Semana Santa en Nínive
Ethel Bonet
Karemlesh (Mosul) | Abril 2017
Sentimientos encontrados de emoción y rabia invaden el ambiente. El corazón se acelera cuando, por primera vez, se regresa de nuevo al hogar después de haber sido expulso o haber tenido que huir para salvar la vida. Son más de dos años y medio los que han pasado desde que el grupo yihadista Estado Islámico (Daesh) invadió Karemlesh, Qaraqosh, Bartella y otras pequeñas localidades de la región al sureste de Mosul. Pueblos cristianos.
Un niño salta la verja metálica de una vivienda en Karemlesh y abre el pestillo. Es Yusef, el primogénito de Alin Pos, que por primera vez entra en su casa desde el 4 de agosto de 2014. Aparte de ellos dos están la abuela y el hermano pequeño. El benjamín sube por una montaña de escombros en el jardín, mientras su hermano mayor se afana en abrir la puerta de la casa, lo que consigue después de tres intentos de patadas voladoras. La abuela entra en lo que fue su habitación y escudriña en un armario donde hay ropa hecha jirones. Finamente consigue rescatar dos escapularios de la virgen y unas crucecitas oxidadas.
“Tuve que huir de Iraq y ahora vivo en Turquía”, dice y rescata una Biblia entre las cenizas
En el porche de la vivienda, el padre Khaled rebusca entre los restos de libros quemados. “Tuve que huir de Iraq y ahora vivo en Turquía”, explica mientras rescata una Biblia entre las cenizas. Otros vecinos caminan en silencio, escudriñando cada rincón, algunos lloran por la emoción de volver a estar en su aldea natal.
Es un regreso a corto plazo, solo para el tiempo que dure una celebración de semana santa. Aunque hace ya seis meses que el Ejército iraquí expulsó al Daesh de esta región, en su avance hacia Mosul, aun no se han dado aún las condiciones para poder volver a vivir allí. Apenas 20 kilómetros más lejos al noroeste se halla el frente: en los barrios de Mosul, fuerzas iraquíes y kurdas siguen combatiendo contra los yihadistas para arrebatarles la orilla occidental.
Queda poca esperanza de que los pueblos se conviertan de nuevo en hogar. “No quiero quedarme aquí, lo hemos perdido todo. Me gustaría poder ir a Estados Unidos”, dice Rodi Raad, estudiante universitario de Karemlesh. La desgracia no es nueva. Hace doce años, Raad perdió a su padre en Mosul: Fue víctima de un atentado terrorista perpetrado por la rama iraquí de Al Qaeda, precursora del Estado Islámico. Y ahora, toda la familia vive refugiada en Erbil después de haberlo perdido todo. Como él es el mayor de la familia, ha tenido que sacar a sus hermanos adelante.
Antes de la misa en la catedral de San Jorge, los vecinos de Karemlesh van a otear sus casas
Al menos la fiesta se podrá hacer. Es la primera vez desde que en agosto de 2014, las huestes yihadistas de Abu Baker Baghdadi plantaron la insignia negra sobre la planicie de Ninive, que los cristianos de la región de Mosul celebran la Semana Santa en sus pueblos. Aquí siguen el rito católico caldeo, una de las dos principales ramas cristianas de Iraq, junta a la asiria. Los más jóvenes ayudan a montar una especie de estandarte con una estructura de hierro decorado con ramas de olivo, flores y lazadas con tiras de colores para desfilar en la procesión del Domingo de Ramos.
Antes de la misa en la catedral de San Jorge, los vecinos de Karemlesh van a otear sus casas, o lo que queda de ellas. No hay electricidad ni agua corriente, ni se han retirado aún las minas y artefactos explosivos que diseminaron los yihadistas por todas partes. Esta población, donde vivían 3.000 cristianos antes de la llegada del Daesh, se considera uno de los primeros asentamientos humanos en la antigua Mesopotamia y llegó a ser una de las ciudades asirias más importantes de Babilonia. Su casco antiguo, todo un patrimonio cultural, ha quedado reducido a escombros.
“Si no empieza pronto la reconstrucción, los cristianos no regresarán a Iraq”
Más de la mitad de viviendas del pueblo están totalmente derruidas. La otra mitad es solo parcialmente habitable. “La situación es miserable, la mayoría de las casas están destruidas, desvalijadas o quemadas. No hay muchas oportunidades para poder volver aquí”, indica el padre Thabit, de la diócesis católica caldea de Erbil.
En Erbil, capital del Kurdistán iraquí, hay más de 120.000 cristianos refugiados, prácticamente toda la población cristiana de la planicie de Nínive. Pero ahora, muchos de ellos, sobre todo los jóvenes han emigrado. Muchos se están marchando a Turquía o a Líbano y los más afortunados han conseguido asilo en Australia o Estados Unidos. “Si la situación no cambia y no empieza la reconstrucción pronto, los cristianos no regresarán a Iraq”, teme el padre Thabit.
El país albergaba probablemente a más de medio millón de cristianos – la gran mayoría caldeos – antes de la invasión estadounidense en 2003, pero la guerra civil que siguió ha impulsado a la gran mayoría a huir. En Bagdad hubo sangrientos atentados contra iglesias. Y hay poca esperanza de reconstruir la sociedad. El poder central no dedica mucha atención al asunto. “Llevamos tres años como refugiados en Iraq, y la comunidad cristiana y las ONGs han ayudado más que el Gobierno”, se queja el padre Thabit.
“No podemos hacerlo solos; necesitamos la ayuda de la comunidad internacional y de las organizaciones internacionales. Hasta ahora la Iglesia es quien más nos ha ayudado”, dice el párroco. “Ha financiado los campos de refugiados en Ankawa (Erbil), y no solo está ayudando a los cristianos sino a otras minorías religiosas como los yazidies que también huyeron de las montañas de Sinjar, norte de Irak, en agosto de 2014”, agrega.
Cada 4 de diciembre, miles de familias cristianas visitaban la tumba de Santa Bárbara
La mayoría de las localidades de la zona seguirán siendo, de momento, pueblos fantasma, pero algunas familias cristianas han regresado ya a Qaraqosh, situado a unos 4 kilómetros al sureste. Esta ciudad, también conocida como Bakhdida, era la localidad cristiana más grande de Ninive, con una población de 50.000 almas de la Iglesia Caldea antes de la llegada del Daesh.
Karemlesh está coronado por una colina y a sus pies está el antiguo convento de Santa Bárbara. Cuando no había guerra, cada 4 de diciembre, miles de familias cristianas visitaban la tumba de la santa para rememorar el martirio de Santa Bárbara por convertirse al cristianismo. Después solían hacer un picnic en los jardines del convento o en las lomas de la colina.
También hoy se repite la tradición, aunque no es la onomástica. Esta vez, todos han venido a festejar con motivo de la Semana Santa. Cada familia ha traído su propio mantel, cubiertos y comida y bebida que reparten entre todos. Entre los manjares más elaborados están las verduras y hojas de parra rellenas de arroz y carne. Por unas horas, la perseguida comunidad cristiana aparca su dolor para volver a recordar momentos felices y de júbilo. El convento de Santa Bárbara vuelve a está pletórico de algarabía y felicidad.
Los yihadistas ocuparon por un tiempo el convento y lo convirtieron en un puesto militar
Pero el convento no se había librado de la guerra. Por su estratégica posición desde donde se puede controlar todo el valle de Ninive, los yihadistas ocuparon por un tiempo el edificio y lo convirtieron en un puesto militar. Saquearon las reliquias de la santa y excavaron túneles bajo la colina que cubre un sitio arqueológico de una antigua ciudad asiria.
También en el resto del pueblo se notan las huellas de los combatientes. Los yihadistas profanaron las tumbas de la Iglesia, incendiaron el atrio y cavaron una red entera de túneles subterráneos, que conectaban todo el pueblo. También horadaron las paredes de las casas para usarlas como pasadizos. En una de las viviendas han un gran agujero en el piso y para poder bajar hay que ayudarse con una escalera de madera. Desde allí se accede a una especie de caverna lúgubre que los yihadistas usaron para encerrar a los prisioneros.
Los milicianos extremistas utilizaron la villa palaciega de la familia Riad Petrus, dueños del hotel de lujo Gran Palace de Erbil, como búnker para protegerse de los ataques aéreos de la Coalición internacional. Arrasaron con lo que encontraron a su paso. Y a pesar de su estricta doctrina de no beber alcohol, las botellas y latas de cerveza vacías, procedentes el almacén de la familia en el sótano de la vivienda, hablan de lo contrario.
Niños vestidos de blanco llevan un largo palo adornado con cintas verdes y rojas
Para un día, el pueblo parece haber vuelto a la vida. Los feligreses desfilan en procesión mientras van cantando himnos. Niños vestidos de blanco llevan un largo palo adornado con cintas verdes y rojas, y ramas frondosas de árboles. Las jóvenes se han puesto guapas. Cuando entra el último grupo al interior de la iglesia, está ya tan abarrotada de fieles, que han de colocarse en los huecos que quedan entre las filas de bancadas. “Con el apoyo de la diócesis voy a abrir una oficina de reconstrucción en Karemlesh. Con mi ejemplo podré convencer a otros cristianos para que regresen a sus casas”, exclama el padre Thabit.
Pero sus ilusiones y esperanzas chocan con tenebrosa realidad de los cristianos en Oriente Medio que se ha convertido en el principal objetivo de los atentados terroristas. Mientras los pueblos cristianos del norte de Iraq celebraron por primera vez en tres años la misa de Domingo de Ramos en sus devastadas iglesias, atacadas por Daesh, dos suicidas con cinturón de explosivos segaban la vida a 44 fieles coptos en Egipto.
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