Giorgio Fontana
«No hay que hablar a la barriga, sino a la cabeza de la gente»
Alejandro Luque
Madrid | Enero 2019
Se dio a conocer hace una década como el alevín de la nueva narrativa italiana, a lo que contribuyó su aspecto juvenil. Sin embargo, las novelas de Giorgio Fontana (Saronno, 1981) poseen una profundidad que acostumbramos a atribuir en exclusiva a los autores veteranos. En España debutó con Muerte de un hombre feliz (Libros del Asteroide), la obra que le consagró con el premio Campiello, después de la cual ha visto la luz en el mismo sello –aunque es originalmente anterior en el tiempo– Por ley superior, que le valió a su vez el premio Racalmare – Leonardo Sciascia 2012, el Premio lo Straniero 2012 y la XXVI edición del Premio Chianti.
Ambas obras componen un díptico donde confluyen la justicia, la inmigración, el terrorismo de las Brigadas Rojas y la resistencia antifascista. Recientemente el autor pasó por Madrid para participar en un ciclo del Instituto de Cultura Italiana, donde accedió a hablar con MSur de estos y otros asuntos.
Se habla a menudo de una justicia para ricos y otra pobres. Pero leyendo su última novela, pensé que tal vez haya también niveles distintos en la justicia de los pobres, o como Orwell, hay unos más iguales que otros. ¿Es así?
«La culpa era siempre del pobre, del distinto, del que llegaba de África, del que no era italiano»
Es verdad. En abstracto, el sistema judicial italiano, al menos el democrático, el que vino tras el terrible paréntesis del fascismo, debería asegurar una igualdad ante la ley. A menudo es así, pero desgraciadamente a veces no lo es. Un ejemplo banal, más allá de la novela: cuando una condena comporta una pena pecuniaria, una multa, una persona con gran disponibilidad económica puede permitirse violar la norma cuantas veces quiera. Un rico puede pagar un mejor abogado, puede pagar la fianza para salir de la cárcel más fácilmente, y esto es un problema que afecta a todas las democracias del mundo. Naturalmente, en mis novelas, sobre todo en Muerte de un hombre feliz, hablo de una situación de emergencia, en el que la justicia estaba llamada a estar a la altura de la situación. Lo estuvo muchas veces, pero otras falló, como sucede en cualquier asunto humano.
¿Hay confianza hoy en la justicia italiana? Desde España tenemos la imagen de aquellos superjueces como Falcone o Borsellino, que acabaron siendo mártires, pero también de esos jueces aliados con los poderes más corruptos.
Honestamente, en cuanto a confianza popular, no sabría decirte. Pero en Italia hay todavía, desgraciadamente, la idea de que la justicia pueda hacerse cargo de las carencias de la política. Por ello, si en el Parlamento no se deciden o se aprueban leyes válidas, tal vez es la Corte Constitucional la que tenga que intervenir, demostrar que hay que cambiar esas leyes, o son las sentencias de la Magistratura las que señalen los errores del ordenamiento. Esto no es bueno, porque no es el papel de la Magistratura, sino de la política. Cuando la política es miope, ausente o incapaz de tantas formas distintas, el pueblo se confía a la justicia con una suerte de paternalismo que me parece grave para la democracia.
Cuando Por ley superior vio la luz en Italia, todavía no estaba en el poder Salvini, pero ya cundía la sensación de que ser extranjero en ese país era un problema.
Claro, ya en aquel momento sentía muy claramente el surgimiento de un racismo que ha acabado siendo institucional. He ahí el problema grave, uno de los más graves que atraviesa la Italia de hoy. Las razones escondidas ya estaban en la época, en la sociedad, en el miedo, en la desconfianza, en una reacción muy inmadura e irresponsable ante la crisis: la culpa era siempre del pobre, del distinto, del que estaba peor. Del que llegaba de África, del que no era italiano. ¿Qué quiere decir ser italiano?, quizás deberíamos empezar por ahí. Esto ha acabado siendo materia de gobierno, y tenemos un ministro del Interior, Salvini, que ha hecho de esto su bandera, y su programa político se resume en “primero los italianos”…
Como el “America first”…
Sí, todo marcado por un racismo, una discriminación de fondo muy pesada, unido a una total incapacidad de gobierno.
¿Y la izquierda? ¿Qué está haciendo la izquierda italiana para responder a esta situación? No me refiero solo a proteger la vida de los inmigrantes, sino también a solucionar los problemas de los italianos sometidos a una gran presión.
«La izquierda ha tenido una culpa considerable, no ha sabido interpretar este miedo irracional»
[ríe] Sí, pero la presión migratoria es menos fuerte de lo que parece. No ha habido un aumento de la criminalidad, los italianos no han sido expulsados de casa por los migrantes. Hay mucha propaganda ahí. Pero no es menos cierto que la izquierda ha tenido una culpa considerable, no ha sabido interpretar este miedo irracional, o al menos infundado, pero que se estaba contagiando por todas partes. Es demasiado fácil decir: “Sois todos estúpidos, sois unos cretinos”. No sabiendo hablarle al pueblo, ha perdido muchísimo. Ahora la situación es bastante preocupante, y no sabría indicarte una verdadera, real oposición a este sistema. Mi opinión personal es que lo mejor que puede llegar vendrá de la mano de la llamada sociedad civil, de lo que se mueve fuera de la política no parlamentaria, las ONGs, el voluntariado, las asociaciones de base… Todo lo que los ciudadanos, independientemente de su voto partidista, desarrollan cotidianamente: esa es para mí la fuerza más relevante en la Italia de hoy.
¿Y los intelectuales? ¿Tienen hoy un peso comparable no ya al que tenía un Pasolini en los 70, sino un Claudio Magris o un Umberto Eco en tiempos más recientes? ¿Tienen algo que decir las nuevas generaciones?
Yo espero que sí [risas], pero me doy cuenta de que tenemos poquísima influencia. No sé si tengo particularmente mucho que decir, pero mi influencia es mínima, casi nula. Continúo haciendo mi trabajo, que es el de ofrecer una visión crítica, racional, ilustrada del presente, sin ceder al irracionalismo que invade Italia y Europa, tratando de interpretar lo hechos con claridad y con ductilidad. Pero somos voces de minorías, y yo mismo me pregunto cada día qué más podría hacer. Lo único de lo que estoy convencido, tal vez me equivoco, es que no vale la pena bajar el nivel del discurso para acercarse al llamado pueblo. Hay que estar en un nivel medio, comprensible pero racional, claro. No hablar a la barriga, sino a la cabeza. Tengo mucha confianza en la racionalidad de la gente.
Es curioso, porque en una entrevista le oí referirse a su estilo como “un empeño democrático”, en el sentido de no hablar a una élite. Como Aristóteles, ¿en el término medio está la virtud?
Es un equilibrio difícil, sin duda. Yo lo que trato de hacer cuando escribo en periódicos o medios públicos es no simplificar los problemas, u ofrecer una visión que respete la dificultad, la complejidad de los temas, pero a la vez usando una lengua lo más limpia posible. Para mí es un empeño, en efecto, que tiene que ver con la democracia. Si hablo de arriba abajo, me estoy equivocando. Prefiero volverme a mi lado, y hablar de la manera más transparente que puedo. No es fácil.
¿Tiene modelos en los que fijarse en ese propósito?
Tengo modelos italianos que son Gobetti, Berneri, un intelectual anarquista que por desgracia ya nadie lee, Danilo Dolci… También Elsa Morante, que hizo un gran trabajo en este sentido. Y más allá de Italia, pienso por ejemplo en un grandísimo escritor suizo que yo admiro mucho, Stig Dagerman.
Se ha hablado mucho de usted comparándolo con Sciascia, lo que supongo será muy elogioso, pero, ¿se identifica tanto con su literatura?
«Aún se sufre en Italia la diferencia norte-sur, y es un problema eterno en mi opinión, gravísimo»
En parte sí, porque Sciascia caminaba en esa dirección. Pero al mismo tiempo, siento un poco una diversidad, evidentemente estilística, porque él escribía mucho mejor, pero esto es otro discurso… Es difícil de decir, me parece que Sciascia, en algunas cosas, resultaba un poco demasiado elusivo, ambiguo. Siempre tengo esta sensación cuando leo sus artículos, siempre hay una zona de sombra ahí. Es paradójico, porque su estilo es de una claridad absoluta, y sin embargo es a veces reticente, ambiguo. En cambio, yo prefiero ser lo más claro posible.
Cuando le pregunté a Vicenzo Consolo quién sería hoy el sucesor de Sciascia, me dio el nombre de Roberto Saviano. ¿Siente usted que tenga algo que ver con él?
[Suspira] No sé, somos tres figuras muy distintas. Los tres estamos atravesados por una idea de empeño civil, social, de responsabilidad del intelectual, y cada uno la declina, la vive de manera distinta. Sciascia tenía una visión extremadamente personal, que venía de la sicilianidad, de venir de aquella isla. Saviano vive una condición dificilísima, literalmente está pagando por su palabra, no puedo imaginarme así, soy un privilegiado en comparación. Y respecto a Saviano y Sciascia, me ocupo menos de la criminalidad. Me he ocupado de inmigración, pobreza urbana, soledad social, pero nunca de mafia. Y ellos sí hablaron de forma ilustrada de esta materia.
¿Cree que hoy sea tan distinta la mirada de un escritor del norte y uno del sur?
De un lado, seguramente, muy a menudo acusamos el efecto que ha tenido internet en aplanar las diferencias. Pero no exageraría esto, porque crecer en la provincia de Palermo y crecer en la de Milán es todavía muy distinto. Yo crecí en una provincia lombarda, a 25 kilómetros de Milán, y vivir en la ciudad ya me parecía un lujo. Aún se sufre en Italia la diferencia norte-sur, y es un problema eterno en mi opinión, un problema gravísimo. Un adolescente de Racalmuto hoy puede ver La casa de papel en Netflix como el del norte, pero su realidad cotidiana estará influenciada por una estructura social diferente. El cometido de una democracia madura sería afrontar este problema y no hablo solo de criminalidad organizada, sino de paro, de dificultad educativa, social…
El joven siciliano crece con la idea de que antes o después se marchará, por ejemplo…
Es verdad, porque todos se van. Es realmente un problema grave.
Para esta novela, usted estudió a fondo la historia de la Resistencia. ¿Qué podemos aprender de aquel tiempo, ahora que también parece que toca resistir al fascismo de nuevo?
«La violencia de los atentados ha desaparecido, pero no la otra, la de los empresarios, la de la desigualdad»
Es un problema global, sí, en especial ahora en Europa. Son muchas las lecciones que podemos recibir de aquella época, dos en particular: la primera, la oposición cotidiana y cultural que se debe hacer contra esta ola. Hace falta ser intransigente, también en las pequeñas cosas. No hay que dejar escapar nada, no hay que habituarse al racismo, al extremismo neofascista que está resurgiendo. Eso es esencial. Y segundo, comprender también la diferencia histórica. En una época en la que había regímenes totalitarios, en España, en Alemania, en Rumanía, por lo cual era necesaria una resistencia incluso armada. Hoy es todo más sutil, más complicado. Hay nuevas armas, y tenemos que inventar también las nuestras. Como aquella generación inventó su propia resistencia, su coraje, su propia ansia de libertad, a nosotros nos corresponde inventar algo distinto. No sé qué, pero nos toca a todos.
La primera reacción de los jóvenes españoles ante los buenos resultados de la extrema derecha en Andalucía fue subir a Facebook versiones de Bella Ciao. ¿Será suficiente?
Seguramente hace bien, va bien. Está claro que no basta, pero sirve para contarnos, para saber cuántos somos, cuántos reaccionamos. Pero me parece que también se puede hacer en familia, el típico primo que en Italia es fan de Salvini, y tal vez aquí un nostálgico del franquismo. Creo que con ellos hay que dejar de dar por descontado esto, y hablarlo, y tratar de convencerlos de que están incurriendo en un error gravísimo. Y será muy importante haber una oposición política real frente a todo esto.
También ha analizado usted el periodo de las Brigadas Rojas. ¿Cómo ha cambiado la violencia desde los años de plomo hasta hoy?
La violencia de los atentados, la terrorista en sentido estricto, ha desaparecido. Pero no la otra, la de los empresarios, la de la opresión social, la de la desigualdad. Si yo condeno a una familia a vivir en la pobreza, estoy ejercitando la violencia. Por desgracia, al tiempo que desaparecía la violencia física, se perdía también el deseo de sana rebelión. Las grandes masas han perdido ese empuje, o se han vuelto de derechas, o de extrema derecha, lo que es grave. Es una situación extraña, complicada, hace falta mucha frialdad y mucho estudio para entender lo que está sucediendo, por eso difiero siempre del análisis en caliente.
¿Podría haber vuelta atrás con la violencia, sería posible que regresara como algo “útil”?
No lo sé, sinceramente. Dudo fuertemente de que vuelva aquel tipo de violencia, porque la sociedad ha cambiado completamente. Si vemos lo que está sucediendo en Francia, con los gilet jaunes [chalecos amarillos], estamos asistiendo a otro tipo de violencia callejera. ¿Qué efectos tendrá, qué quieren, qué comportará? No lo sé, estoy tratando de hacerme una opinión al respecto. Pero según mi criterio, la violencia puramente terrorista es cosa del pasado. Que se den revueltas de otro tipo, puede ser, porque las situaciones se complican…
En España, en el País Vasco, se vive a veces la sensación de que nada de aquello ocurrió. ¿Hay también en Italia una necesidad de olvidar?
«Para restañar las heridas no solo es necesario recordar, sino repensar políticamente aquel tiempo»
Un poco sí. En parte lo considero humanamente comprensible, porque una época que ha traído tanto dolor, es normal querer olvidar. Del otro, haría falta restañar las heridas pero para ello creo que no solo es necesario recordar, sino también repensar políticamente aquel tiempo. Hablo de Italia porque es lo que mejor conozco, pero en todas partes habría que preguntarse: ¿cómo hemos llegado a esta violencia, a esta confrontación, a este conflicto? ¿Cuáles fueron los errores, qué ocurrió ahí? Hay que intentar retraer todo eso a través del dolor. Es difícil, es doloroso, pero sería también muy importante.
Tras su díptico, ¿qué será lo próximo suyo que puedan leer los lectores españoles?
En España no sé, en Italia te puedo decir que en dos, tres semanas saldrá un reportaje en viñetas, escrito por mi y dos personas más, sobre una bidonville [favela] de Nairobi, en Kenia, donde estuve este año. Y estoy trabajando en una larga, larga novela, que cuenta la historia de una familia en Italia, y no solo en Italia, a lo largo del siglo XX. Una novela muy ambicioso, que me tiene muy ocupado. No sé cuándo saldrá, lo estoy trabajando.
¿Es cierto que es usted uno de los guionistas de la revista Mickey? ¿No es una leyenda urbana?
Claro, yo soy uno de los guionistas. Es un trabajo que me encanta, y del que estoy muy orgulloso.
¿Cómo empezó allí? ¿Antes de ser novelista?
No, no, durante. Conocí a un editor de Topolino que trabajaba en otra casa editorial, hablamos de mi pasión por el personaje, había leído mis libros y me preguntó si querría escribir una historia. Y dije de inmediato que sí, claro.
Será consciente de que en los ambientes literarios no tienen demasiado prestigio esos empeños…
Me da igual [risas]. El ambiente literario a veces no comprende nada de los cómics, Y Topolino es un gran patrimonio, estoy muy orgulloso.
Y la guitarra, ¿qué le aporta al novelista?
Soy un guitarrista de bajo nivel, amateur, pero me relaja mucho y me permite no pensar nada mientras toco.
¿Qué hay en la lista de Spotify de Giorgio Fontana?
Ahora estoy escuchando mucho jazz contemporáneo, luego a The Smiths, Ramo, Leonard Cohen, seguramente Pantera o cualquier otro grupo metalero, que me gustan mucho.
¿Ninguno italiano?
Sí, sí, el nuevo disco de I giardini di Mirò, un grupo post-rock que amo mucho, y Tre allegri Ragazzi Morti.
Para acabar como empezamos, con la justicia, he recordado una frase de un amigo de Borges, Almafuerte, que dijo: “Solo pide justicia, pero es mejor que no pidas nada”.
[risas] Para mí, es justo pedir justicia, no lo es pedir venganza.
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© Alejandro Luque | Especial para M’Sur
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