La reconquista de la tierra robada
Carmen Rengel
Iqrit (Israel) | Abril 2014
“Este es el paraíso perdido”, dice Hanna Naser con su voz suave de galán. El bigotazo extendido por su sonrisa triste. Los ojos, hundidos, brillantes desde el fondo. Hanna zapatea contra el suelo claro de tierra suelta mientras habla. Su discurso parece irrebatible de tan firme. Hanna está rodeado de tumbas –su abuelo, su padre-, engalanadas con esmero por los vivos al acabar la Pascua.
No hay nada tétrico allí. El camposanto es un fortín, en realidad, único reducto que queda en pie, junto con la iglesia, de lo que un día fue Iqrit, su pueblo, el paraíso en vida. Una villa palestina desalojada por tropas israelíes en 1948, destruida más tarde en 1951, donde hoy las nuevas generaciones pelean por la reconquista. Desde hace año y medio, grupos de jóvenes se han instalado en la colina, a 600 metros de altitud, cultivando la tierra y criando animales como sus ancestros. Cada vez que avanzan, Israel destroza sus limitadas infraestructuras.
Una sentencia de la Corte Suprema de Israel avala el derecho de los vecinos al retorno. Nunca se les ha permitido, en la práctica. A menos de un mes para la visita del Papa Francisco a Tierra Santa (24, 25 y 26 de mayo), los iqritenses le han lanzado un llamamiento para que interceda por ellos, cristianos melkitas “cargados con la cruz del exilio”.
Una sentencia de la Corte Suprema de Israel avala el derecho de los vecinos de Iqrit al retorno. Nunca se les ha permitido
Iqrit, en la Galilea occidental, a menos de dos kilómetros de la frontera con Líbano, todo verde alrededor, era un pueblo eminentemente agrícola en el que vivían 616 personas (126 familias de 11 clanes diferentes) en 1948. En mayo, Israel había declarado su independencia y de seguido llegó la guerra. El Ejército sondeó la villa el 30 de octubre, descartando la presencia de guerrillas árabes y con los vecinos en la calle mostrando banderas blancas, explica Nemi Ashkar, el presidente actual de la comunidad. Al día siguiente entró en sus calles la Brigada 92.
El 6 de noviembre los soldados pidieron a los residentes -portadores todos de un documento de identidad israelí que los convertía en ciudadanos de pleno derecho- que abandonasen sus casas “sólo por dos semanas”, que se fueran a la vecina Rama. La presencia de tropas libanesas demasiado cerca era el motivo. Seguridad. Los vecinos no ofrecieron resistencia ni tomaron nada de sus viviendas. “Iban a volver”, recuerda Ashkar. Hoy, 66 años después, no lo han hecho aún.
“Mientras la gente estaba fuera, el pueblo fue declarado zona militar. Insistían en que por seguridad no era posible regresar. Se había quedado un pequeño retén de siete personas y en abril del 49 también las expulsaron. Recurrimos a los tribunales y en julio de 1951 la Corte Suprema de Israel dijo que no había base legal para mantener el desalojo. Pero el camino para ese reconocimiento fue largo, con recursos y contrarrecursos, además de falsas promesas. Cuando nos dieron la razón era tarde”, relata el portavoz. El fallo llegó cuando ya Iqrit no era más que montañas de piedras destrozadas. Siete meses antes, en la Nochebuena de 1950, las máquinas habían entrado en la aldea cristiana destrozando casa a casa. En pie quedaron el cementerio y la iglesia. La tierra fue confiscada.
En 1948, los soldados pidieron a los residentes de Iqrit que abandonasen sus casas «sólo por dos semanas»
Desde ese momento, añade Shadia Sbait, casada con un descendiente de Iqrit y hoy una de las líderes de la Iqrit Community Association, se cerró el paso a los vecinos. Era imposible acceder. “Hasta 1971 no se logró un permiso para traer a los muertos a descansar aquí. Fue en un momento en el que se reabrió el caso, algunos jóvenes vinieron a tratar de rescatar el monte, como pioneros, pero finalmente fueron expulsados. Yousef Raya, el arzobispo católico griego, hizo una huelga de hambre ante la casa de la primera ministra [Golda Meir], con grandes protestas en Jerusalén… Pero no sirvió de nada. En estas décadas siempre nos ponen las mismas excusas: que estamos en una zona caliente por su cercanía a Líbano y que el contexto no es el adecuado, hoy por las negociaciones, mañana por una Intifada. En cambio, con los pueblos judíos de los alrededores –dice la joven señalando Shomera-, nadie osa meterse”.
Hubo esperanza en 1993, cuando el entonces primer ministro, Isaac Rabin, nombró una comisión ministerial especial para estudiar su caso y el de la aldea hermana de Kfar Birim. Hubo avances. Se reconoció nuevamente el derecho al retorno, se apostó por indemnizar a los propietarios de tierras y se accedió a que se volviera a construir en el pueblo, aunque apenas en 60 hectáreas de las cerca de 2.500 que conformaban el término municipal original. Vecinos como Nabil Tousi manejan aún los planos que idearon para llevar a cabo la resurrección de Iqrit. El asesinato de Rabin paralizó infinidad de asuntos entendidos como menores. Éste fue uno. En 2003, el nuevo líder nacional, Ariel Sharon, dio orden de revertir el proceso, “por motivos de seguridad”.
La historia de Iqrit, por pasado y presente, es un buen ejemplo de la pelea de los cristianos en esta tierra, árabes con ciudadanía israelí no musulmanes, unos 50.000 según datos del Patriarcado Latino de Jerusalén, concentrados especialmente en el norte del estado. Tras la guerra del 48, quedaron dentro de un nuevo país con el que no se hermanaban ni por fe –se declaraba como hogar del pueblo judío- ni por idioma –hablan, escriben y cantan en árabe- ni por referencias culturales –de la comida al trueque en el comercio-.
Su postura, absolutamente identificada con la causa palestina y su diáspora, es la habitual en su comunidad de melkitas, muy crítica con los derechos que Israel otorga a estos ciudadanos no judíos. Desde se fueron diseminando, se lamentan los portavoces de la comunidad, han vivido como “ciudadanos de segunda”, cuando llevan aquí “más años que nadie”, dice Hanna Naser.
El anciano tenía diez años cuando lo sacaron de su casa. Recuerda “perfectamente” donde estaba, y la señala, a lo lejos, mientras conversa ante la tumba de su padre, uno de los que se jugaron el tipo en los 70. A sus 76 años, este enfermero jubilado residente en Haifa, insiste en la necesidad de la memoria como combustible para la pelea que tienen por delante.
La militancia cristiana de los melkitas les ha llevado a pedir la mediación del Papa en el conflicto
“El amor a la patria no se puede explicar. Se lleva en la sangre y en el corazón. No te puedes desprender de ella. Yo nací aquí y espero vivir aquí. Si no, me traerán muerto, pero aquí estaré”, promete. Su hijo pequeño se casa en octubre y la boda será en su pueblo. “Se llama resistencia”, dice risueño. Por eso se niega a vender su tierra, como sí hicieron algunos vecinos de los que no quiere acordarse pero se acuerda. “Ni por 10.000 dólares ni por nada”, dice ofendido.
De aquel pueblo del que se ve aún la calzada, deshecha, provienen hoy 422 familias, 1.300 personas que residen en 22 localidades diferentes, la mayoría en Haifa y Nazaret. Una piña. Todos saben la vida de todos. Todos comparten el mismo deseo de retorno. La iglesia de Nuestra Señora, levantada hace 200 años sobre las ruinas de un templo bizantino, “ejemplo de que aquí estuvieron los primeros seguidores de Jesús”, abunda Nemi Ashkar, es el centro de los peregrinajes en los que, una vez al mes, se encuentran de nuevo. Un sábado en el que se celebra la misa y luego todos comen y beben divisando las torretas de radio del Ejército, a menos de 200 metros, casi tocando a las patrullas que hacen prácticas con los aviones no tripulados que luego volarán sobre la Línea Azul. El padre Souhail Khoury, el párroco, remarca con orgullo que el Vaticano aún reconoce la plaza como activa.
Su militancia cristiana es la que les ha llevado ahora a pedir al Papa su mediación en un conflicto enquistado. En una carta datada el pasado 21 de abril, explican al pontífice su historia y, de paso, le reclaman que escuche “a un pueblo que cree que su deber como cristiano es el de no aceptar la injusticia, sino resistirse a ella”. “No queremos regresar a nuestra tierra sólo en ataúdes, sino vivos”, reza el documento. “Seguimos comprometidos a permanecer en nuestra tierra como verdaderos guardianes de los Santos Lugares y como testigos de Jesucristo”, abunda. Es seguro que una familia de Iqrit compartirá mesa con Jorge Mario Bergoglio en la comida que tendrá, el 24 de mayo, con comunidades cristianas en Belén (Cisjordania). “Entonces le diremos que no somos el pueblo silencioso de Dios”, dice el callado Rojee Atalla, un estudiante de Arquitectura en Tel Aviv, hijo de hijos de Iqrit.
Apenas dos días después de la visita de la periodista, los soldados entraron en Iqrit y lo tiraron todo de nuevo
Jóvenes como él han hecho que la aldea sea hoy noticia, más allá de su aldabonazo al Papa. Varios de ellos han decidido, poco a poco, ir reconstruyendo lo que fue el hogar de sus abuelos. En el verano de 2012, después de los campamentos que la comunidad desarrolla para los más nuevos, varios universitarios decidieron quedarse con tiendas de campaña. Con los días levantaron un huerto pequeño (patatas, cebollas, zanahorias) y llevaron mulos y gallinas. Tomaron electricidad de la iglesia y montaron una especie de cuartillo, a modo de sacristía, y unos baños. En los primeros 10 meses vieron cómo el Ejército llegaba y les tiraba todo lo que avanzaban, explica Walaa Sbait, profesor de teatro y uno de los portavoces.
Cuando esta Pascua los vecinos convocaron de nuevo a la prensa, el titular era otro: “Llevamos meses en paz. Hemos podido avanzar. Ya somos casi 30 los que nos vamos rotando aquí y cada vez tenemos más medios. Parece que han entendido que es nuestro”, decía Walaa, entre la rebeldía y la alegría. Apenas dos días después de dicha visita, Shadia Sbait contacta desesperada: los soldados, de nuevo, han entrado en Iqrit. Lo han tirado todo, “los árboles, las plantaciones, las casetas… pero vamos a reponerlo todo”. El bucle eterno de Iqrit.
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