La caja
por Miguel Ángel SánchezLa caja
Era noviembre de 2012 y arreciaba un nuevo enfrentamiento entre Israel y el gobierno de Hamás: la operación Pilar Defensivo. Los informadores cubrían los bombardeos, los muertos, las maniobras políticas. Las Fuerzas de Defensa de Israel no daban tregua a la población civil. Los cristales de las ventanas saltaban por los aires y la estrecha lengua de tierra se estremecía antes de estallar en júbilo al acordarse el cese de las hostilidades. Fue entonces cuando Fathi murió, en los cinco minutos en los que las bombas asediaban Gaza con mayor virulencia: cuando estaba a punto de entrar en vigor el alto el fuego. Tenía tres meses. La caja en la que en la morgue del hospital de Shifa se habían depositado sus restos estaba sobre una camilla de metal que sobresalía en una cámara frigorífica entreabierta.
En la sala contigua, un militante de Fatah recibía el último adiós de su familia y otro hombre sin nombre, con una póstuma expresión de dolor en su rostro, esperaba sobre otra fría bandeja de acero, la boca entreabierta y los dientes blanquísimos a que alguien le reclamara… Ninguno de ellos conocería las condiciones de la tregua, ni vería si se cumplían las peticiones de paz de la comunidad internacional; ni al flamante islamista Mohamed Morsi junto a Hillary Clinton haciendo el anuncio en El Cairo. La vida de Fathi cabía en una caja de cartón.
Regresar a Gaza, aunque sea con la mente, es tan doloroso como bello. Uno es capaz de recordar los rostros y los nombres de hombres y mujeres que no son ya más que estadísticas en el recuento final de muertos de una operación militar, pero que un día amaron, odiaron, sufrieron y tuvieron hijos y esposos y amigos. También es imposible olvidar la línea del horizonte de un agua azul oscuro con los buques de guerra recortándose al fondo, y las barcas amarradas y los pescadores, negros de mar y pesadumbre, cosiendo redes, desgranando penas y enterrando muertos. La playa larga y curva que sigue al puerto y en la que se mezclan los cadáveres de alguna sardina o una enorme tortuga con las caracolas y los trozos de mármol de los restos arqueológicos hundidos frente a la costa; o el malecón construido con esos otros restos, los de los edificios bombardeados por Israel durante la Operación Plomo Fundido, cuyos hierros oxidados y retorcidos parecen un peine del viento macabro…
Y sin embargo estar lejos de ella genera una nostalgia que cuesta sacarse de encima. Es mucho lo que se aprende en poco tiempo en esos 360 kilómetros cuadrados de tierra encerrados entre Egipto, el mar Mediterráneo y la Línea Verde: de capacidad de superación, de generosidad, de fortaleza…
Volver a Gaza es volver a mirar el Mediterráneo desde un rincón privilegiado del mundo, a pesar de los islamistas y los cortes de electricidad que ahora sólo dejan 6 horas de conexión diarias y ponen en riesgo a los enfermos crónicos, mientras desquician al resto de la población, abocada a vivir en continuo cambio; a pesar de los drones, las bombas de sonido que mantienen a los niños aterrorizados temiendo un nuevo ataque, los asedios a los agricultores, el embargo de productos básicos para la subsistencia, el envenenamiento paulatino del agua… a pesar de todo eso o quizá por eso Gaza es un lugar al que merece la pena volver cuando no estallan las bombas. Para mirar al mar desde la montaña de escombros de la playa o desde una duna gigante con las chimeneas de Askelón al fondo y fumar un narguile, comer una ensalada gazatí o una maqluba olvidando la caja fuerte en la que han encerrado a más de un millón y medio de palestinos, un confinamiento en el que puedes perder a toda tu familia en cinco minutos, en la que la vida vale tan poco como el número de muertos. Eso debió de pensar Miguel Ángel Sánchez cuando cogió su estudio y, tras haber cubierto los ataques de Pilar Defensivo, regresó para retratar Gaza cuando nadie la mira.
[Nuria Tesón]