Entrevista

Jordi Amat

«En el procés no había cinismo; había ignorancia»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 25 minutos
Jordi Amat (Las Palmas de Gran Canaria, Sep 2022) | © Cati Cladera

Las Palmas de Gran Canaria | Sep 2022

Posee cierto aspecto de veterano de colegio mayor y un verbo que fluye sin pausa, al compás de la lluvia que cae sobre Las Palmas. Sus padres regentaban tiendas de discos, pero los libros iban a imponerse en su vida para siempre. Jordi Amat (Barcelona, 1978) orientó muy pronto su trayectoria profesional hacia el género biográfico, debutando con Luis Cernuda (Fuerza de soledad, 2002), asomándose luego a personajes como Ramon Trias Fargas o Josep Maria Vilaseca Marcet, para acabar atreviéndose con la cuestión catalana en El llarg procés (2015), analizando la evolución política de Cataluña de 1937 a 2014 que daría lugar a lo que estalla como «procés» en el referéndum del 1 de octubre de 2017.

Casi a la vez, Amat analiza en La primavera de Múnich. Esperanza y fracaso de una transición democrática (2016) el histórico encuentro de la oposición española en la ciudad bávara en 1962, donde se reunieron opositores moderados, falangistas y monárquicos de España con exiliados socialistas, republicanos y liberales para trazar un futuro común, proyecto abortado por la rotunda negativa de Franco.

Los últimos libros de Amat son El hijo del chófer (2020), sobre el controvertido periodista catalán Alfons Quintá, que acabó asesinando a su esposa antes de suicidarse en 2016, y Vencer el miedo (2022) sobre el poeta Gabriel Ferrater. Atiende a MSur aprovechando su paso por las Converses Formentor, celebradas en la ciudad canaria y prolongadas por culpa del huracán que obligó a cancelar docenas de vuelos.

¿Qué tiene que tener un personaje para atraer su atención hasta el punto de querer escribir sobre él?

La artesanía del biógrafo: casi siempre se consigue el material suficiente para construir una identidad narrativa

No me hagas preguntas que nunca me había planteado, por favor [risas]. Improviso: me interesan personajes que son más o menos convencionales, pero cuyas vidas me permiten explicar mejor mi sociedad. La posibilidad de contar un mundo a través de un individuo es algo que me fascina. El otro día me tocó escribir sobre la muerte de Gorbachov y no tenía nada que decir, así que fui a los archivos donde podía encontrar la pepita de oro que los otros no han visto. Estuve mirando el archivo de Felipe González y veo una conversación pocas semanas antes del golpe de Estado que aborta Boris Yeltsin. ¿Qué hacía González en Moscú? Pues inauguraba un curso de la Complutense de Madrid sobre la transición española, pensando quizá que podíamos enseñarle algo a los rusos. Lo mejor es que el presidente de esos cursos era Mario Conde. Y este tipo de cosas me fascinan.

Quienes intentan reconstruir la vida de alguien se encuentran siempre con espacios en blanco, grietas sin datos para rellenarlas. ¿Cómo hace usted para que parezca que no hay esos huecos?

Los papeles que pueden encontrarse, en general los encuentro, pero nunca hay suficientes para contar completa una vida. Y ahí está la artesanía del biógrafo. Casi siempre se consigue el material suficiente para construir una identidad narrativa. Cuando crees que tienes esa identidad, de alguna manera estás soldando las fisuras, reconstruyes en función de lo que tienes e intentas que lo que te falta no imposibilite tu reconstrucción.

¿Por qué hemos tenido tanto tiempo en España la idea de que no éramos país para biógrafos, que nunca llegaríamos al nivel de los británicos, por ejemplo?

Ha dejado de ser cierto. Yo intenté hacer la tesis sobre el género de la biografía en España, y fracasé. En la literatura europea hay autores que hacen narrativa con las herramientas de la biografía, como Stefan Zweig, y quería saber si ese modelo se había replicado con éxito en las literaturas españolas. Y mi conclusión fue que no, no se había conseguido. Una condición inicial es que haya una tradición de estudios biográficos que permita un acercamiento narrativo a los personajes. Si tienes veinticinco libros sobre Fouché, cuando llega Zweig lo tiene más fácil. Eso no ha existido tanto en la cultura española. En primer lugar es un género sin prestigio académico, y luego no hay un mercado suficiente para lo que vale hacer una investigación biográfica. Las que tienen una dimensión internacional, como un Lorca o un Franco, ya están escritas. Y si echas mano de instituciones que conservan la memoria del individuo, estas limitan la libertad del biógrafo.

Cuando escribe sobre el «contubernio» de Múnich, aquell reunión de la oposición interior y exiliada en 1962, hace la crónica de un fracaso, pero, ¿no demostró también que algunos fracasos no son estériles?

Algunos de los que hicieron la Transición tenían presente la moción que aprobaron en Múnich en junio del 62

Sí, el objetivo era: vamos a reconstruir el episodio del «contubernio» entendiéndolo en la lógica de la oposición democrática de aquel momento y de las batallas de la guerra fría intelectual. Las buenas gentes de Múnich fracasan en su empeño, pero ese ejercicio de reconciliación, con todos sus momentos de tensiones, eran de alguna manera una semilla democratizadora que finalmente floreció. Algunos de los que hicieron la transición efectiva tenían presente la moción que aprobaron en Múnich en junio del 62, sobre que España no podía ser europea si no podía ser democrática, de modo que nuestro espacio natural nos obligaba a construir una democracia. Así que lo prefigurado en Múnich fue lo que ocurrió.

Algunos actores de aquel encuentro no han sido reivindicados hasta que usted publicó el libro.

Es un legado ejemplar no reivindicado por la democracia española. Y eso es un problema, porque conviene tener bien identificados a los referentes de memoria que te constituyen como democracia. En la presentación que hicimos en la Residencia de Estudiantes de Madrid hubo algunos momentos emocionantes. Había hijos de los monárquicos liberales que habían estado después confinados en Canarias, y me sorprendió —por prejuicio mío— que gente con una estética como del PP loara la oposición democrática al franquismo. Les pregunté si habían tenido un reconocimiento del Estado, y me dijeron que no. Me pareció significativo de la carencia de una cultura democrática que no enfrenta, sino que reconcilia.

Hablando de su libro El llarg procés, creo que alguien le dijo algo así como que debía buscarse un guardaespaldas. Era una exageración, ¿no?

[Risas] Era una exageración. Recuerdo que fue el crítico de La Vanguardia que me mandó un correo diciéndome «Cómprate un chaleco antibalas». Cuando salió la edición catalana del libro, creo que en 2015, era un momento de tensión también en el lugar que estaban ocupando los intelectuales, que ya entonces habían abdicado como conciencia crítica de una sociedad y que no hicieron las preguntas pertinentes para sumarse a un movimiento que era fascinante, visto desde la distancia. Pero esa falta de conciencia crítica implicó una fe de la ciudadanía no desmentida por los políticos, al contrario, que nos ha instalado en un clima de frustración. Intentar decirlo podía generar incomodidad. No fue agradable para nadie, creo. Tiendo a pensar que, al margen de tener una militancia independentista muy fuerte, incluso mucha de la gente que leyó el libro con suspicacia, ahora ya no lo haría de la misma manera.

Como ciudadano, ¿cómo vivió ese periodo tan caliente? ¿Había a su alrededor una atmósfera especialmente enrarecida?

No tenía vocación de traidor, simplemente quería dotarme de una explicación para entender qué estaba ocurriendo

Por diversos motivos, por tradición familiar, por clase social, por los espacios donde me había educado y socializado, era un prototipo perfecto de alguien que debía pensar su país en clave pujolista. Desde la perspectiva del mundo del que vengo, ese libro tenía aspectos de traición fuerte. Y no tenía vocación de traidor, simplemente quería dotarme de una explicación para entender qué estaba ocurriendo, porque no era fácil. Desde entonces, lo que escribo sobre Cataluña es leído con suspicacia, y no dejará de ser así. Podría ser incómodo, pero finalmente los lectores lo han premiado. Lo difícil era no quedar engullido por los bloques, lo que es una tentación fácil, porque cuando refuerzas el discurso de un bloque, este te abraza. Y eso es agradable.

¿Llegó a verse alterada su vida cotidiana?

Al contrario. Yo era un señor que se dedicaba a escribir reseñas, un historiador de la cultura fuera de la academia, y empecé a hacer opinión a partir de entonces, y eso desembocó en un libro breve, La conjura de los irresponsables, donde al final sí está la tristeza por vivir lo que ocurría en 2017. El 1 de octubre fue extrañísimo, el día en que constaté que yo ya no era uno de los míos, sin que se produjera una expulsión. Verlo desprendía energía cívica, ¿eh? Recuerdo una canción de Raimon que dice aquello de «quien ha sentido la libertad tiene más fuerza para vivir». Esa gente lo experimentó, y fue una fuerza transformadora. No poderla compartir fue jodido. No eran momentos para la ecuanimidad, pero ahora, pensando en la actitud que tuve entonces, estoy razonablemente satisfecho.

En La conjura… usted hacía una llamada a la equidistancia. Desde esa centralidad, ¿veía mejor en qué se equivocaban los extremos?

Hay 600 o 700 libros.. Yo creo que el procés fue el principal agente de deforestación de España

Creo que incluso los implicados sabían que los otros tenían sus razones. He acabado pensando que lo que consiguió el independentismo el 1 de octubre fue una cosa extrañísima, que no volveremos a vivir. Para mí hubo dos días significativos. Uno fue el día de la estampida de las grandes empresas catalanas que cambiaron su sede fiscal. Yo había intentado decir en el grupo de WhatsApp familiar «Está claro que esto va mal», pero la respuesta fue «Va mal, pero es para que vaya mejor». Y yo pensaba: «Pero es que no va a ir mejor». Y después, el 8 de octubre, un día que cambia muchas cosas en Cataluña, el de la manifestación constitucionalista por adjetivarla de alguna manera, con mi mujer y mis hijos queríamos ir a comer cerca del mar y no pudimos cruzar. Nunca había visto una manifestación importante con banderas españolas en Barcelona. Entendí que lo que no habían visto los míos era que, formulando la pregunta sobre la soberanía, estaban preguntando por la identidad. La pregunta no era en qué país quieres vivir, sino tú qué eres. Y una vez has formulado esa pregunta es muy difícil volver atrás, porque ya la has respondido.

¿Y lo suyos no lo quisieron ver?

En los diarios/memorias de Puigdemont no se consigna que se ha producido la manifestación. Es perfectamente detallista en todos los sucesos, pero eso no lo vio. No vio que en Cataluña había mucha gente que hizo algo que nunca habría pensado que tenía que hacer, coger por primera vez una bandera española para salir a las calles de Barcelona. Esa gente no quería haber salido, pero como les preguntaron, tuvieron que salir. No verlo fue un error, en buena medida solucionado porque no se han producido más episodios de confrontación identitaria.

¿Y qué es lo que no vio el otro bloque?

La otra parte se negó a ver que había problemas institucionales mal resueltos, que estamos sufriendo aún. El poder del Estado que asume la resolución del conflicto es el judicial, muy claramente, y además fue explícito en la última intervención de Lesmes, inteligentísima y muy inquietante a un tiempo, en la apertura del año judicial, cuando manifiesta que «nosotros acabamos con el procés». Y a la vez estaba respondiendo a instancias internacionales que son críticas con el tipo penal que se usó para neutralizarlos políticamente. Eso se hizo mal, y más tarde o más pronto habrá un reconocimiento de que allí se creó un nudo que sigue sin resolverse, dada la derrota que sufrió el independentismo. El Estado central ganó con cierta facilidad, pero hay consecuencias de ese proceso que no han sido resueltas.

Recuerdo que en las librerías de Barcelona, en los momentos álgidos de la confrontación, podían verse mesas enteras de libros sobre el asunto. ¿Qué quedará de todo eso?

Un ciudadano adulto también tiene la responsabilidad cívica de informarse para saber que lo están engañando

Hay seiscientos o setecientos libros sobre el procés, están indexados. Yo creo que el procés fue el principal agente de deforestación de España, y de alguna manera se retroalimentaban, era fascinante y completamente estéril. Hay algo no resuelto también en el diseño originario de la España territorial del 78, una parte del pacto que queda frustrado. La excepción vasca, constitucionalizada, introduce una asimetría que desde el punto de vista de las otras nacionalidades constituye un problema, por qué ellos sí y nosotros no, y en ese modelo no se pensaba algo que ha ocurrido, la capacidad de fagocitación de poder que ha tenido Madrid no solo en términos institucionales, sino económicos y demográficos. Eso ha alterado los equilibrios. El horizonte territorial al que se iba en el 78 no es al que hemos llegado. Y la percepción mayoritaria en el caso catalán es que eso no era lo que esperábamos.

¿Y en algún momento llegó a considerar la posibilidad de que el sueño del independentismo se hiciera realidad, o nunca lo vio factible?

Creo que no, aunque tampoco lo hubiese visto como una tragedia. Soy un catalán feliz de ser español, pero ser catalán y español no son las cosas más importantes de mi vida, honestamente. Y me parece muy razonable que haya gente para la que sí lo es, ¿eh? Pero no, no tuve la sensación de que más allá de la intensidad emocional pudiese haber una modificación seria de las cosas. Lo que sí parecía probable era que esa tensión pudiera desembocar en cosas más graves. Por desgracia, un tipo perdió un ojo en una carga policial, pero la paradoja catalana es que en ese momento de escenificación de la ruptura, los altercados fueron mucho menores que los que vivimos en 2019, tras la sentencia de los políticos del procés. Pero entonces ya era una violencia interna, de manifestantes contra mossos d’esquadra. Eso habla bastante de una cierta gestión de la frustración por parte de la gente que se siente engañada. Desde mi punto de vista es que se dejaron engañar. Ahora sabemos que los políticos estaban engañando, porque prometieron una cosa que no tenían la fuerza suficiente para hacer, pero un ciudadano adulto también tiene la responsabilidad cívica de informarse para saber que lo están engañando. La falta de juicio crítico se ha vuelto una frustración que no sabemos hasta qué punto es amplia, pero que no existía antes.

En Largo proceso, amargo sueño se ocupaba de los intelectuales orgánicos que ayudaron a cimentar la fantasía independentista. Pero, ¿vio a muchos subirse al carro interesadamente durante el procés?

Si la pregunta es si fueron de manera cínica o por cálculo, yo diría que mayoritariamente no. No me parece un problema que pongas tu capital intelectual al servicio de un proyecto político en el que crees, y consideres que en ese momento es mejor asfaltar la autopista para que la gente vaya a toda pastilla hacia una meta, aunque sepas que eso es problemático, en lugar de cuestionarlo. Pienso que al procés le faltó cinismo, de hecho. Y en la historia del catalanismo político esa es una de las taras, que no haya un pragmatismo para comprender cuál es la naturaleza real del poder. Una de las causas que explican el estado de fantasía política tiene que ver con el desconocimiento preocupante de una parte de la clase política y de la clase intelectual de lo que es Madrid como centro de poder y la cultura española. Ahí hay un prejuicio de superioridad que se paga carísimo y forma parte de una idea de que nosotros somos más europeos y mejores. Si no te das cuenta de ese cambio de rasante en la evolución de la cultura política española, es que no has salido de un sistema cultural que tiene la capacidad de ser auténticamente autosuficiente a pesar de tener una dimensión tan pequeña. De modo que no había cinismo, había ignorancia.

Pasemos a hablar de Alfons Quintá, protagonista de su libro El hijo del chófer. Es un ensayo sobre el monstruo, pero sobre todo sobre el poder que engendra el monstruo, ¿no?

Pujol sabe que Quintá es lo suficientemente monstruoso como para que, si trabaja a su favor, le sea muy útil

Mira, a Quintá yo no lo conocía, nunca me habría interesado, lo que me interesó fue que se convirtió en un asesino. Lo acojonante es que muchas de las personas que lo conocían no se sorprendieron ante esto. Quise explicar la trayectoria de un malvado que había formado parte de determinados círculos, y a pesar de haber denunciado el caso de Banca Catalana había sido el primer director de TV3. Recuerdo una conversación con Félix Janés, historiador del arte, en la que me dijo: «Ya sé lo que piensas, que Quintá es un monstruo y que la transición española fue modélica. Pero Quintá se explica porque la transición fue monstruosa». Yo creo que todas las transiciones lo son, y ese día hice un cambio de chip. Pasé a pensar cómo era posible que, si la gente sabía que era un potencial asesino, cómo pudo un tipo de esa naturaleza convertirse en el periodista catalán más importante de la transición. A medida que el libro iba creciendo, y que tenía a los espejos de Quintá y de Pujol reflejándose tantas veces, empecé a preguntarme qué posibilita que las víctimas se conviertan en cómplices. Las placas tectónicas del poder español se movieron entonces, y eso tiene algo de brutal y monstruoso.

Hay un momento en el libro que me reveló qué es el verdadero poder: cuando Pujol no solo no aplasta a Quintá, que tanto le ha molestado, sino que lo acoge y le da trabajo. 

Pujol lo atrae, lo neutraliza como enemigo y lo incorpora, porque Pujol sabe que es lo suficientemente monstruoso como para que, si trabaja a su favor, le sea muy útil. Y lo fue. De entrada la gente no quería hablarme de Quintá: «Tú, que eres un chico ordenado y serio, ¿por qué te dedicas a alguien tan asqueroso?». Hasta que se produjo el milagro del confinamiento, y de repente la gente tenía mucho tiempo, y quería hablar. Antonio Franco, que fue director de El Periódico de Cataluña y quien creó la delegación catalana de El País, me reconstruyó las horas en que comunica a Quintá que no será director de El País de Cataluña, y como al poco se reúne Quintá con Pujol. Comprendí cómo operaba la vulnerabilidad de Quintá, sus ganas de herir a quien le había herido, y la enorme inteligencia política de Pujol, que sabía que ese tipo al que había herido podía ser su mejor cómplice. Fue alguien que entendió la lógica del poder, hasta el punto de que llevó tanto tiempo el anillo que Mordor le devoró.

Su último ensayo está dedicado a Gabriel Ferrater. ¿Es el poeta la prueba de que una revolución estética puede tener un alcance insospechado, transformar la sociedad en que vive?

Yo estaba firmando libros y vino un matrimonio de sesenta años que se plantó delante y la mujer le dijo al marido, ¿se lo dices? Se decidieron y me contaron que la primera vez que hicieron el amor fue después de leer un poema de Ferrater. Me pareció precioso, y desde aquel día tengo el libro de Ferrater en la mesita de noche [risas]. Conté esa anécdota en un artículo, y de repente vi que había mucha gente que tenía experiencias similares con la poesía de Ferrater. Es acojonante que seas capaz de introducirte en la intimidad de una vida a través de los versos. Cuando hace veinte años publiqué la biografía de Luis Cernuda, esa poesía me cambió. Lo que Cernuda consiguió fue disolver muros de represión, no en el caso de la sexualidad, pero sí de enjuiciar tu circunstancia. Y creo que Ferrater, en la cultura catalana, tuvo un papel muy similar. Ferrater es un caso extraño porque empieza a escribir muy tarde, escribe sobre el deseo cuando apenas ha tenido una relación, disolvió la moral católica no por la vía ideológica, sino literaria, chutando autenticidad vital a los lectores. Ese es un ejercicio de autenticidad que transformó vidas.

¿Por qué le cuesta tanto al lector español hacer suyos a un Riba, a un Vinyoli o a un Ferrater?

Serrat es probablemente el único artista en el que la lengua es importante, que consigue ser referencial en los dos sistemas culturales

Establecemos una relación de proximidad con nuestra lengua, y esa lengua y esa literatura son la base de una cultura nacional. No me gusta que sea así, pero es así. Que el poeta sea un conciudadano del mismo Estado no implica necesariamente que forme parte de la cultura a la que te sientes más vinculado. Yo, por elección, he decidido formar parte de esas dos culturas nacionales. Sería deseable que un lector español pusiera a Ferrater, pero no funcionamos así. Hay un voluntarismo político en pensar que podemos sentir igual a Vinyoli que a Machado, pero la lengua determina. Y puede ser que un lector no catalán sienta más cercano a Ferrater que a Philip Larkin, por citar a dos autores que se parecen, pero es difícil que los sienta igual, aunque ambos puedan interesarle.

Una excepción fue Joan Margarit, poeta en catalán y en castellano, muy leído y querido en toda España, y mimado por las instituciones, pero que incluso llegó a ser vehementemente soberanista…

Tuvo un momento. Margarit sí que es un caso excepcional de reconocimiento de la cultura catalana por parte del Estado, y sin duda un actor clave de que eso se haya producido es Luis García Montero. La filiación de Margarit y García Montero es por la práctica de un tipo de poesía que los hermana claramente, y no compiten. El poeta de la experiencia referencial en la literatura española es uno, y en la catalana es otro. Hay pocos casos, ¿habría pasado algo así con Serrat si no hubiera cantado en castellano? Creo que no. Pero Serrat es probablemente el único artista, o de los poquísimos, en el que la lengua es importante, que consigue ser referencial en los dos sistemas culturales.

Y se llevan palos desde los dos lados, ¿no?

Sí, pero los palos no se los lleva del público, sino del sistema cultural que se siente cuestionado. La gente es mucho más civilizada, porque no hay intereses de por medio.

Supongo que es una casualidad que los protagonistas de sus últimos libros sean ambos suicidas…

No hay tentaciones por ahora, ¿eh? [risas]

En el caso de Ferrater, el suicidio es doble, porque el alcohol ejerce como arma lenta. Pero, ¿cree que encontraba en la ginebra un elemento liberador? ¿Tenía un sentido político beber?

Una previa: el padre de Ferrater se suicidó al arruinarse, eso está contado en la biografía. Pero lo que no está contado es que se suicidó su madre y se suicidó su hermano Juan, un extraordinario crítico literario. Estadísticamente, era un reto intentar comprender qué sucedía allí, qué ocurre en una familia cuando la ventana del suicidio se abre y no se cierra. Yo diría que uno de los factores que explican por qué Ferrater bebe tanto es porque hay un fantasma que lo persigue a lo largo de su vida.

Pero a nivel generacional, ¿qué significaba?

Rosa Regás, cuando le pregunté por el alcohol, me dijo: «Los raros sois vosotros, que bebéis poco»

Llamé a Rosa Regás para entrevistarla y, cuando le pregunté por el alcohol, me dijo: «Los raros sois vosotros, que bebéis poco». Me descolocó, pero de repente vi que esas escenas encadenadas de Mad Men con los tipos pimplando sin parar no eran tan excepcionales. El lugar que ocupa el alcohol para esa élite intelectual del 50 español debe contextualizarse en una época en la que se bebía más que ahora, se bebía en el trabajo. Lo de los periodistas que iban a la redacción con una petaca creo que es impensable ahora. Castellet siempre decía: «Yo me salvé porque la última copa no la bebía». Ferrater se las bebía todas. En el último Formentor, uno de los días más felices de su vida, cuando ganó Gombrowitz, un camarero comentó: «Aquí bebe mucho todo el mundo, pero nadie como el de esa habitación». Y era él, y era perfectamente consciente de lo que hacía, sabe que beber le hace brillar más y le encanta, sabe que va a destruir su cuerpo, y cuando hay un diagnóstico que confirma que lo ha destruido, acelera la decisión de suicidarse. Es un ejercicio de frialdad brutal cuando has constatado que no hay solución.

Comentemos sus artículos en El País. Me llamó la atención uno sobre Rosalía, y en especial el tono entusiasta en que estaba escrito. ¿Es la cantante la fotografía del momento en que estamos?

Ojalá, ¿no? Una cantante tan enraizada en tradiciones musicales que consigue una proyección internacional de este nivel es enorme. Mis padres tenían tiendas de discos, me gusta la música y contar cosas sobre la música, pero lo que ha ocurrido con Rosalía es bastante excepcional. Además, es una artista con un talento muy claro, desde las escuelas donde aprendía flamenco o jazz era muy evidente que destacaba. Se ve que somos un país sano, porque no somos tan yonquis de política como a veces tendemos a pensar. Mis dos artículos más leídos en El País son sobre Rosalía y sobre Grease. Que en una tribuna sesuda pueda hablarse de cultura de masas, a mí me interesa.

Como gran buceador del pasado, ¿se atreve a hacer de oráculo? ¿Qué va a pasar en la Cataluña de la pospandemia?

A corto plazo, me atrevo a decir que hay un vacío de poder, una especie de calma chicha que creo que va a seguir. Recuerdo un artículo muy interesante de la transición; decía que si en un territorio que representa una nacionalidad pequeña hay dos partidos que compiten por la hegemonía, ese territorio fracasa, porque la competencia facilita que la tensión entre ambas no sea productiva. Y eso está ocurriendo en Cataluña desde hace muchos años. Esa pugna entre Esquerra Republicana y Junts desempodera a la institución, no hay posibilidad de implementar políticas vinculadas a las competencias de la comunidad. Y genera inquietud: una comunidad que se sentía punta de lanza del Estado autonómico constata que otras autonomías pueden tener una gobernanza mejor. Eso no formaba parte del plan previsto. Por otro lado, ahora mismo no hay fuerza suficiente para crear una tensión en España. Yo al menos lo veo así.

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© Alejandro Luque | Sep 2022