La sangre perdida de Albania
Karlos Zurutuza
Sicilia | Septiembre 2019
Un rótulo bilingüe a veinticinco kilómetros al sur de Palermo. Benvenuti es fácilmente identificable, no así su equivalente: Mirë se na erdhët. No nos sorprende porque a este recóndito lugar solo se viene por dos razones: degustar los mejores cannoli de Sicilia o conocer a una de las comunidades lingüísticas más singulares de toda Italia. una auténtica isla dentro de una isla.
Desplegada sobre un circo montañoso a ochocientos metros sobre el nivel del mar, el pueblo Hora e Arbëreshëvet —Piana degli Albanesi en italiano— es uno de los enclaves por todo el sur de Italia en los que se ha conservado la lengua albanesa de hace quinientos años, la que trajeron los que huían entonces de la ocupación otomana de los Balcanes. Dicen que, para un albanés, escuchar esta variante siciliana es como leer a Shakespeare en el original para un inglés. De hecho, ‘arbëreshë’ no era sino el nombre que usaban los albaneses hace cinco siglos para designarse a sí mismos.
Buscando respuestas quedamos con Niko Scalici, un filólogo albanés y español de treinta y nueve años que nos espera en la Casa del Cannolo. Es un lugar perfecto para charlar sobre un café y el postre nacional italiano por excelencia, ese festival de queso de ricota, fruta caramelizada, azúcar y pistacho que resulta imposible degustar guardando el decoro. Scalici subraya que la receta es “inequívocamente siciliana”, pero que en Piana se ha mejorado. “Deja la pistola y coge los cannoli”, le suelta Rocco en El padrino a uno de los suyos tras descerrajarle tres tiros a un tipo. Corleone queda a quince kilómetros de aquí pero la historia que nos trae hasta este rincón está en las antípodas de los clichés sicilianos.
«Durante décadas fuimos el único canal de comunicación de Albania con Occidente”
Scalici lo confirma: “Que los matrimonios mixtos apenas existieran hasta la década de los cincuenta responde a un aislamiento tanto geográfico como voluntario. Además del factor de la lengua, está también el aspecto cultural y el religioso. Somos cristianos, pero de rito greco-bizantino, que es el que trajeron nuestros antepasados”, explica este hijo de madre arberí y padre litiri, ‘latino’. Se conocieron en los años setenta, cuando la construcción de la carretera a Palermo facilitó la movilidad de los locales hacia la capital insular.
Podemos hablar de un archipiélago arberí. Scalici habla de varias localidades como esta en Sicilia, pero también en Calabria y otros puntos del sur de la bota. Hay medio centenar de comunidades, aunque no exista una estructura política, administrativa o cultural común a todas ellas. Además, la migración durante la primera mitad del siglo XX, principalmente hacia América, vació la mitad de estos pueblos y creó una segunda diáspora, sobre todo en Estados Unidos. “Se fueron muchos, tanto de los nuestros como sicilianos latinos o italianos en general. La diferencia entre nosotros y el resto es que somos una comunidad muchísimo más pequeña y, claro, lo notamos mucho más”, explica Scalici.
A día de hoy, datos imposibles de cotejar hablan de en torno a cien mil arberíes en el sur de Italia y unos 400.000 más si se cuentan los desperdigados por todo el mundo… o más bien sus descendientes. Todos ellos son los que los albaneses balcánicos siguen llamando Gjaku ynë i shprishur: «la sangre perdida”.
“El régimen de Enver Hoxha explotó ese mito. Durante décadas fuimos el único canal de comunicación con Occidente de un país tan hermético como Albania”, recuerda Pietro Manali en la biblioteca del pueblo. Este escritor e investigador es a la vez licenciado en Filología Albanesa y se ha doctorado con una tesis sobre cine albanés.
De los balcones de la calle Neruda y la Tolstoi cuelgan las banderas rojas con el águila negra bicéfala
Como muchos de su generación —ronda ya los ochenta—, este hombre de sonrisa afable bajo unos párpados pesados también visitó Albania durante aquellos años en los que cientos de arberíes recibían becas del régimen de Hoxha, sobre todo en la década de los setenta. Aquel vínculo tan singular llegó a despertar los recelos de Roma. ¿Podía su isla más conflictiva sumir al país en una crisis internacional en plena Guerra Fría? “La policía empezó a reclutar a agentes entre arberíes de Calabria para traerlos de incógnito y ver qué se cocía por aquí”, recuerda Manali, con una sonora risotada.
La conexión con Albania ha tenido sus altibajos, pero nunca se interrumpió. En 1991, la llegada del Vlora —aquel buque cargado con veinte mil refugiados albaneses—al puerto de Bari recordó a los italianos que sus vecinos de la orilla opuesta del Adriático podían estar mentalmente muy lejos, pero que el estrecho de Otranto apenas tiene setenta kilómetros. Como era de esperar, la solidaridad fue máxima entre los hermanos de sangre. “Llegó todo tipo de gente entonces, la buena y la mala”, dice Manali. “Entre otras cosas, descubrimos lo diferentes que éramos después de quinientos años separados”.
Cinco siglos dan para mucho, o para muy poco según se mire. Mientras los arberíes buscaban acomodo en lo que algún día acabaría siendo Italia, en la orilla oriental del Adriático sufrían la ocupación otomana a la que sucedieron casi cincuenta años de una dictadura tan cruel como delirante. Entre ambas hubo que hacer sitio a sendas guerras mundiales. Lo recordaba Ismail Kadaré en su discurso tras ser investido doctor honoris causa por la Universidad de Palermo, en junio de 2009: “No conozco ningún otro país europeo en el que la lengua haya sufrido un horror similar”, decía el literato albanés más universal ante la entregada audiencia siciliana.
Que la primera poesía de la literatura culta albanesa fuera escrita en 1592 por un arberí local es una prueba suficientemente ilustrativa del castigo infligido por los turcos en los Balcanes. Durante siglos, la única posibilidad de los albaneses de escribir en su propia lengua fue insertar frases breves en el cuerpo de textos latinos, inmunes a la prohibición. En palabras de Kadaré, era “como buscar refugio en el cuerpo frígido de una lengua muerta”.
“En casa, con la familia, con los amigos, con el panadero… Siempre lo hablo», dice Rosalía
De los balcones de la calle Neruda y la Tolstoi cuelgan las banderas rojas con el águila negra bicéfala —la más antigua de Europa, por cierto—, y hemos visto pasar un incombustible Fiat 500 con la pegatina de la enseña albanesa junto a la matrícula. No se nos ocurre un símbolo más distintivo para la sangre perdida de Albania. O que una de las calles principales de Piana estén dedicadas al hombre que lideró la resistencia contra los otomanos: Gjergj Kastrioti para los albaneses, Georgio Kastriota para los locales y Skanderbeg para ambos.
El arberí es una lengua ‘tutelada’ constitucionalmente junto al sardo, el occitano y el esloveno, entre otras hablas de Italia. Sigue ausente del currículo de la enseñanza obligatoria pero en Hora e Arbëreshëvet se utiliza en documentos del Ayuntamiento y en una revista local. Y está viva y coleando en la calle. Rosalia, madre de siete y abuela de doce, acaba de utilizarla para comprar una pescadilla y medio kilo de anchoas al pescatero, que aterriza en Georgio Kastriota con su Piaggio de tres ruedas un par de veces por semana, llegando directamente del puerto de Palermo.
“En casa, con la familia, con los amigos, con el panadero… Siempre lo hablo. También con los niños del colegio cuando era pequeña, aunque nos castigaban a menudo por hacerlo”, explica Rosalia, antes de enfilar con su captura del día calle arriba. El siguiente en la cola es Giorgio, que espera pacientemente mientras enumera la lista de lenguas que habla además de su arberí materno: “Siciliano, italiano, francese, un po di tedesco…”. Ese es también el periplo al que le arrastró “la migrazione” durante la mayor parte de su vida.
Tras apurar el tercer espresso del día cuando todavía no han dado las once, Sebastiano cuenta que se acaba de separar. Su exmujer, también del pueblo, se ha mudado con el hijo de ambos a Palermo. “Aquí todos hablamos el arberí, pero también el italiano porque la escuela, la televisión, los periódicos, internet… todo está en italiano. Yo quiero que mi hijo sea bilingüe, pero lo tendrá más difícil en Palermo”, cuenta Sebastiano, lamentando un daño colateral del divorcio.
Además de inoportuno, sería también una obviedad preguntarle si ella lució en la boda uno de esos característicos trajes rojos bordados con hilo de oro. Algunos se llevan transmitiendo de generación en generación, y desde tiempo inmemorial. Hay uno para las novias y otro para las esposas; también está el de la Mezza Festa (Xhëllona me kurorë); el del Viernes Santo (Veshja e të Prëmtes së Madhe) o el de diario (Veshja e përditshme)… Todos coloridos iconos de este insólito lugar aunque, como el resto, palidecen ante el patrimonio inmaterial.
No hace falta aguzar el oído para darse cuenta de que los niños no juegan ni en italiano ni en su variante siciliana, sino en el albanés “más puro”. Probablemente no haya indicador más elocuente de la salud de una lengua que oírla de boca de los más pequeños. El futuro está asegurado. Al menos durante una generación más.
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