Siete ángeles contra la barbarie
Karlos Zurutuza
Donostia | Sebtiembre 2014
No resulta difícil dar con ellos. Entre la marea humana del bazar de Dohuk, la tercera ciudad de Kurdistán iraquí, hay que buscar hombres tocados con un turbante rojo, y que luzcan un bigote desproporcionado. También estaban en casi todos los hoteluchos del centro de Dohuk; jóvenes yezidíes a los que la falta de estudios y recursos relegaron a limpiar habitaciones y lavar las sábanas, tareas que cualquier kurdo del sur considera impropias de un hombre.
Tras la crisis de Siria en 2011, serían reemplazados por kurdos sirios: igual de baratos pero con perfecto dominio del árabe, requisito imprescindible para atender a los refugiados de la castigada Bagdad, de Mosul, o de cualquiera las ciudades iraquíes cuyo nombre es sinónimo de desastre.
Ser “pagano” en Iraq, justo sobre la falla donde los conceptos de etnia y religión se confunden, se paga caro
“Yezidíes. Todos los kurdos lo fuimos en el pasado”. Ibrahim Arian, dueño del único gimnasio con piscina de Dohuk subrayaba así su profunda cercanía hacia aquellos a los que se les atribuye haber conservado la religión original de los kurdos. Antes Ibrahim Abdulhamid, Arian incluso había renegado de su apellido musulmán para sustituirlo por uno más acorde con el origen persa de su pueblo. Decía que era su manera de contrarrestar “más de un milenio de asimilación arabo-islamista”.
Pero el infortunio se seguía cebando con su pueblo. En agosto de 2007, los yezidíes se convirtieron en objetivo del mayor atentado en Iraq desde la invasión de 2003: más de 500 de ellos fueron victimas de una cadena coordinada de atentados suicidas cometidos con camiones bomba. Ser “pagano” justo sobre la falla donde los conceptos de etnia y religión se confunden, se paga caro.
Santuarios
“Me preguntó si estaba asustada y le dije que no, probablemente porque desconocía lo sagrado que era todo aquello”, escribía Gertrude Bell, escritora y viajera inglesa de su visita a Lalish, el templo sagrado de los yezidíes. La británica llegó al lugar a finales del siglo XIX, pero no durante la primera semana de octubre. Es entonces cuando miles de fieles se congregan en este complejo de cúpulas cónicas en la falda del monte Arafat. Duermen en cuevas o al raso; cantan y bailan, y rinden culto al sol y a los elementos mientras pasean la estatua de Malak Tawus, el pavo real sagrado. Esa es su figura central.
Al anochecer en Lalish, se encienden miles de velas distribuidas por todo el valle: “Una nueva luz para una nueva vida”
Las familias visitan la tumba el jeque Adí, un santón cuyos restos descansan allí desde el siglo XII, y en quien los yezidíes ven la “manifestación terrenal de la divinidad”. Su religión, insisten, es mucho más antigua. Los fieles anudan pañuelos de colores en el sepulcro para pedir un deseo. También visitan los manantiales en galerías subterráneas mientras, sobre sus cabezas, los niños corretean descalzos entre árboles que está prohibido talar.
Al anochecer, se encienden miles de velas distribuidas por todo el valle: “Una nueva luz para una nueva vida”, dicen.
La Jama es un acontecimiento difícil de olvidar, pero quizás más allá de su valor religioso pesa el que dicha festividad contribuya enormemente a la mera conservación de una comunidad que no hace proselitismo: uno es yezidí porque sus padres los son, y muchos de ellos se conocen durante estos siete días de fiesta.
Los ‘qewels’ forman una casta que conocen los cantos ancestrales, y son los únicos con derecho a entonarlos en las fiestas
Lalish es un lugar abierto a todo el mundo, y a una prudente distancia de una guerra que parece endémica a la región. Pero otras localidades yezidíes son de mucho más difícil acceso. A apenas 30 kilómetros de Mosul, las calles de piedra de Bashiqa eran hogar no sólo para yezidíes, sino también para shabakh (otra minoría religiosa kurda), musulmanes y cristianos tanto caldeos como siríacos. Bashiqa era un Iraq en miniatura por su diversidad étnica, pero cuyas abigarradas callejas entre casonas de piedra recordaban a un pueblo de pescadores del Mediterráneo. Según el jeque yezidí Khyder Ato Shahid, no se trata de algo casual:
“Nuestros antepasados llegaron desde el valle de la Bekaa (noreste de Líbano) junto con el jeque Adí hace ocho siglos”, explicaba el sacerdote en el templo de Yousef, al noroeste de la ciudad. Es posible, ya que, junto con los fieles de la vecina Behzani, los yezidíes de Bashiqa son los únicos cuya lengua materna es el árabe y, curiosamente, hablan un dialecto más cercano al libanés que al hablado en Mosul o al del resto de Iraq.
Los yezidíes de Bashiqa y Behzani, también llamadas “villas gemelas”, pertenecen a una casta especial: son los ‘qewels’, los que conocen los cantos ancestrales, y los únicos con derecho a entonarlos durante las principales celebraciones y festivales. Y fue aquí, en Bashiqa, donde funcionó la única escuela yezidí durante los años de Saddam Hussein. Los más pequeños accedían a los textos sagrados, pero siempre de forma clandestina, ya que toda manifestación vinculada con el pueblo kurdo era brutalmente perseguida durante los años del panarabismo baazista.
Hoy seguimos hablando de Bashiqa en pretérito porque es difícil saber si sus característicos templos cónicos yezidíes siguen en pie, lo mismo que sus iglesias, o la mezquita donde se reunían sus vecinos shabak. Ni siquiera sabemos si el jeque Shahid y el resto de los “guardianes de la fe” continúan vivos desde que la zona cayera en manos del Estado Islámico en agosto pasado.
Y qué decir de las montañas de Sinyar, refugio histórico de este pueblo durante la época otomana y auténtico bastión de esta comunidad. Fue también en agosto cuando su población huyó en masa tras una masacre de no menos de 500 individuos, a los que se sumarían aquellos que murieron de sed y agotamiento en su huida. Decenas de miles han abandonado sus casas desde entonces.
A pesar de la terrible coyuntura, los yezidíes de Sinyar siguen presumiendo de un pasado en el que hostigaban sin piedad a todo aquel foráneo que osara adentrarse en su estratégico bastión de piedra. Y es que antes de ser presa fácil del avance yihadista, los sinyaríes fueron bandoleros y contrabandistas; no eran tan devotos como los hijos de las “villas gemelas” pero sí mucho más indómitos. Aún hoy, la mayoría de los hombres de Sinyar lucen sus características trenzas (no se cortan el cabello) y unos bigotes excesivamente grandes incluso para los estándares yezidíes.
Resistencia
Recientemente, Tahsin Said, jefe espiritual de los yezidíes en Iraq y en el mundo, hacía un llamamiento “a los dirigentes iraquíes, árabes, a Estados Unidos y a la Unión Europea”, para que la comunidad internacional socorra a su pueblo.
Decenas de yezidíes se han unido a las YPG, las milicas kurdas, las únicas de Siria capaces de detener el avance yihadista
«Los fieles de esta religión somos gente pacífica que respeta los valores humanitarios y a las demás religiones. Nunca hemos tomado las armas contra nuestros conciudadanos”, subrayaba el príncipe Tahsin Said desde un portal de internet.
El hecho de no haber tomado las armas contra sus conciudadanos no significa que los yezidíes vayan a abandonarse a los campos de refugiados de Kurdistán iraquí. Por el momento, decenas de ellos se han unido a las YPG (siglas de las “Unidades de Protección Popular”), a día de hoy, la única unidad militar siria que ha demostrado ser capaz de detener el avance yihadista. Lo llevan haciendo desde otoño de 2012, cuando una auténtica legión de combatientes extranjeros radicales empezó a entrar en las zonas de Siria bajo control kurdo. Algo que fue facilitado por la cobertura de Ankara, según están convencidos todos los kurdos.
Las caprichos del destino o, mejor dicho, de la geopolítica, han querido que John Kerry, Secretario de Estado estadounidense, visitara recientemente Ankara para pedir a su aliado en la región que sumara fuerzas en la lucha contra el Estado Islámico. O lo que es lo mismo, que Turquía combata contra aquellos a los que, hasta ayer mismo, parecía usar de ariete para sofocar las aspiraciones de los kurdos de Siria.
“Soy kurda y yezidí. Tengo vecinos árabes, cristianos y turcos, y quiero seguir teniéndolos”
Solin lo ha vivido de cerca. Yezidí natural del cantón de Yazira (Kurdistán sirio), esta joven de 23 años se alistó meses antes de que su pueblo fuera masacrado en el lado iraquí de la frontera. Sus motivaciones para coger las armas eran tan sencillas como universales:
“Soy kurda y yezidí. Tengo vecinos árabes, cristianos y turcos, y quiero seguir teniéndolos”, aseguraba tajante la guerrillera, desde un puesto de control a escasos dos kilómetros de las posiciones yihadistas. “No me iré”, repitió dos veces.
Huida
Era la última casa, justo donde acababa la calle y quizás la ciudad entera. Más allá sólo había una pequeña colina desde la que se podía divisar Ereván (capital de Armenia) en su lado sur. Corría el año 2004.
“El jeque Artsanian está ocupado, tendrá usted que esperar”, dijo Torgom Khudoyan, justo antes de hacerme pasar a una habitación oscura de cortinones granates y sillas desvencijadas. Khudoyan era el Presidente de la Unión Yezidi de Armenia.
Las paredes estaban cubiertas por imágenes de todo tipo: la foto de Churchill, Roosevelt y Stalin en la Conferencia de Yalta; una estampita de la virgen; un calendario persa con la foto del pavo real sagrado; Gagarin sonriente desde escafandra; Gagarin condecorado… Las opciones de llegar a entender quienes eran los yezidíes parecían desvanecerse entre aquel marasmo de retratos aparentemente inconexos entre sí.
Khudoyan explicó que también había yezidíes en Georgia, pero que no tenían ningún contacto con ellos.
Al poco se presentó en la habitación un hombre espigado y tocado con una papaja (gorro tradicional del Cáucaso) negra. Khudoyan le besó la mano con reverencia. Era el jeque Artsanian. Tras un caluroso apretón de manos, se dirigió hasta un mural en la pared en el que dos bandadas de pájaros dejaban atrás el monte Ararat.
“Representan a nuestro pueblo, huyendo junto al armenio desde Anatolia Central”, comenzó su relato el líder espiritual, remontándose al genocidio armenio y asirio. “Nuestros padres y abuelos lo dejaron todo tras de sí”, añadió, justo antes de abrir una cortina tras la que se apilaban varias sábanas de seda. Decía que escondían “tesoros” de Lalish, “el lugar que todo yezidi debe visitar al menos una vez antes de morir”. A sus 70 años, el jeque todavía tenía esa asignatura pendiente.
Tras su huida de Anatolia hacia el Cáucaso, en los albores de la Primera Guerra Mundial, los yezidíes se fundieron con el marasmo de pueblos que integraban la Unión Soviética. Llegaría la Segunda Guerra Mundial, y luego el “Telón de Acero” se cerró a sus espaldas hasta que la desintegración de la URSS los empujó al conflicto de Nagorno Karabagh (1988-1994), donde muchos de ellos lucharían contra kurdos suníes residentes en el enclave en disputa. Kurdos contra kurdos, también en el Cáucaso. Los más afortunados sobrevivían al margen de la sociedad armenia, moviendo su ganado en la ladera del monte Aragats (4090 mts): hasta la cima en verano, y al valle en invierno.
Tras despedirse del jeque, Khudoyan se sintió obligado a hacer balance del estado en el que se encontraba su comunidad en el siglo XXI:
“Los jóvenes sólo piensan en abandonar el país y al templo ya sólo vienen los más mayores, apenas una docena de ellos”, confesaba el delegado. “Huir de nuestra tierra hace un siglo no fue más que el principio del fin para nosotros”, añadió, mientras conducía por las rectilíneas avenidas de granito rojo de Ereván.
Los hijos de Adán
Los yezidíes son una de las minorías más enigmáticas de Oriente Medio. Étnicamente son kurdos y todos hablan el kurmanyi, una variante lingüística que comparten con los kurdos de Turquía y Siria y los de la franja más norteña del Kurdistán iraquí.
Si bien la mayoría de los yezidíes viven en el norte de Iraq, también hay bolsas en Siria, Georgia y Armenia. Hasta hace poco existía una comunidad en Turquía pero la mayoría de ellos emigraron hacia el Cáucaso tras el genocidio armenio y asirio, o a Alemania más recientemente.
El número exacto de yezidíes es un misterio. Ellos insisten que suman cerca de medio millón en el norte de Iraq, pero no hay censo fiable. Su comunidad fue registrada como “árabe” en la época de Saddam Hussein.
Los yezidíes reivindican un origen distinto del resto de la humanidad. Según dicen, no proceden de la unión de Eva y Adán sino directamente de la semilla de este último, que fue depositada en un jarro por un ser divino, el ángel pavo real. El matrimonio con miembros ajenos a la comunidad, y a menudo el simple acercamiento, constituye una amenaza para su pureza espiritual.
Junto a los yarsaníes, los yezidíes se suscriben al llamado “culto de los ángeles” también llamado “yazdanismo” (el término “yezidí” deriva de antiguo persa “yazata”, “ángel”). Los seguidores de estos cultos creen en siete ángeles que protegen el mundo de las fuerzas oscuras. Otra piedra angular de esta corriente es la transmigración de las almas, que se van purificando a través de sucesivas reencarnaciones.
Entre los ángeles, los yezidíes incluyen a Lucifer, al que llaman Malak Taws (“ángel pavo real”), el cual, lejos de ser el “príncipe de las tinieblas” es el creador del mundo material a partir de los fragmentos de una perla en la que una vez residió el “espíritu universal”. A pesar de tan compleja y singular cosmogonía, los yezidíes creen en un solo dios al que designan con la palabra persa “khuda”.
Al igual que el resto de las corrientes adscritas al “culto de los ángeles”, los yezidíes carecen de un libro sagrado de origen divino pero cuentan con diversos trabajos que contienen el corpus básico de sus creencias. Hay un pequeño volumen de apenas 500 palabras que contiene los cánticos en lengua árabe supuestamente escritos por el jeque Adí, llamado Jilwa, o “revelación”. Otra obra más completa es el Mes Hafi Resh, el “libro negro”, escrito en kurdo, supuestamente por el hijo del jeque Adí.
Saad Salloum, profesor en la Universidad de Mustansiría de Bagdad y uno de los mayores expertos en minorías étnicas y religiosas en Iraq, explica que estudios arqueológicos apuntan a que dicho culto tiene más de 2.000 años de antigüedad. Salloum se muestra convencido de que el yezidismo hunde sus raíces en el mitraísmo en Mesopotamia:
“Los yezidíes conservan el legado de aquellas religiones orientales íntimamente ligadas a los cuatro elementos de la naturaleza. En realidad, nos conectan a todos con nuestras propias raíces”, aseguraba Salloum desde su despacho en Bagdad.
Primero publicado en Zazpika.