Opinión

Gol a las gónadas

Mimunt Hamido Yahia
Mimunt Hamido Yahia
· 10 minutos

Hace muchos años, aunque a mí me parezcan pocos, los patios de recreo en los colegios eran “espacios seguros”. ¿Por qué? Porque los colegios estaban segregados, niñas a un colegio, niños a otro.

Cartel de instalaciones deportivas municipales en Estambul (2020)
| © Ilya U. T.

En ese espacio seguro, las niñas no jugábamos al fútbol. Se jugaba al elástico, a la comba y, como mucho, al balón cautivo. Mientras, en los colegios de niños, ellos se entrenaban duramente en el fútbol, en gimnasia, balonmano, baloncesto y hasta ajedrez. Sí, eso era cosa de niños. Las niñas teníamos nuestros recreos tranquilos y sosegados para poder jugar a los cromos, las estampitas y leer o criticar a alguna compañera en los corrillos del claustro que nos servía de patio de recreo.

La vida para nosotras era esa misma vida fuera del “espacio seguro” del colegio. Mientras nuestros hermanos varones cogían la merienda y salían pitando a jugar al fútbol o a sus guerras con tirachinas, a la playa o a trepar a los árboles, nosotras nos sentabamos en el escalón del portal a seguir jugando a los cromos, ayúdabamos a nuestras madres con los más pequeños y hasta hacíamos tareas hogareñas propias de adultas.

¿No soñábamos con otra vida?

Sí, soñábamos con que nos dejaban jugar al fútbol, porque a ver, darle patadas a un balón y meter un gol no era tan difícil, solo había que practicar. Pero… ¡una niña con moretones en las piernas! No!
Sí, soñábamos con jugar al baloncesto, pero ya se encargaban de decirnos que eso no era de niñas porque éramos muy bajitas (yo medía 1,70 a los 9 años).

Sí, soñabamos con ir a la playa, pescar, revolcarnos por la arena, hacer peleíllas en el agua, pero ¡no! Niñas en bañador enseñándolo todo y jugando con niños… ¡el peligro y el escándalo!

Ayer, yo, que no soporto el fútbol, estuve viendo la final femenina de la Copa del Mundo. Para apoyar a las que se han quedado por el camino

Así que crecimos conformándonos, consintiendo que se nos tratara como a seres de segunda porque las cosas eran así, y pensando cada día que en el futuro nosotras no trataríamos a nuestras hijas de esa forma. Comentábamos inocentemente en el colegio que cuando tuviésemos hijas las trataríamos igual que nuestras madres trataban a nuestros hermanos, es decir, con toda la libertad. Eran sueños inocentes, sí. Porque esas compañeras mías de antaño tuvieron hijas e intentaron tratarlas igual que sus madres las trataron a ellas. Solo que ya no pudieron. La sociedad había cambiado, no mucho, pero lo bastante como para que esas niñas se preguntaran ya seriamente por qué ellas no podían darles patadas a un balón igual que sus hermanos.

Y lo hicieron, con muchas dificultades, aguantando insultos y desprecios. Invadir el “espacio seguro” de los hombres no nos iba a salir gratis; había que pelearlo. Ellas lo entendieron así y han aguantado como jabatas, como deberíamos resistir y luchar todas por nuestros sueños. Sueños que en este país, al contrario que en otros, no dependen ya de que nos dejen o no: dependen de que nos empeñemos en realizarlos.

Muchas, es obvio, se quedarán por el camino, como se han quedado por el camino tantas mujeres que no renunciaron a sus principios a cambio de que «nos dejasen” invadir sus espacios. Hay que invadirlos porque son nuestros también y eso es lo que aún, muchas, no tienen claro.

Por todo esto, ayer, yo, que no soporto el fútbol, estuve viendo la final femenina de la Copa del Mundo. Para apoyar a todas las que se han quedado por el camino. A todas esas potenciales deportistas que no han podido hacer pódium pero se dejaron algo más que la piel para conseguirlo. A todas esas niñas y mujeres que juegan al ajedrez soñando que un día podrán enfrentarse a quien sea, hombre o mujer, y que tendrán la opción de ganar. A todas esas mujeres que no solo aguantan un entrenamiento duro, como lo hace cualquier deportista hombre que quiera llegar a lo más alto, sino que también soportan el desprecio, la incomprensión y el machismo de muchos compañeros y preparadores. Por eso para mí son doblemente fuertes, más que ellos, que no tienen que soportar, por ejemplo, que después de haber ganado un campeonato del mundo, la noticia no sean ellas y su triunfo, sino que el presidente de la Federación Española de Fútbol no solo se tocase los huevos en el palco (como si hubiera ganado él por sus cojones), sino que además se permitiera agarrar fuertemente a una de las jugadoras y plantarle un beso en los morros.

Le corresponde a la Federación tomar medidas, porque sí es una agresión a todo el fútbol femenino: le perjudica

¿Como reacciona la jugadora, Jenni Hermoso? Con unas declaraciones quitándole hierro al asunto: «El presi y yo tenemos una gran relación, fue un gesto mutuo espontáneo y de cariño». ¿Qué esperábamos? Es lo “natural” no querer opacar el éxito de todas con una anecdota desagradable que ni buscó ni, afortunadamente, la ha traumatizado. Y no me parece mal por su parte, porque lo que importa es que han ganado un campeonato del mundo, y que el presidente de la Federación sea un machista impresentable no debe empañar eso. Le corresponde a la Federación tomar las medidas pertinentes, porque sí es una agresión a todo el fútbol femenino: le perjudica. Es un abuso de poder. Si tu jefe puede hacer eso en publico, le está diciendo a preparadores, técnicos, etc. que estas cosas son cosas sin importancia: podéis hacerlo porque son mujeres.

Pues no, no pueden, pero lo siguen haciendo porque nos empeñamos en quitarle importancia a esos “gestos” aún sabiendo que la tienen. De los medios deportivos ¿qué podemos esperar? Hasta hace no muchos años, el periodismo deportivo era un feudo de hombres, y sigue siéndolo en gran medida. Disculpar a “los tuyos” es una obligación, así que si algún día son ellos los que se ponen en el punto de mira, otros los defenderán. Pasar página es lo más sensato para la jugadora, porque enfrentarse al poder solo le traería consecuencias desagradables, y lo sabe. Porque sí, las instituciones, se supone, están para defendernos de actos como este, pero solo en el papel; en realidad ni siquiera un Ministerio se atreve a enfrentarse de verdad con la potente industria del deporte.

Conociendo el poder que tiene esa industria, lo que me ha sorprendido es que incluso yo ayer caí en ese furor repentino por el fútbol. Debo decir a mi favor que cuando pienso en fútbol femenino pienso en todo lo que más arriba he explicado. Pero vamos a ponernos esas gafas moradas tan incómodas que solemos quitarnos demasiado a menudo.

La igualdad también es que un día una mujer general sea condecorada por haber ordenado masacrar una ciudad

Hace años me sorprendía cuando mis amigas, que presumían de ser mucho más modernas, abiertas y por supuesto más feministas que yo, que al fin y al cabo me había criado en el seno de una familia creyente musulmana, me invitaban a compañarlas a unas salas que se pusieron muy de moda donde unos tíos cachas se desnudaban al ritmo de “Addicted To Love”. Se bamboleaban sensualmente, se desnudaban y le tiraban los calzoncillos al público, mujeres que rugían desaforadas como si no hubiesen visto a un tío en bolas en su vida (y sí, muchas solo habían visto en bolas a su marido).

Fui solo una vez, era una discoteca, me quedé pasmada pensando en que coño tenía eso de feminista. ¡Ah, esto es la igualdad! me decían, los tíos lo hacen, pues nosotras también.

Bueno, yo estaría más atrasada en algunas cosillas, pero por aquel tiempo ganaba mucho menos que mi compañero de trabajo haciendo los dos exactamente lo mismo, así que no me costó nada ver que eso de feminismo no tenía nada.

No, yo no quería emular justo lo que de los hombres aborrecía. Y como siempre he aborrecido el fútbol no solo por el deporte en sí, sino por todo lo que representa, me pregunto: ¿queremos las feministas formar parte de ese mundo? Un mundo corrupto que corrompe, que organiza mundiales en países donde las mujeres no tienen ni el estatus de ciudadanas. Un mundo de poder y riqueza donde vemos a jugadores que si en un pasado cercano fueron inocentes niños de la calle dándole patadas a un balón, ahora son ricachones con vía libre para manosear a jovencitas en una disco, organizar orgías, comprarse un bebé o simplemente presumir de jet privado. Un mundo donde los presidentes de su federación son como reyezuelos tiránicos a los que hay que agradecerles que pidan perdón por haber violentado a una deportista. Esto también es el mundo del fútbol. ¿Queremos esto? ¿Queremos cambiarlo?

Ya sé, la igualdad es eso. La igualdad también es que un día una mujer general sea condecorada por haber ordenado masacrar una ciudad.

A una hora en coche tengo el aeropuerto que lleva el nombre de la primera piloto de combate del mundo, Sabiha Gökçen. Hija adoptiva del padre de la Turquía moderna, Mustafa Kemal Atatürk, es la única mujer entre los 20 aviadores más famosos de la historia. Participó en una guerra fratricida terrible y sigue siendo considerada un simbolo… Símbolos, el feminismo los necesita, porque el feminismo se nutre de esas mujeres que para bien o mal se atrevieron a romper las reglas, reglas patriarcales que nos dicen a nosotras qué podemos o no podemos hacer, qué carreras son las “mejores” para nosotras, qué deporte es para mujeres y cuáles no lo son.

El fútbol ha dejado de ser un deporte de hombres y las nuevas generaciones de chicas ya no tendrán como referentes a Ronaldo o Messi: ahora podrán elegir, porque tienen a Aitana Bonmatí, Jenni Hermoso, Olga Carmona, Catalina Coll… y a tantas otras deportistas. Eso es importante e importa porque queremos un mundo igualitario, para lo bueno y lo malo. Solo que en un mundo igualitario, estoy segurísima de que lo malo sería muchísimo menos malo, y no porque las mujeres seamos “distintas”, que no lo somos, no somos esa caricatura que han querido hacer de nosotras. No, no hemos nacido con el gen de “los cuidados”, ese que nos obliga a comprenderlo todo, a ser más empáticas que nadie, que nos obliga a cuidar de todos, a familiares, amigos o compañeros porque nos viene de serie.

El día que dejemos de vernos así, ese día tampoco habrá paz en el mundo, pero habrá igualdad.