Entrevista

Kenizé Mourad

«Las dos Turquías aún son incompatibles»

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 32 minutos
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Kenizé Mourad (Estambul, Mar 2024) | © Ilya U. Topper

Estambul | Marzo 2024

Tiene cierto porte de aristócrata. Quizás es porque nunca dejó de ser una princesa otomana. O quizás sea simplemente lo natural al llegar a los 84 años con plena lucidez tras una larga vida de reportera, que ha recorrido guerras en varios continentes, además de escribir unos cuantos libros, entre ensayo y novela. Y en medio un superventas, uno de esos que dan fama y dinero de verdad. Sí, Kenizé Mourad es la autora de De parte de la princesa muerta, una novela que cuenta la vida de princesa Selma (1916-1942), nieta de uno de los últimos sultanes otomanos, Murat V y a la que casaron en 1937 un rajá indio. Kenizé Mourad (Paris, 1939) es la hija de Selma.

«El éxito de ese libro ha eclipsado la gran trayectoria de periodista y escritora de Kenizé», dijo una amiga suya al presentarla en un acto de Estambul en el que Mourad analizaba y denunciaba la guerra en Palestina. En efecto, incluso sin su historia personal y literaria —ambas se superponen—, esta periodista francesa sería alguien de obligada entrevista para pedirle opinión sobre media docena de conflictos: cubrió desde la Revolución Islámica de Jomeini en 1979 a la guerra de Líbano de 1982, la de Etiopía y la intifada palestina. Y fue Palestina la que puso, asegura, fin a su carrera como figura mediática.

Desde su apartamento en la segunda planta de una calle tranquila en la parte asiática de Estambul, Kenizé Mourad tiene vistas sobre un parque con, en este momento, cerezos floridos y el mar de Mármara. Presenta a su gato, ofrece un café turco y se toma su tiempo. Dos horas. Siempre precisa en la expresión, seria cuando se trata de denunciar horrores como el de Palestina, de risa franca cuanda cuenta anécdotas de su vida. Su español, aunque bueno, está un poco oxidado, por lo que prefiere charlar en francés. Aunque su amor a España lo conserva intacto desde la adolescencia y gusta de usar alguna palabra en español (en cursiva en el texto).

Dice que adora España…

España era mi primer país de libertad: con 15 años, podía llegar a casa a medianoche y tenía muchos novios

Porque España era mi primer país de libertad. Cuando yo tenía 15 años, me mandaron a una pensión en Madrid para que aprendiera mejor el español; no era una institución para jóvenes, sino una pensión normal en la calle Ferraz, no recuerdo el número. En Francia pensaban que allí me obligarían a estar a las ocho en casa. Pero en España todo se hace muy tarde. Yo podía llegar a casa a las once o las doce de la noche. Era la primera vez en mi vida que podía salir hasta medianoche, era maravilloso, tenía muchos novios aunque en esa época no se hacía nada, unos besitos y poco más. Recuerdo que mi novio, uno de verdad, se llamaba Jesús, era rubio con ojos verdes. Lo pasé muy bien.

Usted nació en París, de una madre turca otomana, sin conocer a su padre, que era un rajá de la India, se crió en una institución católica francesa para huérfanas. ¿Y estudiaba español?

Cuando mi madre se murió, a mí me acogió el embajador suizo en París. No le llamaba papá, porque no era mi padre, sino padrino y por llamarlo así yo creía que él era español. Era suizo, pero un suizo muy español, un artista con mucha fantasía. Lo adoraba; cuando lo destinaron a Venezuela y yo me quedé en París, siempre esperaba que volviera. De ahí mi amor a España. Además, los españoles han acogido mis libros de una forma extraordinaria. Yo podía dar charlas o entrevistas en español. Si paso dos o tres días en España, el idioma me vuelve. En España era donde más se me ha leído. Salvo el último libro, que no se ha publicado en español y eso me entristece mucho.

¿Cuál?

Después de mi libro sobre Palestina, en Francia me han hecho un boicot total, no he vuelto a salir en televisión

«En el país de los puros», una novela sobre Pakistán. Es por mi libro «El perfume de nuestra tierra» que son entrevistas con palestinos e israelíes; lo escribí hace tiempo [en 2002] pero hoy sigue pasando exactamente lo mismo; el horror absoluto del 7 de octubre [masacre de Hamás] se entiende mejor con este libro: cuenta cómo se les trataba a los palestinos. Tuvo éxito, pero después en Francia me han hecho un boicot total. No he vuelto a salir en un solo canal de televisión, en ningún diario, cuando antes los tenía todos a mi disposición.

¿España ha participado en ese boicot?

No. Pero los editores españoles ya no tienen tiempo de leer libros, sino que miran la prensa, y como ya nada mío salía en la prensa, pues nada. Además se ensañaron conmigo con los impuestos. Es un clásico, cuando se quiere fastidiar a alguien se mira en los impuestos. Yo gané, porque la acusación era completamente falsa, pero durante tres años me tenían fastidiada. Con lo que me pedían, me habrían dejado directamente en la calle. No puedo demostrar que fuese un castigo político, pero llegó justo después del libro sobre Palestina. Digamos que tengo una sospecha del 99 por ciento. Y después ya nunca tuve ni una aparición en televisión o prensa.

No imaginaba que en Francia hubiera tanta tabú con la crítica a Israel.

Es igual que en Estados Unidos o Alemania. Porque Francia tampoco se portó bien con los judíos. La policía francesa ayudó a los nazis y los franceses tienen el mismo sentimiento de culpabilidad que los alemanes. Y no se les permite olvidarlo nunca. Todos los meses hay algun filme o reportaje sobre el holocausto. La prensa en Francia está completamente en manos de los sionistas, salvo algunas excepciones. No digo que los periodistas estén todos a favor de Israel, pero sí la dirección de los medios. Si uno no sigue las directrices, le apartan, ya no le publican ningún artículo.

En Israel, sin embargo, sí se puede críticar la política israelí.

Hay unos intelectuales judíos que hacen una crítica de Israel mucho más fuerte que la que yo pueda hacer

Justo. Hay unos cuantos intelectuales judíos honrados que hacen una crítica de Israel mucho más fuerte que la que yo pueda hacer, porque lo conocen por dentro. Son increíbles. Para mi libro hablé con algunos judíos israelíes extraordinarios. Con Leah Tsemel, una abogada que ayuda a los palestinos desde hace 40 años… y sus hijos ya no quieren que los vean con ella en la calle, porque se avergüenzan de ella. Hablé con un objetor de conciencia. Eran todas gente cotidiana, soldados, rabinos, abogados, mujeres palestinas, niños palestinos, colonos israelíes… También estuve en Gaza, me costó mucho entrar y no voy a contar cómo lo conseguí.

Porque usted, entendemos, tenía mucho bagaje de reportera. ¿Cómo llegó al periodismo?

No era fácil. En el Nouvel Observateur, el semanario en el que trabajé 15 años, entré por la puerta pequeña, porque necesitaban a una documentalista. Y como yo conocía bien la India, donde había vivido un tiempo, y parte de Oriente Medio, me contrataron para esas regiones. Pero yo estaba infeliz como una perra, porque no hacía más que hacer buscar papeles y hacer informes. Papeles y más papeles. Vi mi oportunidad con la guerra de Bangladesh (1971). Nadie tenía ni idea de Pakistán, y yo conocía bien el país. Empecé a cubrir todo lo relacionado con la guerra, desde París, sin ir al terreno. Después me querían volver a poner de documentalista, y yo me peleaba para seguir escribiendo. Quería ser reportera, no soportaba quedarme quieta en la redacción. Tras un duro purgatorio me aceptaron finalmente como periodista a tiempo completo. E hice cosas apasionantes. Cubrí la revolución de Irán (1979), la guerra de Líbano (1982), el conflicto de Israel – Palestina, las intifadas, Etiopía, África del Norte, las tensiones entre Turquía y Grecia. El oficio de periodista en esa época era maravilloso, porque a los periodistas se les permitía buscar la información.

¿Ahora ya no?

La única manera de salvar el periodismo es hacer análisis en profundidad, explicar lo que cuentan las agencias

Ahora, los dueños de periódicos quieren ganar sobre todo dinero, se ha convertido en un negocio como cualquier otro. Les basta con leer los despachos de agencia. Los periodistas van muy poco al terreno para buscar la información. Ya no es el mismo oficio que antes, y además con los medios modernos e internet, todo pasa online. Por eso creo que la única manera de salvar el periodismo, no digo el de agencias de prensa, sino el de los diarios y revistas semanales, es hacer análisis en profundidad, explicar lo que cuentan las agencias. Porque estas dan los hechos, pero si no se le explica a la gente lo que hay detrás, no les va a interesar. Y se hace muy poco.

Usted dejó la profesión para escribir «De parte de la princesa muerta», ¿no?

Cuando quise escribir mi primer libro, De parte de la princesa muerta, no lo pude hacer siendo a la vez reportera, por eso dejé el Nouvel Observateur. Les sorprendió mucho, nadie deja el trabajo si está en esta revista. Además, yo no tenía mucho dinero. Durante cuatro años viví con lo mínimo. Todo el mundo me decía que estaba loca: incluso si tienes éxito, me decían, venderás quizás 50.000 ejemplares, con esto vas a vivir dos o tres años, y luego ya no tendrás trabajo. Estás loca. Pero yo tenía necesidad de hacerlo, porque si no, habría pensado que había malgastado mi vida. Así que asumí el riesgo. Dejé el trabajo y me encerré, porque no puedo escribir en la ciudad, necesito estar en el campo, cerca de la naturaleza. Aunque cuando veía las noticias en la televisión, me ponía enferma por no estar en el terreno, lo pasaba fatal.

¿Llegar a superventas le sorprendió?

Cuando fui a ver a mi editor, Robert Laffont, me dijo que el manuscrito estaba bien, que se iba a vender. Cuánto, le pregunté, ansiosa. Oh, me dijo, esto va a ser un gran éxito, vamos a vender por lo menos 50.000. Yo respondí que menos de 100.000 era un fracaso para mí, y se echó a reír: los autores sois todos iguales. Al final vendí dos millones. Era tremendo.

¿Cómo se vive lo de ser rica de repente, llegando desde un oficio más bien mal pagado?

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Kenizé Mourad (Estambul, Mar 2024) | © Ilya U. Topper

Imagínese, criada como alumna católico, donde el dinero era el mal, y luego siendo de la izquierda, donde nadie tenía dinero… Yo era una periodista que vivía de su salario mediano, y estaba muy contenta así. Y de repente viene esa lluvia de oro. En un momento dado ya no diferenciaba entre cien y mil. Tampoco es que empezara a gastar a manos llenas, qué va, yo era muy razonable. Pero como una tonta. Yo prestaba a todo el mundo y desde luego nadie me lo ha devuelto. Y todos los asesores financieros vinieron a buscarme: le vamos a aconsejar cómo pagar menos impuestos, le diremos cómo invertir. Algunos de esos asesores se hicieron ricos, a mí no me quedó más que mi pequeño piso en París. Pero es normal: yo no tenía idea del dinero. Me lo robaron todo los asesores. En fin, era un paréntesis.

La protagonista de su primer libro es su madre. Pero usted recuerda algo de ella?

Con un enorme trabajo de documentación. Me documenté durante dos años. En esa época no había internet, tomaba apuntes con la máquina de escribir, luego cortaba y pegaba los folios, como una costurera. Yo me documentaba incluso sobre el color de los botones de la guardia del sultán. Buscaba horas para encontrar un detalle, lo llevaba al extremo. Todo en el libro es absolutamente histórico, y yo intentaba ser todo lo objetivo que se puede. Iba con pies de plomo.

Ella murió cuando yo tenía un año y medio.

¿Cómo consiguió recrear la vida de ella?

¿Usted tuvo acceso a la familia de su madre para documentarse?

Cuando acabé bachillerato, pedí la dirección de mi padre. Y no me la querían dar, porque él era musulmán

Sí, me han dado muchas cosas, aunque no siempre. Ellos no sabían que yo estaba escribiendo un libro [ríe]. Se lo ocultaba, y después, algunos se enfadaron mucho, oh sí. Ya sabe cómo es la familia, si no dices que son cien por cien maravillosos, sino solo un cincuenta o sesenta por ciento, se enfadan. Pero sí, veía mucho a mi familia, tenía tías y primas que vivían en París, eran una generación mayor que yo. Conocí incluso a Sabiha Sultan, la hija del último sultán, Vahdettin. Era la madre de una tía mía, Hanzade Sultan, una persona maravillosa a la que veía mucho en París, porque yo vivía justo al lado.

¿Esto ya antes de meterse en el proyecto del libro?

Sí, sí, desde antes. Yo llegué a conocer a mi familia turca, digo otomana, a partir de los 19 años. Antes, no conocía a nadie, ni por parte de padre, ni por parte de madre, porque las monjas y las familias francesas que me criaron hicieron todo lo posible para que lo olvidara. Querían que yo fuera una niña francesa bien integrada, lo que desde luego era un error. Yo no podía olvidar. Yo sabía quién era mi madre, sabía quién era mi padre y de niña soñaba con mi padra marajá y mi madre princesa.

Porque sí se lo habían contado ¿no?

Sí, pero después intentaron que lo olvidara. Pero nunca lo olvidé. Cuando acabé bachillerato, pedí la dirección de mi padre. Y no me la querían dar. Siempre me habían dicho que mi padre era un señor malvado y que mi madre era infeliz con él, lo cual era falso. Él me pidió ver la primera vez después de la guerra, yo tenía 5 años y las monjas católicas que me educaron me escondieron diciendo que no sabían nada de mí, porque él era musulmán y por lo tanto terrible, abominable. No se podía enviar a esa niña maravillosa a un villano musulmán.

¿Y cómo llegó a conocer a su padre?

Como princesa india me habría casado, habría tenido hijos… pero seguramente no habría sido feliz

Al final me dieron la dirección y le escribí, diciéndole: Intentan que no nos conozcamos, pero yo quiero conocerle. Mi padre tardó en responder, porque varias cartas se perdieron. No pude viajar a la India hasta los 21 años, que era la mayoría de edad entonces. A esa edad fui y lo conocí. Era un señor intelectual. Y no era para nada religioso. Mi vida cambió por los prejuicios. Quizás para bien, no sé, esa no es la cuestión, pero cambió. Y por eso me he pasado la vida a combatir los prejuicios, a defender las minorías y a la gente considerada inferior.

Quizás usted haya sido más feliz como periodista francesa que como princesa india, ¿no cree?

Sí. Yo creo que sí. Mi vida ha sido mucho más interesante. Como india me habría casado, habría tenido hijos, una vida… Y como sabía que mi madre había tenido otra vida, yo no habría sido totalmente india; habría sido más revoltosa, y seguramente no habría sido feliz.

¿Y cómo conoció a la parte otomana de su familia?

Mi padre le escribió a una prima mía en Francia, una sultana, diciéndole: Oiga, tiene usted una primita, es mi hija. Y es así como yo, a los 19 años… Yo tenía una juventud de estudiante izquierdista en la Sorbona, no tenía ni un duro. Me puse la mejor falda que tenía. Me puse guantes, porque en esa época, hablo de 1962, aún se llevaban guantes. Creo que tuve que comprarlos [ríe]. Llegué a un piso magnífico en el Distrito XVI. Me abrió un mayordomo y me vi en un salón inmenso, y al fondo del salón, dos mujeres, cubiertas de collares de perlas. La más joven era mi prima y la otra, su madre. Era la primera vez que veía a alguien de mi familia y quería darles un abrazo. Y mi prima me extendió la mano. Y me dijo: ¿Cómo está usted, princesa? Yo me quedé a cuadros. Dije: Bien, ¿y usted, princesa? [ríe]. Era todo el rato princesa yo, princesa usted, princesa, princesa. Yo estaba un poco aturdida. Luego las fui conociendo más y eran encantadoras, nos hicimos realmente como familia. Pero al principio era muy otomano todo.

Usted pudo documentarse para no equivocarse en ningún detalle histórico, pero aparte de eso hay que crear un personaje de novela. ¿Eso cómo lo hizo?

Me metí completamente en la piel de mi madre, intentando entender qué había vivido ella como niña, adolescente, joven

Fue un proceso psicológico. Me metí completamente en la piel de mi madre. Intentando entender qué había vivido ella como niña, como adolescente, como mujer joven. Por eso me tenía que aislar, estar en una burbuja. Pasé un año, todo un invierno, en Bretaña, en la Punta de Raz, es el Océano Atlántico, es el cielo negro, el invierno que baja. Y en un momento dado tuve que escribir la escena en la que mi madre adolescente sufre un ataque de locura. Eso es cuando descubre que no le dan las cartas de su padre. Me daba miedo; me decía que yo también puedo perder pie y volverme loca. Durante dos semanas daba vueltas a la mesa, hasta que me dije: tengo que asumir el riesgo de meterme en la piel de una joven que se vuelve loca. Lo hice, y no me volví loca.

¿Es cómo en el teatro, cuando uno debe vivir el personaje que representa?

Sí. Y va muy lejos. Cuando mi madre viaja a la India para casarse, llega en barco desde Beirut a Bombay y de allí a Lucknow debe tomar un tren, que tarda mínimo unas treinta horas. Yo, en lugar de coger el avión, cogí ese mismo tren, que sigue tardando veinte o veinticuatro horas. E intenté meterme en la piel de mi madre, sentir el miedo que ella debía de tener al ir a encontrarse con un hombre al que no conocía y con el que tenía que casarse, ver cómo iba descubriendo la India, con todas esas muchedumbres de mendigos en las estaciones. Es así como pude escribir el libro.

Volvamos al periodismo. Usted vivió la guerra civil de Beirut en 1982, donde se forjó toda una generación de reporteros…

No era mi primer conflicto. Había cubierto antes la revolución iraní. Allí estaban todos los grandes periodistas, unos quinientos, entre ellos cinco o diez mujeres. Un tiempo éramos las reinas [ríe], pero también era difícil, porque algunos iraníes, como el ayatolá Jomeini, no daban entrevistas a mujeres; bueno, él dio una a Oriana Fallaci. Había cadenas estadounidenses, cada una tendría tres equipos diferentes, con diez personas cada uno. Los franceses creían saber todo, se sentían superiores, y no pasaban más de un cuarto de hora con la gente. Los italianos y españoles eran mejores, se les aceptaba más. Pero los norteamericanos, franceses e ingleses eran insoportables, quizás no esté bien decirlo. Yo ya conocía Irán y la gente confiaba mucho más en mí que en los demás, yo no era como una europea o francesa.

¿Qué era entonces?

Estábamos todos seguros de que después de la revolución, Jomeini se iba a retirar y habría un gobierno laico

¡Turca! Yo soy musulmana [con seriedad]. Y conocía más el país. Tenía amigos iraníes que me llamaban por teléfono para decirme qué iba a pasar. Porque todo se decidía en la prédica del viernes. Era un gran riesgo para las noticias que mandábamos el jueves. Un día, me acuerdo, todos los periodistas, con la información que tenían, estaban escribiendo que Jomeini [que aún estaba en París] iba a ceder y negociar con la gente del sah, y a mí me llamó alguien de una mezquita que me dijo, que nada de eso, Jomeini no iba a transigir en absoluto, que al día siguiente se iba a decir desde las mezquitas. Volví al comedor del hotel y les dije, colegas, tenéis que reescribir todo lo que habéis escrito, porque Jomeini no va a negociar. Me hicieron caso, todos fueron a cambiar sus artículos. Al día siguiente, todos me dieron las gracias. Y los americanos me pidieron formar parte de su equipo. Ellos, con todos los medios, tenían mil datos, cuando los franceses tenían cien, pero no los entendían. Me las daban a mí y yo les explicaba qué significaban.

¿Era ya entonces una revolución religiosa? ¿Cuánto pesaba la corriente comunista y sindicalista en ese momento?

Etaban todos juntos. Había comunistas, estaban los así llamados muyahidines, una componente muy importante, no comunista, sino más bien socialista, tercermundialista y también un poquito religiosa. Había componentes muy diversos, pero todo el mundo sabía que las masas se batían por Jomeini, gritaban su nombre. Antes, las revoluciones eran progresistas, ahora era la primera vez que se veía una revolución en nombre de la religión. Pero todos esos intelectuales demócratas que apoyaban a Jomeini, porque sabían que Jomeini era el único que podía mover las masas, estaban seguros —nosotros estábamos todos seguros— de que después de la revolución, Jomeini se iba a retirar a su monasterio en Qum, el país se transformaría en una república democrática y habría un gobierno laico. Y todos, también todos los periodistas, se equivocaron.

Cree que la izquierda internacional se dejó fascinar por el discurso antiimperialista de Jomeini, por ser contrario a Estados Unidos?

Sí, desde luego éramos entonces muy tercermundialistas. Pero se vio muy pronto lo que pasaba en el país; esa opinión cambió muy rápidamente. Yo estuve tres meses durante las manifestaciones. El sah se fue en enero y llegó Jomeini. Y yo en febrero empecé a escribir que esta revolución ya no era ni revolución ni islámica, ese era el título de un artículo mío. Y una mañana, a las cinco de la madrugada, la policía vino a detenermer, la policía revolucionara, los pasdarán. Al final gracias al embajador me sacaron y me mandaron en autobús a Turquía.

Otros, como Michel Foucault, seguían admirando a Jomeini…

Nunca he visto una sociedad tan dividida como la turca: no solo era una cuestión de clase, eran dos sociedades

Bueno, pero eso era Focault. Foucault era un miedica. Una vez que había llegado a Irán, los estudiantes fueron a verlo, y él tenía tanto miedo, pensando que iban a secuestrarlo, que dijo a los estudiantes que fueran a verlo al hotel, lo que era una gran riesgo para ellos, y la policía fue a detener a los estudiantes.

Aún hoy hay quienes creen que el islam es una ideología izquierdista para combatir el capitalismo.

Bueno, eso no es una idea tan idiota. Si miranos en las Escrituras del islam, no en las interpretaciones que se han hecho y los horrores que ocurren hoy día, sino en la base, se puede interpretar el islam así, como un tipo de socialismo, al igual que se ha dicho del cristianismo original que era socialismo.

Los movimientos cristianos comunistas son marginales, el islamismo no. Hay quien considera al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, por su ideario islamista, como alguien que liberará al pueblo turco de la opresión imperialista.

Erdogan… Erdogan podría haberlo hecho y no lo hizo. Al principio, cuando era alcalde de Estambul, hizo muchas cosas. Y voy a decir una cosa: cuando llegué la primera vez a Turquía, me chocó muchísimo ver que había dos Turquías, lo que se llamaban los turcos blancos y los turcos negros, y eso era totalmente real. La gente occidentalizada, la gente que usted y yo conocemos, tal vez un treinta por ciento de la población, no conocía a los otros. Nunca hablaban con ellos, tendrían una chica de la limpieza, pero no sabían qué pensaba. Nunca he visto una sociedad tan dividida como la turca. Y eso era inaceptable. Porque no solo era una cuestión de clase. Eran dos sociedades. Había occidentalizado, gente que no hablaba con los demás, no los miraba.

¿Y Erdogan ha cambiado esto?

Ha permitido a las chicas con velo ir a la universidad. Antes, las chicas con velo no podían estudiar, muchas se quedaban en casa. Muchísimas chicas de clase media que creían, por error, que es necesario llevar velo, no tenían educación superior. Salvo algunas muy ricas, que se fueron a estudiar a Inglaterra o Estados Unidos. Y que Erdogan haya permitido a las chicas con velo estudiar, lo aplaudo al cien por cien. Hoy hay muchas mujeres con velo que son grandes profesionales, dirigentes de empresas, ingenieras, doctoras, y no lo serían sin Erdogan. Eso es importante. Y si Erdogan ha hecho algo bien, pues se dice y ya está.

¿Qué más diría de él?

En el colegio les cuentan a los críos que los seis siglos del Imperio otomano eran un horror y los otomanos unos tiranos

Ha construido una infraestructura moderna en Turquía, donde las carreteras antes eran deplorables, los medios de transporte miserables, y ha hecho un país con infraestructuras modernas. Y a la vez se ha embolsado miles de millones. Todo eso es corrupción, pero antes también había corrupción. Antes, toda la industria estaba en manos de la clase occidentalizada. Los otros eran como mucho grandes comerciantes, pero no participaban en la economía fundamental del país. Erdogan ha dado preferencia en los contratos estatales a los llamados tigres de Anatolia. De manera injusta, claro, pero era como otorgar cuotas a una clase desfavorecida. Ha creado una clase de nuevos ricos, con hijos que estudian en Estados Unidos. Claro, ahora hay una competencia con los occidentalizados. Y no se soportan mutuamente. Tampoco digo que esa nueva clase de industriales sean buenos; son terriblemente corruptos, pero corruptos son todos, todos.

¿Y se ha superado esa terrible división en dos Turquías que no se hablan?

Es un poco menor que antes. Solo un poco. Los que han subido, ahora miran a los otros desde arriba. No se gustan. Se conocen un poco mejor, pero no mucho. Recuerdo una telenovela turca muy buena [Bir başkadır, traducido como Nos conocimos en Estambul] que trata de una chica de la limpieza que lleva velo, trabaja con turcos occidentalizados y en un momento dado la mandan al psicoanalis y la terapeuta se vuelve majara, porque no soporta tratar a una mujer velada. Este abismo entre las clases aún está. Llevo treinta o cuarenta años viéndolo.

Al equilibrarse estas dos clases en poder económico, ¿podrán encontrar una visión común para el país?

No. Son incompatibles. Por eso me gusta mucho Ekrem Imamoglu [el alcalde de Estambul]. Es alguien abierto a religiosos y a laicos, a gente de toda clase, también a lo otomano. Porque aún hay gente aquí que escupen sobre los otomanos… Usted publicará la entrevista en español, no en turco ¿verdad?

Sí, aunque seguro que en la embajada turca la leerán.

En otros países se les ha devuelto parte de sus bienes a las dinastías destronadas. Aquí, cero

Ah, eso me da igual. Pues lo voy a decir: Lo kemalistas se han criado con anteojeras [hace el gesto de poner anteojeras a un caballo]. Durante un tiempo, eso tal vez fuera necesario, porque había que deshacerse de la antigua sociedad. En la Revolución Francesa mataron a todo el mundo. En Turquía no se mataba, sino que se apartó a la gente. Mustafa Kemal [Atatürk] era él mismo un oficial con una educación otomana, ayudante de campo del sultán Vahdettin, cuando este era príncipe heredero, lo acompañó a Alemania. Pero en el colegio les cuentan a los críos que Mustafa Kemal no tenía nada que ver con los otomanos y que los seis siglos del imperio otomano eran un horror, que los otomanos eran unos tiranos sanguinarios. En los libros de texto se habla de los hititas y demás pueblos anatolios, eso son cien páginas, luego los seis siglos otomanos son cincuenta páginas, y luego viene Mustafa Kemal y la república, con trescientas páginas. Esa es la educación que se ha dado al pueblo, aunque en los últimos diez años ha empezado a cambiar un poquito.

¿No hay quien reivindica el pasado otomano para deshacer parte de las reformas de Atatürk?

Mourad Kenize Sult
Kenizé Mourad ante un retrato de su bisabuelo, Murat V (Estambul, Mar 2024) | © Ilya U. Topper

Yo soy la primera en dar gracias a Mustafa Kemal, porque ha salvado Turquía cuando la ocupaban los extranjeros, dispuestos a cortarla en trocitos. Toda mi familia está a favor de Mustafa Kemal. Ha mandado a esta familia al extranjero, vale, pero ha salvado el país. Dicho esto, también vemos los errores que ha cometido, y uno de los mayores era que fuese tan totalmente contrario a la religión, cuando el país era religioso musulmán.

En las partes del Imperio que se independizaron sin Atatürk, como Iraq, Siria o Egipto, se mantiene la estructura política otomana de categorizar a la ciudadanía según religiones, con lo que el derecho familiar, el que define los derechos de las mujeres, está oficialmente en manos de párrocos, imames y rabinos. Atatürk rompió con esto.

Tiene razón. Es cierto. No lo había considerado. No se puede romper del todo con la religión, pero es cierto que Atatürk ha cambiado las estructuras para ponerlas sobre bases de legislación europeas. Y está bien, porque si no, la mujer no estaría en buen lugar. Sigue habiendo dos Turquías, pero incluso en la Turquía muy tradicional, las mujeres deberían estar contentas de que la Constitución haya cambiado así.

En varios repúblicas europeos sigue habiendo dinastías que aspiran a jugar un papel político; el último rey de Bulgaria, Simeón, llegó a primer ministro del país tras el fin del comunismo. ¿Hay descendientes otomanos que sueñan con algún proceso así?

Los hombres de la dinastía han perdido todo; las mujeres han perdido la riqueza, pero han ganado la libertad

No tienen ninguna posibilidad. En otros países se les ha devuelto también parte de sus bienes. Aquí, cero, cero, cero. En Turquía todo es blanco o negro. No hay gris, no hay matices. Cuando se dice que los turcos tienen la cabeza cuadrada, es verdad. La familia otomana puede ahora venir al país, como decoración. Erdogan ha intentado aprovecharse diciendo que es prootomano, pero cuando miembros de la familia se han dirigido a él para ver si pueden recuperar bienes: cero. De la burocracia en Ankara, una gran parte sigue siendo muy antiotomana, porque se han criado así. Una vez en Ankara, en la presentación de un libro mío, y un alto cargo me dijo que los otomanos no eran turcos, despreciaban a los turcos y siempre se casaban con extranjeras. Este tipo de razonamiento era extremamente común hace treinta años. Ahí no hay nada con qué soñar.

Hace dos semanas salió en la prensa que en una boda de dos miembros de la familia otomana en Estambul, un invitado maldijo a Atatürk.

[Hace un gesto de fastidio]. Esos son imbéciles. Imbéciles. En toda familia hay ovejas negras y en la nuestra también. Black sheep. Con una parte de los descendientes de Abdulhamid no nos hablamos, no los vemos; ellos no paran de reivindicar que el palacio de Beylerbey o el de Dolmabahçe son suyos… Están completamente locos. Porque eso eran bienes del Estado. Como Versalles. Y esa chica que se ha casado es una idiota, al igual que su padre. Han invitado a la boda a gente que dice estupideces. Todo eso hace bastante daño a la imagen de la familia. Los grandes sultanes [exiliados] eran muy dignos: jamás criticaban a Mustafa Kemal.

El que maldijo a Atatürk no era un descendiente otomano: era un exdiputado del AKP, el partido de Erdogan.

Nunca deberían haberlo invitado. Son gente que se quiera arrimar a la familia otomana y adulan a esos descendientes de Abdulhamid, les dicen Majestad y Excelencia, y a ellos les gusta. Pero no tienen ninguna posibilidad de volver a la escena política. Además, no hay nadie representativo. En mi familia, las mujeres son mucho mejores que los hombres y mucho más fuertes. Quizás porque los hombres han perdido todo, mientras que las mujeres han perdido también la riqueza, pero han ganado la libertad.

Usted recuperó la ciudadanía turca ¿verdad?

España es el único país que critica Israel. En Turquía, Erdogan grita mucho, pero no hace nada

Sí, y me costó. La conseguí gracias a la prensa, hace unos 25 años, creo [fue en 1997]. Mi primer libro había sido un enorme éxito, también en Turquía, y pedí la nacionalidad. Rellené un formulario en la embajada, me dijeron que sin problema, un mes más tarde pregunté cómo iba y pusieron caras largas: Ankara lo ha rechazado. Ahí llamé a un amigo, Murat Bardakçi, en esa época periodista del diario Hürriyet, y él sacó al día siguiente una portada con el titular: ¡Qué vergüenza! ¡Negamos la nacionalidad a Kenizé Mourad, cuando se la damos a cualquier futbolista! Toda la prensa lo repitió, a un ministro en televisión se lo preguntaron en directo, y él solo pudo decir: Ah, no, eso ha sido por error. Un mes más tarde tenía la nacionalidad turca. Gracias al periodismo.

Cuando el periodismo aún tenía el poder de cambiar las cosas… ¿Cree que hoy todavía tiene ese poder? ¿Ante la guerra en Gaza, puede hacer algo la prensa?

No puede hacer nada. Estados Unidos no es capaz de forzar a Israel a aceptar un alto el fuego. Le sigue mandando bombas de dos mil toneladas que matan a la gente, aplastan colegios, hospitales, todo. Dan ganas de vomitar. Es abominable. Es la primera vez en la historia que se ven en televisión todos los días masacres de niños, de mujeres. Y no se hace nada, porque no se puede hacer nada. Uno no puede decir que no quiere verlo, porque no tenemos derecho a no verlo, a no mirar, no tenemos derecho a la indiferencia. ¿Y por qué ocurre? Por la cobardía de Occidente. Se ha permitido a Israel estar a los mandos de todo. En Estados Unidos o en Francia, nadie puede criticar Israel, si lo hace, está acabado políticamente, y en Alemania ya ni digo. España es el único país que critica Israel. En Turquía, Erdogan grita mucho, pero no hace nada con el comercio, cuando lo único que entiende Israel son las sanciones económicas. Los árabes son totalmente cómplices, porque sobre todo quieren evitar una república progresista en Palestina, que daría un mal ejemplo a sus propios pueblos. Es terrible. Creo que esta historia la vamos a pagar muy cara todos.

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© Ilya U. Topper (Marzo 2024) | Parcialmente publicado en EFE.