Federigo Tozzi
Alejandro Luque
Poética del fragmento
Federigo Tozzi nace en Siena en 1882 en una familia de campesinos acomodados. Su padre, hombre autoritario y violento, dirigía una famosa trattoria de Siena. La madre, a la que Tozzi recuerda con cariño en toda su obra, era una mujer amable y enfermiza que perdió seis hijos antes de morir cuando Federigo contaba diez años. Su educación fue irregular.
Tozzi fue, de hecho, un autodidacta, sensible y atormentado por su padre, que odiaba su afición a las letras y deseaba que su hijo se ocupara de la administración de las fincas. Se traslada a Roma y allí se casa con la escritora Emma Palagi. Trabaja como periodista y conoce a Luigi Pirandello y, sobre todo, a Giuseppe Antonio Borgese, editor de sus obras.
Al morir su padre, Tozzi hereda las tres fincas de Siena y se dedica a la administración de la hacienda familiar sin abandonar nunca la literatura. Muere de pulmonía en Roma en 1920.
Sus obras más conocidas son la trilogía de novelas sobre la ‘imposibilidad’: Con los ojos cerrados, Tres cruces y La hacienda. Pero su obra más original es Bestias, escrita en 1917 y fruto de la adhesión de Tozzi a la ‘poética del fragmento’ difundida por el grupo artístico del periódico La Voce.
Bestias es un conjunto de 69 fragmentos que aparentemente tienen una sola cosa en común, en todos ellos aparece, de forma casual o secundaria, un animal. Los fragmentos que abren y cierran el libro se unifican por la presencia de la misma ave que tiene un valor simbólico: la alondra, el pájaro de la armonía, del acuerdo entre hombres y naturaleza.
El primer fragmento describe la dificultad de la alondra para adaptarse al mundo dominado por el hombre; en el último, el hombre llama a la alondra para entregarse a ella. El conjunto podría definirse como una novela de la ciudad de Siena y de los campos de Toscana, con sus calles y plazas, y de los hombres, animales y objetos que la pueblan.
Hay en Tozzi un respeto y una atracción por la naturaleza, tanto urbana como rural, incluso en sus aspectos más crueles, y un reconocimiento que resulta extrañamente moderno por su sentido ecológico: el de pertenencia a esa comunidad natural que le atrae tanto como le repele.
Fue el crítico Giacomo Debenedetti quien reconoció en Tozzi una innegable voluntad narrativa, que en realidad «forzaba al fragmento a convertirse en piedra y ladrillo de un edificio»: a la construcción orgánica de un texto hecho de teselas que forman un mosaico, en sintonía con otros autores de su tiempo, como Luigi Pirandello o Italo Svevo, todos ellos implicados en este «tiempo de edificar».
[Carola Moreno]
Bestias
(Capítulo 11)
Migliorini es un hombre que trabaja la tierra como jornalero; cambia de patrón casi todas las temporadas y se le da muy bien podar las viñas. Le compró a un chamarilero amigo suyo la Jerusalén liberada y el Orlando furioso: diez volúmenes en ese papel que parece de trapo y con una pequeña ilustración en cada capítulo. Cuando llega la hora del descanso, coge de la espuerta que había dejado sobre la rama de algún árbol un volumen y se lo lee a los otros.
El año que lo conocí, cuando llovía entraba en un chamizo cerca de casa donde no cabíamos más de diez sentados sobre troncos de leña seca y sobrantes de la poda. El agua goteaba por todas partes y, calando desde el tronco de un melocotonero que había crecido atravesando la entrada, formaba un charco justo en el centro. Pero Migliorini había cavado una
zanjita con la azada y levantado un arcén con la tierra sobrante, y había logrado que no se le mojaran los zapatos. Siempre encendía una pequeña fogata y tostaba las rebanadas de pan ensartándolas en un palito que iba girando mientras mantenía el Orlando abierto sobre una pierna y la otra arrodillada. Yo me habría cansado enseguida.
Al acabar cada octavilla, hacía un comentario muy suyo:
—¡No os perdáis lo bonito que es! ¿A que parece de verdad?
Y golpeaba el libro con los largos dedos terrosos. Sabía contar en pocas palabras la historia de cada personaje y contestaba todas las preguntas que le hacían los compañeros. Tenía las orejas perforadas, pero esperaba a que muriese un tío suyo que le tenía que dejar dos aros de latón. Llevaba el pelo largo por detrás, como una chica a la que le estuviese creciendo después de que se lo hubieran cortado. El sombrero le caía sobre los ojos y era muy alto. Al volver a casa, se metía la espuerta en el brazo hasta el codo. En invierno llevaba un capote azulado, y en el sombrero, en lugar de la habitual cinta negra, un trenzado negro de mujer.
Una vez, al ver un sapo, nos enseñó cómo se matan: se sacó de la boca el cachito de pan que masticaba y con la punta del cuchillo se lo metió hasta el fondo de la garganta. El sapo empezó a temblar y se puso casi amarillo; abría y cerraba los ojos, que parecían más pequeños y brillantes. Cuando llegó el patrón porque había pasado la hora del almuerzo, tiraron de una patada el animal ya muerto por el terraplén donde hacían las fosas para las vides. Y cuando el año pasado expurgaron un gran calvero junto a un bosque de robles y castaños, tan pútrido y verde que parecía una ciénaga llena de pedruscos y raíces negras, extraían del agua los sapos con una red de alambre y los echaban a un balde. Cuando el balde estaba lleno, abrían un agujero con una pala y los tiraban dentro. Después los cubrían de tierra y encima, después de aplastarla con los pies, ponían uno de los pedruscos más pesados.
Yo iba de un grupo a otro con el corazón encogido y sin decir nada porque habría sido imposible pararlos. ¡Y cómo se me llenó la boca de una saliva que parecía baba cuando vi una rana que parecía un gran bulto! Y cuando me miró con esos ojos de chica fea, más penetrantes quizá que los míos, me descompuse.
Pero hace dos años, al caer la tarde, para volver a casa tuve que andar por una senda trazada en el margen de un torrente punteado a cada paso por sauces y chopos. Mi descontento crecía como las sombras; no había nada peor que la mudanza del día en noche. Las nieblas subían desde el arroyo; los sauces goteaban, y las gotas se quedaban un instante quietas en las puntas de las hojas que miraban hacia abajo; los chopos estaban húmedos. Las colinas se oscurecían y las tierras de labor se volvían más negras. En alguna casa veía una ventana con luz. Las iglesias habían dado la hora y sus ecos me habían parecido de un azul tan sombrío y taciturno como taciturnos eran los umbrales rojos de las cabañas cerradas y las eras
desiertas.
Como el camino era largo, se me hacía oscuro enseguida y, si no llevaba compañía, caminaba más despacio a medida que tenía más prisa por llegar. ¡Cuánta tristeza desoladora y silenciosa! A veces una zarza con las ramas caídas por el suelo se me enredaba en los pantalones, y antes de liberarme aprovechaba que me habían detenido para desfogar mi inquietud mirando hacia la sombra que tenía detrás. Pero todo el arroyo estaba lleno de sapos, desde donde venía hasta donde tenía que llegar, incluso desde tan lejos que los últimos apenas se oían, y su voz, que me parecía tranquila y es en cambio trémula, me consolaba.
Recordaba entonces a todos aquellos otros a los que había visto muertos o agonizantes. Aquel al que dejaron meciéndose de una rama de sauce con un nudo corredizo; aquel otro con el vientre atravesado por una caña afilada: la caña le salía por la boca y la sangre goteaba más densa y oscura; aquel al que le habían machacado con piedras las cuatro patas; aquel otro cegado con los tizones de las brasas; aquel otro destripado con un golpe de hozuela; aquel otro aplastado aposta por las ruedas del carro; aquel otro lanzado al aire al dar un golpe sobre una tabla en vaivén; aquel otro pisoteado por los dos novios. Esos son los sapos que he visto morir en silencio con esos ojos tan suyos que brillan en la noche.
© Federigo Tozzi · 1917 | © Traducción: Carola Moreno [Cedido por Barataria · Nov 2010]