contento de haber estado presente en la fábrica La FIAT y Mirafiori, de haber pasado 40 noches de mi vida delante de la Puerta de Vehículos 11 de Mirafiori.
La caída de Berlusconi ha contentado a muchos, pero, ¿es mejor el gobierno de tecnócratas que le ha reemplazado?
No, porque la representación política que lo sostiene es la misma. Pero bajo nuestro punto de vista es un alivio al menos no ver esa siniestra figura abrir los telediarios…
Recuerdo una entrevista suya, en la que usted decía que los políticos lo que tenían que hacer era suscitar sentimientos, más que gestionar…
Sí, la habilidad de un político no es tanto hacer, como suscitar: sentimientos, esperanza, buena voluntad, legalidad, espíritu de pertenencia a una comunidad. Hoy no existen políticos, existen administradores delegados. La política ha quedado reducida a una operación societaria, y el jefe de gobierno no es más que un administrador delegado.
Antes de aquello de la FIAT, militó en Lotta Continua, con quienes defendían la violencia como método revolucionario. ¿Ha tenido alguna vez sentido la violencia?
Éramos revolucionarios. El 1900 ha sido un siglo revolucionario. ¿Por qué? Se han cambiado las relaciones de fuerza en el mundo, se han derribado los imperios coloniales, se han tumbado tiranías, la revolución rusa, la china, también la india, hubo revoluciones en África, América Latina, América Central… Las revoluciones han sido el instrumento político del siglo. Por eso, preveían el encuentro frontal en la lucha política, y también militar, con el enemigo. Las revoluciones, ganen o pierdan, no son pacíficas.
Si las armas ahora no son el camino, ¿qué podemos hacer contra eso que Raffaele Simone llama El monstruo amable, ese neoliberalismo que nos obliga a todos a consumir sin fin?
No podemos hacer gran cosa. La revolución no es un objetivo, no es la obra de un temperamento rebelde, es el fruto de una necesidad… Una necesidad por la cual las personas están dispuestas a arriesgar su propia vida, su libertad, para cambiar el presente estado de cosas. Hoy no se dan las condiciones ni la temperatura en esta pequeña Suiza nuestra, porque Europa se ha vuelto una especie de Suiza alargada, con cantones un poco más ricos y otros un poco más deprimidos. No hay condiciones ni siquiera para pronunciar la palabra revolución. No podemos hacer nada, no es una palabra que podamos invocar. La revolución no es una vocación. O es una necesidad, o no tiene ningún sentido.
O sea, nada que ver con el sentido que le dan a la palabra “revolución” los muchachos que la enarbolan en las manifestaciones de indignados en España, Italia, Wall Street…
No, no hablan de revolución, porque no tienen el objetivo de subvertir el poder político existente. Por el contrario, quieren ser escuchados, quieren ser tratados como interlocutores del poder político. Son movimientos fundamentalmente leales con la democracia, el Estado y la autoridad. Y por eso, estas grandes manifestaciones, este gran movimiento de oposición, se dirige al futuro, no tiene ninguna posibilidad de ser escuchado ahora. Sólo es noticia cuando sucede cualquier desencuentro, cuando hay episodios de violencia. La violencia es todavía una señal de alarma sonora que llama la atención.
En su novela Los peces no cierran los ojos, habla de violencia, pero también de amor y la justicia. ¿El amor y la justicia van a terminar existiendo sólo en los libros?
El amor es la energía más fuerte presente dentro del cuerpo humano. No puede faltar, como no puede faltar la sangre… Puede aparecer como un yacimiento abandonado, pero existe, como existe la fraternidad, el sentimiento de igualdad. Porque para mí, igualdad y justicia son la misma palabra. Son sentimientos inextirpables de la persona humana.
Seguro que conoce el libro de Norman Lewis, Nápoles, 1944. ¿No debería bastar leer algo así para odiar para siempre las guerras?
Mira, la guerra es odiada por aquellos que la han sufrido, o que la han hecho. Se ha vuelto una constante en la historia de la humanidad. De modo que no hay ninguna lección que se pueda extraer de la experiencia de la guerra, ninguna. La historia, en general, no es maestra de nada. No ha evitado jamás ninguna réplica de sus errores. La guerra viene maldecida por los contemporáneos, y luego espera a las generaciones sucesivas, como experiencia, para que puedan maldecirla de nuevo.
En Balcanes, adonde fue como conductor de camiones voluntario para transportar ayuda humanitaria, ¿escogió bando?
Al principio no. Luego, me he encontrado con una organización de voluntarios católicos que principalmente descargaban ayuda en la zona musulmana de Mostar y Sarajevo. Entonces era fácil, a través de ellos, estar de la parte más débil. Pero estábamos con todos, descargábamos a menudo para los desplazados serbios, también para los desplazados católicos, pero sobre todo para los musulmanes. Desde el punto de vista de la distribución de ayuda, estábamos con todas las partes…
Sí, eso quería preguntarle. Ayudó a Kosovo, pero también criticó en Belgrado los ataques de la OTAN. ¿Es posible estar a la vez con unos y con otros?
Lo de Belgrado, como sucede con cualquier otra ciudad bombardeada, es para mí el acto terrorista por excelencia. En comparación, lo que llamamos habitualmente terrorismo no son más que pálidos reflejos. Para mí, que vengo de la ciudad de Nápoles, de aquella madre que tenía como pesadilla recurrente las sirenas de alarma, la idea insoportable de que Italia se convirtiera en un tablero de bombardeos. Por eso preferí ir a una zona bombardeada. Para mi higiene mental y nerviosa, prefería estar de aquella otra parte.
¿Ha conocido el miedo?
Mira, el miedo es algo que funciona en la juventud. Luego, los miedos se adormecen… Hoy no sabría decir qué me asusta, tendría que inventarme un miedo. No, no tuve miedo en Belgrado, porque justamente estaba allí aposta, no tenía sentido ni siquiera para mí…. No corría a los refugios antiaéreos cuando sonaban las sirenas de alarma. Seguía donde estaba, en la ventana de un hotel, siendo huésped en una ciudad bombardeada.
En el libro Tuo, mio, el protagonista se siente culpable porque la generación de sus abuelos no hicieron nada contra el exterminio de los judíos. ¿Esto tiene relación con su afición a traducir la Biblia?
No, son dos cosas diferentes. Si bien soy del 1900, la destrucción de los hebreos de Europa es parte de mi educación sentimental. He querido conocer bien, al detalle, esa historia. Cuando viajé allí, uno de los héroes de mi adolescencia se llamaba Marc Edelman, que había sido uno de los comandantes de la insurrección del gueto de Varsovia. He ido a Varsovia en el 93 para el cincuentenario de la insurrección del gueto, y cuando he regresado he querido aprender yiddish, la lengua de los que habían sido destruidos, enmudecidos. Pero no tiene nada que ver con los hebreos. Es una lengua de implantación alemana, en la que escribía por ejemplo Singer, Israel, ¡no, Isaac Bashevis Singer!
Sí, escribían los dos hermanos…
Tres, eran tres hermanos, y escribía también la hermana. El padre en cambio tachaba de profanadores a quienes escribían. No ha tenido mucho éxito el buen padre Singer con sus hijos. Israel, en particular, el hijo mayor, ha sido un revolucionario. He traducido hace poco un cuento de él.
¿Qué le interesa de la literatura italiana actual?
Nada, ni de la literatura, ni del cine. Tengo una preferencia personal por Mauro Corona, combinada de afecto, simpatía, estima, en suma, una preferencia mixta. Antes de él, me gustaba un escritor llamado Francesco Biamonti, pero ha muerto, escribió poco…
¿Ha subido a la montaña con Mauro Corona alguna vez?
Sí, hemos escalado juntos muchas veces, seguiremos haciéndolo.
¿Y ha vuelto a menudo a Ischia, donde se desarrolla Los peces no cierran los ojos?
No a menudo, pero hace unos años me hicieron ciudadano honorario. No me sirve para ahorrarme ni un poco el precio del barco, pero es simpático.
Quizá escribir es su modo de volver…
Para mí sí, es un modo de habitar de nuevo. Es un acto de residencia.