Llátzer Moix
«Arquitectura y poder han ido siempre de la mano»
Alejandro Luque
Formentor | Septiembre 2020
La soleada terraza del hotel Formentor parece un lugar idóneo para conversar con una personalidad tan mediterránea como Llàtzer Moix. Nacido en Sabadell en 1955, su nombre ha estado siempre vinculado al diario La Vanguardia, de cuya información cultural fue responsable durante dos décadas. Actualmente sigue ejerciendo en esta cabecera como subdirector, editorialista, columnista y crítico de arquitectura, siendo una de las pocas firmas dedicadas a esta labor en la prensa española. Es autor de títulos como Mariscal (1992), La ciudad de los arquitectos (1994), Wilt soy yo. Conversaciones con Tom Sharpe (2002), Mundo Mendoza (2006) y Arquitectura milagrosa (2010), de todos los cuales accedió a hablar en una larga y enjundiosa charla que comenzó en aperitivo y acabó en almuerzo frente al mar.
Después de haber ejercido durante mucho tiempo el periodismo cultural, ¿cree que se trata necesariamente de una forma de activismo? ¿Es legítimo que sea así? ¿Es inevitable?
En el binomio “periodismo cultural”, lo primero que reivindico es lo de periodismo. Se suele pensar que los periodistas culturales son una especie de misioneros de la cultura, cuya labor es protegerla del mundo regido por el consumo, y por tanto hay que defender su integridad, en particular la de la alta cultura. El periodismo tiene toda la responsabilidad que comporta su ejercicio, es un trabajo que hay que hacer bien. Esa defensa de la cultura va incorporada con un concepto íntegro y responsable del ejercicio profesional, ya está.
Usted ha vivido etapas muy distintas en la profesión. ¿Qué ha cambiado más: la dinámica de los medios, la orientación de la información…?
Hemos vivido una época feliz para el periodismo cultural. Hace 30 o 35 años, cuando empezaba, había una serie de islas que se defendían a sí mismas, que eran publicaciones culturales, con mucha tradición algunas. Pero en la prensa general, que es donde me he movido, las secciones de cultura con cierta holgura de espacio, incluso de medios, eran de creación relativamente reciente. La bonanza que se reflejaba en los medios despertó la avidez de los agentes industriales relacionados con la cultura, en una época, además, de progresiva concentración empresarial, y por tanto de estrategias de márketing más agresivas.
¿Cómo cuáles?
«Mendoza es el novelista de Barcelona, por convicción personal y por la calidad de sus libros»
Lo típico: se publicaban los libros a ver si se vendían mucho. Un director editorial que durara tres años ya era casi un récord. La dirección general consideraba que, si no había un incremento anual del negocio de entre el 10 o el 15 por ciento, era que el director editorial no funcionaba. Vivimos una época primero de una cierta autonomía, luego de la misma autonomía pero acompañada de una presión exterior creciente, y ahora esa exuberancia de medios y recursos se ha encogido. Desde 2008 arrastramos una crisis, ahora nos estamos metiendo en otra, y las empresas tienen tendencia a entrar en economía de guerra. Eso se traduce en menos papel en las secciones, en colaboradores peor pagados, en suplementos que pasan a integrarse en el cuerpo general del diario, a menudo con pérdida de paginación… Dicho esto, todavía se dan las condiciones para seguir dando un servicio interesante al lector.
¿Cree en ese lugar común de que los escritores hacen ciudad, de que no se entendería por ejemplo Barcelona sin Vázquez Montalbán, Marsé, Mendoza o Casavella?
Son dos realidades que se retroalimentan. En los casos que mencionas, queda claro que no son los escritores los que han hecho ciudad, sino la ciudad la que ha hecho a los autores. Marsé es el novelista del Carmelo y, por extensión, de toda una época de choque social entre las dos comunidades, una aposentada y otra recién llegada. Mendoza es el novelista de Barcelona por excelencia, por convicción personal y por la calidad de sus libros, y además se ha tomado la molestia de situarlos en distintas fases de la evolución de la ciudad a lo largo del último siglo y medio. Y estuvo muchos años resistiéndose a llevar sus ficciones a la contemporaneidad más estricta, con la excusa de que no tenía la distancia suficiente para hacerlo.
¿Acaban esas novelas transformando de alguna forma la ciudad, o nuestra mirada sobre ella?
«La Barcelona Olímpica es la Barcelona de Mariscal; una sociedad llena de expectativas»
Más que cambiar las miradas, las redirigen. Con todo el aparato de mezcla de realidad y ficción que aporta Mendoza a sus tramas ensancha la mente del lector. Otros autores, como Marsé, profundizan más en unas grietas ante las cuales algunas personas pasan sin reparar en ellas, y lo que hace es abrir esa grieta y mostrar lo que hay bajo la superficie, por tanto también aporta un mejor conocimiento de la ciudad. No creo que un lector de Sarriá o Pedralbes, al leer las desigualdades que pueden encarnar los protagonistas de las obras de Marsé, de repente decida abandonar su casa e irse a vivir al Carmelo; pero tampoco podrá decir que no sabía de eso, que era inconsciente de esas realidades. La ciudad ya está creada, pero estos autores la reflejan en su diversidad, su riqueza y sus conflictos.
Repasemos algunos libros suyos. Mariscal sale en el 92, en plena efervescencia de Barcelona. ¿Qué vino a significar Javier Mariscal en ese contexto?
Ahí hay un componente ideológico. Quizá es el único libro de los que he escrito que parte de una voluntad de defender una posición en el mundo: en este caso, el de la generación más hippie, la que decía que había que fluir en la vida, dejarse llevar por la corriente, disfrutar y en la medida de lo posible apartarse del sistema. Esa generación que tiene raíces en la contracultura norteamericana, en las revueltas del 68, etc. La trayectoria previa al 92 de Mariscal es la de un tipo que está viviendo en Ibiza, en una casa sin agua corriente ni luz eléctrica, y practicando la vida en la comuna.
¿Tuvo usted alguna vez la tentación de vivir de una forma parecida?
Yo, por edad, sentía una cierta sintonía con eso, aunque por carácter no me había convertido en un practicante. Una cierta flema me impedía irme a hacer el hippie, pero sentía esa simpatía o solidaridad. Y Mariscal, con esta “formación”, entre comillas, y con una tendencia al dibujo irrefrenable –es de los que están hablando por teléfono y dibujando a la vez con la otra mano–, consigue una notoriedad social y una conexión con círculos de poder que le permiten una proyección inmediata. Me hacen gracia las personas que dicen: “Ese tío se ha aprovechado de esos clientes y se ha forrado”. ¡Es un tío que está arruinado! Es muy desprendido en todos los sentidos, le importa un rábano tener que no tener. Y le importa un rábano morirse o no, con 35 años ya lo decía. Es un tipo de persona que no se queja mucho. Yo tenía una novia en la Facultad que era conocida suya, en un cumpleaños me regaló dos dibujos suyos y no me pudo hacer más feliz. También me decían ¿cómo vas a escribir la biografía de un tío que tiene 40 años?
¿Qué respondía usted?
«El padre falangista ha muerto y ya ningún hijo lleva traje y corbata y todos tienen la melena hasta aquí»
Bueno, eran 40 años en los que habían pasado muchas cosas. Y me decía que como mantuviera el ritmo, reventaba. Efectivamente, la gran época suya es más del siglo XX, con más reconocimiento de la sociedad y más identificación de él. La Barcelona Olímpica es la Barcelona de Mariscal; no solo de Mariscal, también la de los arquitectos, que vinieron después. Una sociedad llena de expectativas, que se despierta todavía de la dictadura. Un tiempo donde todo parece posible, donde hay proyectos que reúnen a toda la sociedad, independientemente de las orientaciones de las personas. Una época feliz que no volverá, no porque no sea posible, sino porque dudo que se repitan estos ciclos históricos. Desde entonces, en Barcelona o en Sevilla —que también se llevó su parte del pastel del 92—, o Madrid, no hemos vuelto a ese ciclo alcista. Quizá en lo económico sí, pero en términos de ilusión compartida, no.
Mariscal representa también una cultura española muy desacomplejada, ¿no? Recuerdo cuando le atribuían influencia de Robert Crumb y él decía que no, que su influencia eran las Fallas de valencia.
En sus primeros tebeos de producción propia, antes incluso de El Rrollo Enmascarado y de otras revistas, me refiero al fanzine A Valencia, los personajes son la torre del Miquelet y distintos elementos urbanos, de modo que es totalmente cierto lo que dices. Él había crecido en un ambiente muy colorista, con un aparato de fiestas llamativo, y chupó mucho de ahí, aunque a Crumb también lo había leído. Gilbert Shelton y todos los autores underground eran sus padres. Y los autores franceses y holandeses: Willem por ejemplo; eran amigos… Había una red europea de la que él participaba, pero sus orígenes son los que hemos dicho. Los Garriris, por ejemplo, tienen que ver con esta vida indolente en la costa, el veraneo, el ligue con las francesas, etc. Es una generación que crece desinhibida.
Una desinhibición repentina ¿no?
En mi libro hay dos fotos comparadas muy graciosas, que guardan un año o dos de diferencia solo: en la primera se ve el padre concejal falangista, médico, prohombre de la sociedad conservadora local, su mujer y once hijos. En la segunda, el padre ha muerto y ya ningún hijo lleva traje y corbata y todos tienen la melena hasta aquí. Mariscal participa de ese momento de transformación social y pronto se convierte en uno de sus heraldos, por su actitud vital y por el tipo de obra que produce.
A Tom Sharpe ¿lo conoció a través de la famosa carta que envió a La Vanguardia?
No. Cuando publicaron la primera traducción en España, que fue Wilt, me encantó. Me encanta el humor, era un gran lector de Evelyn Waugh y de… ¿cómo era el otro?
Wodehouse.
Eso, P. G. Wodehouse. Wodehouse es el humor blanco de alta sociedad, y Waugh es también alta sociedad, pero muy ácido, vitriólico. Y cuando salió Wilt, pensé: esto es otra cosa. Cogí de inmediato un avión a Londres y un tren a Cambridge, donde vivía Sharpe en aquella época. Nos pasamos un día bomba, en el aperitivo se tomó una botella de Tío Pepe y media de whisky, y de ahí nos fuimos al pub de enfrente a tomar pastel de carne y cervezas.
¡Y fue solo el primer encuentro!
«A Sharpe lo que le gustaba era bajar al bar del pueblo y hacer de barman con sus amigos»
Sí, debía de ser a mediados de los 80. Luego él vino con cierta frecuencia, porque Herralde le publicó toda su obra. Cuando se instaló en Llafranc, vivía solo y agradecía que le dieran un poco de bola. Y para echarme el anzuelo, me dijo que podía tomar notas, o grabarlo para escribir un libro de entrevistas… A él lo que le gustaba, después de un día de trabajo normal, era bajar al bar del pueblo y que le dejaran hacer de barman con sus amigos. Poner whiskies, o el pink gin, que es la bebida de la Royal Navy: ginebra a saco con unas gotas de angostura, que la convierte en una especie de bebida de color rosado que da unos pelotazos… Era un animal social que se pasó 20 años en España y no hablaba ni una palabra de español, a pesar de que se hizo muy amigo de la médico del pueblo.
¿Sabe por qué eligió concretamente ese pueblo?
No lo sé, probablemente debió de hablar con los editores. A los ingleses vivir en el extranjero les parece lo más normal del mundo, tradicionalmente vivieron repartidos por el mundo colonial. Estuvo un año o dos en un hotel del pueblo, y luego se pilló esta casa que era una torre de dos pisos, muy bien puesta, donde instaló su mundo.
A fuerza de hablar con él, ¿llegó a aprender algo nuevo de los resortes del humor inglés?
Tom Sharpe va hacia las raíces chaucerianas. El humor más descarnado, más goliárdico, y el que le permite una disección más cruda del tejido social. Él siempre se comparaba con Evelyn Waugh, y decía: “Él escribía con un bisturí, yo con un hacha”. Su aproximación al humor es muy cruda, divertida por lo brutal.
¿Entraña eso un programa higiénico para la sociedad, hay una voluntad de desinfectar?
Desinfecta y relaja, mucho. Con él, por ejemplo, me costó que aceptara el título Wilt soy yo. Wilt, como carácter novelesco, intenta torearse a la autoridad, cachondearse de ella cuanto puede y desarmarla por ese camino. Dejarla en evidencia poniéndola en ridículo. Estando además en una posición cómoda, porque él sabe que no es culpable, a diferencia del policía cretino que le quiere cargar con la fechoría. Hay una crítica social encubierta. Aunque le costaba demostrar o admitir que tenía esa vocación social, de remover las estructuras, se definía a sí mismo como un tipo decente. Ése era el epitafio que se ponía.
¿Decente en qué sentido?
Un tipo que, enfrentado al mundo y su funcionamiento más bien defectuoso, se enerva e intenta hacer cualquier cosa para denunciarlo. Él tuvo su epifanía cuando, expulsado de Sudáfrica, donde había escrito nueve obras de teatro de denuncia a la manera sartreana, con las que no se había comido un torrao, se puso a escribir la historia de esa dama africana que mata al cocinero, vio que en tres semanas la tenía lista y se dio cuenta de que era tronchante. Y de que en aquel registro podía tener otra respuesta editorial y del público. Y así fue.
¿Pero sin cambiar de concepto?
«Gurb es una novela filosófica volteriana escrita en el último tramo del siglo XX»
El resorte que le animaba en su faceta de farsante chauceriano era el mismo que el del dramaturgo sartreano: una incomodidad ante el modus operandi del mundo. Lo que pasaba es que las denuncias del teatro eran planas y aburridas, y las de las novelas envolventes, pero no por ello menos aceradas: al contrario, pero el poso que te dejaban era que quienes le tocaban las narices al Wilt de nuestras entretelas eran unos cretinos. Y la señora a la que no había asesinado, porque solo había matado a una muñeca hinchable, era una plasta que se merecía, o casi, todo lo malo que le pasara. Te ponías del lado de Sharpe y, al hacerlo, te ponías en contra de la rigidez.
Cuando salió su libro sobre Mendoza, se definió como “lector incondicional” de este autor. ¿A pesar de tener novelas tan diferentes, incluso desiguales?
Con Mendoza me pasa como con Woody Allen: aun a sabiendas de que, como todo autor, tiene obras mejores y peores, me gustan todas. Más que decir “esta obra es de las buenas y esta es de las malas”, diría “esta es de las que está planteada con una ambición, y esta de las que tienen otra”. La verdad sobre el caso Savolta es su primera novela, le da muchas vueltas y está currada. La siguiente currada es La ciudad de los prodigios, a la que dedica once años, con alguna cosita entre medio. Va más allá del Savolta, porque Mendoza es un gran tejedor de registros literarios. En el Savolta cada capítulo reproduce un registro, pero en La ciudad de los prodigios está todo entretejido. Son dos libros con gran ambición literaria, otros en cambio están planteados como divertimentos.
¿El Gurb, por ejemplo…?
Sí, pero el Gurb ha vendido más de un millón de ejemplares, y está en los programas de lectura recomendada para enseñanza media. Parece una tontería, pero es una novela filosófica volteriana escrita en el último tramo del siglo XX. Tiene un humor muy chocarrero, pero yo me troncho todavía. Se tiene a hablar más de las novelas del detective majareta, pero están escritas en una semana, y enviadas sin copia, por correo ordinario, de Nueva York a Barcelona. Le daba igual si se perdía por el camino. ¿Qué hace una piltrafa del arroyo hablando en cervantino? Tiene mucha gracia eso. El año del diluvio me parece estupenda. Un terrateniente catalán que seduce a la monja, la monja que se va al monte y se reúne con el maquis… todo ese universo, muy bien ambientado en esa Cataluña interior, feroz, que es como un microcosmos, da mucho de sí.
Pasemos a la arquitectura: ¿Qué hay de arquitecto frustrado en Llátzer Moix?
«Tenían hipersensibilidad hacia los supuestos beneficios de la contratación de arquitectos estrella»
Nada, porque nunca he dibujado muy bien, y las ciencias exactas se me han atravesado mucho. Por tanto, nunca me lo planteé. Eso no quita que siempre me haya atraído la idea de la construcción. En los años 80, estando en la sección de Cultura de La Vanguardia, tuve la suerte de que Richard Meier pasara por Barcelona. Le querían encargar un edificio donde quisiera, y le enseñaron tres solares donde había proyectos de construir. Se quedó con el museo de arte contemporáneo, pero a mí como periodista me llamó mucho la atención que una administración invitara a un arquitecto y le dijera: “Haz lo que quieras, donde quieras”. Sacamos una información en la portada del día siguiente. Eso solo fue el pistoletazo de salida, bajo la alcaldía de Maragall, de un desfile constante en los años preolímpicos, en el año olímpico y en los siguientes. Y como nadie tocaba ese campo, y yo no soy muy partidario de dar codazos, vi un terreno virgen al que me podía dedicar.
Tras leer Arquitectura milagrosa, pensé que siempre que hablamos de burbuja inmobiliaria pensamos en otra cosa, pero, ¿no fue esa otra burbuja inmobiliaria?
La burbuja inmobiliaria era preexistente, aunque se fue modificando en los años del aznarato, con la modificación de la Ley del Suelo, que convertía cualquier solar en edificable con pequeñas gestiones. Pero los poderes públicos y privados lo utilizaron para vestir de una cierta respetabilidad arquitectónica sus proyectos, que tenían como finalidad el lucro. Se dieron cuenta de que las autoridades municipales habían desarrollado una hipersensibilidad hacia los supuestos beneficios inmediatos e irreversibles de la contratación de arquitectos estrella. Y los promotores, que otra cosa no pero largos sí son, lo descubrieron, y se dieron cuenta de que esos proyectos de firma obtenían un pase casi directo.
¿Qué ocurrió luego?
Algunos arquitectos se pasaron varios pueblos con esto. Calatrava es el caso más exagerado. Hubo un promotor que estaba dispuesto a pagarle 15 millones de euros por unas promociones de oficinas; el día que estaban a punto de firmar el contrato, Calatrava –que tiene acreditada una ratio de desviación presupuestaria del 2.7, no el 2,7 %, sino de multiplicar por 2,7–, le dijo que sus honorarios estarían asociados al coste final de la obra. Teniendo en cuenta que el coste se podía multiplicar por dos o por tres, el promotor le dijo que no y muchas gracias, que estaba ahí para ganar dinero. En definitiva, todo el mundo se espabiló mucho. Pero los primeros (¿quién fue antes, el huevo o la gallina?) fueron los bilbaínos con el Guggenheim, que vieron que por esa vía se iba a Roma. A partir de ahí se generaliza la conciencia de que un edificio muy llamativo puede poner a la ciudad en el mapa.
Los poderosos siempre han querido obras faraónicas, pero en el fenómeno de los arquitectos estrella, ¿hasta qué punto fue dimensión política?
«El Guggenheim se convirtió en un polo desde el que irradiaba la renovación de la ciudad»
Arquitectura y poder han ido siempre de la mano. Todavía tenemos ahí las pirámides, que son un reflejo primordial de todo eso. Luego eran los reyes, los papas y los muy ricos los que mandaban construir castillos, vaticanos y lo que fuera, pero era de una extensión limitada. Quien mandaba mucho en Baja Sajonia se hacía un castillito por allí, pero quién coño lo sabe. No era algo que trascendiera. La Florencia de los Médici y el duomo de Brunelleschi ya son otra cosa, se han convertido en hitos. Si haces el tour de Europa, tienes que pasar por ellos, ahora como hace 200 o 400 años. Lo que ocurrió fue que el poder, no el auténtico, sino el aparente, se atomizó mucho en estos últimos decenios. Todo el mundo quería tener su chiringuito. En la obra pública, el polideportivo de un pueblo de 2000 habitantes, a un kilómetro del otro en el pueblo de al lado, parecía que era imprescindible… para ganar la campaña, efectivamente.
Por no hablar de los aeropuertos.
El aeropuerto de Castellón es un capricho de Fabra, que le decía al nieto: aquí habrá un aeropuerto que habrá hecho tu abuelo. Cuando esto se generaliza, abre la puerta a los proyectos de una concepción más enloquecida e insensata. Algunos van muy bien, vuelvo al caso del Guggenheim de Bilbao. En los años 70 y 80, Bilbao era una ciudad en crisis: heroína por un tubo, obsolescencia en la tradicional industria siderúrgica y metalúrgica… Estaban muertos. Lo que pasa es que, como había dinero, dijeron de pasar del sector secundario al terciario. Los Guggenheim habían ido por toda Europa (Salzburgo, Venecia, etc) intentando vender la franquicia, porque tenían mogollón de cuadros estupendos en sus reservas del museo de la Quinta Avenida, criando polvo. Y lo que querían era moverlas y que produjeran. En Salzburgo o cualquier otro lado, cuando los del Guggenheim decían que la colección seguía siendo suya y que el edificio lo construyen ustedes, era un adiós muy buenas. En Bilbao dijeron lo mismo, la construcción la tienen que pagar ustedes, y la respuesta fue: ¿Y cuánto es? 23.000 millones de pesetas. Vale, en plan vasco, va, se hace. Y no problem.
¿Tenían tan claro que funcionaría así de bien?
«Años 90: Las galerías de arte iban bien, la arquitectura consolidaba la imagen de esa época feliz»
El planteamiento de entrada es para accidentarse. Y sin embargo, no solo se puso un museo en medio de la ciudad que fue el gran edificio global del cambio de siglo —reconocido como tal incluso por personas a las que no les gusta—, sino que se convirtió en un polo desde el que irradiaba la renovación de la ciudad. Bilbao era un sitio al que hace 30 años no íbamos. Veías esa nube gris y pasabas de largo. Y ahora, yo he estado yendo dos y tres veces al año. [Frank Gehry] era el jefe de filas de la vanguardia norteamericana, pero todavía no había dado el do de pecho. Y los momentos históricos son determinantes, hay momentos en que hay una ola que todo lo lleva en la dirección adecuada. Y otros que no. Los primeros son infrecuentes. Mucha gente se apuntó a esto después, por ejemplo en Sevilla con la plaza de la Encarnación. ¿Puede uno imaginar un mamotreto más impresionante que ese? Cuando lo inauguraron, tenían contratadas no sé cuántas campañas de publicidad… Pues a los diez días fue el 15M, les ocuparon el asunto y se acabaron las campañas de publicidad. Desde el primer momento, ese proyecto llevaba el germen de su propio fracaso.
Esta arquitectura milagrosa daba bien en la postal. Eso me recuerda una frase de Adolf Loos: “Yo reconozco la buena arquitectura porque no sale bien en la foto”. ¿Ha cambiado esto?
Son los años 90 y los primeros del siglo, el crecimiento infinito… Las galerías de arte iban bien, la arquitectura consolidaba la imagen de esa época feliz. En esos años la arquitectura tuvo una presencia en los medios de información general como no había tenido antes. ¿Por qué? ¿Por qué había una reflexión teórica sobre la arquitectura? No. Porque les daba unas imágenes estupendas. Ponte en el papel de un editor gráfico de un periódico. Incluso los proyectos de Calatrava, que enviaba unos renders impresionantes, ¡salían en fase de proyecto! Calatrava obtiene un contrato en los Emiratos Árabes para construir tres puentes que atraviesan la bahía de Doha: un puente, un tramo submarino, otro puente… ¿Qué locura de puente es esta, que te metes dentro del mar y vuelves a salir donde te da la gana? Era algo que había generado entre los editores gráficos un cierto apetito previo, ¡qué espectacular!
Obviar la funcionalidad, las bondades clásicas de un edificio, y apostarlo todo al espectáculo.
Claro. La forma era vicaria de la función, pero esto se invirtió, y la vicaria de la forma pasó a ser la función. Lo más importante era que la forma fuera llamativa y elocuente. En el caso del Guggenheim, es obvio que es mejor el exterior que el interior. Yo entro en el atrio y es una cosa que no se sabe muy bien cómo resolver. “Las salas están bien”. Coño, claro, deben de tener 2000 metros cuadrados, cómo no va a estar bien. Tú vas a uno de esos cubos blancos de 500 o 600 metros y ya es la bomba. Pero del mismo modo que tiene una función exterior y una irradiación muy positiva, el interior parece que no era tan importante. Gehry diría que no es verdad, pero yo desde fuera me caigo bastante de culo, y por dentro no me caigo de culo.
Ya que ha salido Calatrava: leyendo su libro, no puede asegurarse que hubiera una inquina personal previa antes de escribirlo, pero lo difícil es no tenerle un poco después de escribirlo. ¿Ha sido así?
La arquitectura son muchas cosas, desde la composición a la materialidad, etc etc. La buena arquitectura tiene que responder a esos requerimientos, como la relación con el emplazamiento en el que te sitúas, y en la actualidad muchos otros tipos, como la sostenibilidad, la condición verde del edificio, la regeneración de los materiales, el trabajar más la recuperación de lo ya construido… La manera en la que Calatrava afronta la arquitectura es un poco como la del joyero de marca que intenta producir una pieza exclusiva para su clienta, la marquesa de Tal. Hablamos de edificios con una gran presencia plástica y en los que el cliente suele ser una entidad pública, que administra a un colectivo social y sus recursos. La confluencia de Calatrava con estos agentes públicos, que muchas veces no han velado por el uso irreprochable de esos recursos, ha generado obras en las que la exageración es un elemento dominante. Eso además se producía en un momento en que Calatrava era muy a menudo presentado en la prensa española como el gran arquitecto español.
¿No lo era?
«Calatrava va a una reunión de un cliente que le quiere pegar un meneo y sale con dos encargos más»
Era el que gozaba de un mayor reconocimiento internacional en ese momento, eso es indiscutible: solo hay que mirar la cartera de realizaciones y pedidos repartidos en el mundo. Pero tanto desde cómo concibe las obras como a la vista de los resultados —a menudo decepcionantes muy poco después de su inauguración— me parecía que no casaba nada la presentación del arquitecto como la quinta maravilla de la arquitectura española con su trabajo en sí. Y me parecía que lo mejor era documentar cómo se habían hecho esas obras, y ya si de la lectura de esa documentación, alimentada por gente de su estudio, clientes, usuarios, se desprendía una opinión del gran hombre que no era óptima… Si te paseabas por el Palau de las Artes de Valencia a los ocho años de la inauguración, cuando se habían retirado todas las losetas, no hacía falta estar a favor ni en contra para saber que una obra, que había multiplicado varias veces su coste inicial, estaba en estado penoso… es obvio que había cosas que no se habían hecho bien.
Pero su mujer al principio del proyecto ya le advertía que podía meterse en un lío judicial. ¿Era desde el principio un libro “contra” Calatrava?
Es público y notorio que Calatrava tiene dos brazos armados: uno es el de las relaciones públicas, que te inunda con información sobre los acuerdos que hace con los chinos o los emiratíes, y luego tiene un brazo legal muy musculoso con el que se ha enfrentado a antiguos clientes y proveedores que han salido judicialmente perdiendo y condenados a sentencias millonarias. Lo de mi mujer es un recurso narrativo que sale en el prólogo, pero me cuidé para que no me pudiera agarrar por ningún sitio.
Hay un momento en el libro en que Calatrava declara delante del juez y alega a su favor los doctorados honoris causa de universidades de todo el mundo. ¿No habría que examinar también a esas universidades?
¿Cuántos científicos tienen veintipico doctorados honoris causa? No llevamos el recuento, y si Einstein hubiera vivido más años igual tenía más, lo ignoro. Es algo que yo no puedo demostrar, pero el hecho de que muchos de esos doctorados estén en las ciudades o muy cerca de donde posteriormente o poco antes ha construido, me da que pensar que hay una sinergia. No me he tomado la molestia de investigarlo; no creo que tenga interés tampoco, pero es verdad que él es un hombre muy avezado en las relaciones con los mecanismos del poder. En el libro un ingeniero cita a Martínez Segovia. “Calatrava va a una reunión convocado por el cliente, que está hasta aquí de los retrasos y sobrecostes y le quiere pegar un meneo. Calatrava sale de la reunión con dos encargos más”. La capacidad de seducción que tiene es algo sobrenatural. Yo lo he visto actuar, y hay clientes que besan el suelo que pisa porque han llegado a la convicción de que Calatrava les hace falta para que su ciudad se proyecte hacia el futuro.
La era de los arquitectos estrella, ¿pasó a mejor vida con la crisis?
«Los clientes de Calatrava quieren eso como tú querías un caramelo cuando eras pequeño»
Se ha desplazado más bien. Es verdad que en los países europeos y Estados Unidos se ha contenido, y sigue habiendo un apetito, no tan desmedido –y desde luego no en España, donde esa tendencia sufrió un correctivo muy importante– que se ha desplazado hacia Extremo y Medio Oriente. Sigue habiendo clientes con carteras muy abultadas, dispuestos a pagar para que les construya una torre de un kilómetro de alto, que ni siquiera está rellena de apartamentos: un porrón de pasta para hacer un mirador de un kilómetro de alto. También conocemos las consecuencias de cuando este modus operandi se expande como un virus y acaba alcanzando a localidades de 10.000 habitantes.
Cuando se casaron Chabeli Iglesias y Ricardito Bofill, alguien dijo que era el matrimonio entre el hijo del Julio Iglesias de la arquitectura y la hija del Ricardo Bofill de la música. ¿Quién sería hoy el Julio Iglesias de la arquitectura?
La pregunta es simpática pero lleva mucho peligro… [medita]. Pues mira, lo dejaremos entre Calatrava y Zaha Hadid. La comparación es jocosa, pero hay que saltar muchas barreras para que sea exacta. Es un divertimento y vale como tal, pero como autores o agentes que han apostado mucho por el componente de la imagen, de lo externo, del primer golpe, en ese aspecto sí son parecidos Julio Iglesias y Bofill. O te conquistan con el primer impacto o a partir de ahí dices ‘pffffff’. La defensa de Calatrava en círculos carpetovetónicos era: “Claro, en España a lo nuestro, cuando triunfa, le queremos dar palos”. Pues no: es que cuesta cuatro veces más de lo que te dijo. Si un arquitecto te dice que tu casa en la playa te va a costar diez, y luego te dice que te va a costar cuarenta, lo empapelas ahí mismo. Su mujer es un lince, y hace unos contratos que no te los crees. Y sus clientes van rendidos como corderos pascuales. Firman cualquier cosa porque quieren eso, como tú querías un caramelo cuando eras pequeño. ¡Lo quieren!
En Sevilla hubo una biblioteca de Zaha Hadid proyectada y aprobada, y los vecinos obligaron a detener la obra porque preferían que siguiera siendo un parque. ¿Fueron unos insensatos?
Los vecinos suelen tener aspiraciones muy pedestres pero muy comprensibles: quieren los bancos, la sombra, la fuente y la petanca, y si hay un kiosquito para tomarse unas birras… Espacio exterior, en las ciudades lo que falta es un espacio agradable, y espacio verde todavía más. Son ambiciones plausibles, las entiendo y las respeto. No todas las ciudades tienen parques de sobra para pasear al niño con el carrito. Si hay una demanda en ese aspecto, entiendo que pueda priorizarse sobre la demanda del mamotreto. Y más con la experiencia de los últimos 20 años.
La Barcelona que se vendió como ciudad modélica desde el punto de vista arquitectónico y urbanístico, ¿sigue siéndolo en la era del procés?
El procés todavía no ha metido mano en Barcelona, ahora hay otro debate, sobre la Barcelona de Colau. Hay algo que se conoce como urbanismo táctico, que consiste en coger carriles de tráfico rodado y poner sillas para las terrazas de los bares, o para poner carriles bici, o carriles pedestres… Lo ha hecho con un estilo poco consensuado, con cierta nocturnidad y con unos colores muy chillones, vistosos, amarillos… Y está habiendo una cierta respuesta y una cierta incomodidad.
¿No son buenas ideas?
«El transporte privado no lo puedes constreñir de un día para otro cuando el público no se ha mejorado«
En la medida en que estas modificaciones pueden estar inspiradas por las directivas europeas de reducir las emisiones están cargadas de sentido. Otra cosa es que aprovechando la pandemia se ha dicho que hacía falta espacio para la distancia social, y otra es que se haya hecho sin consenso no de los vecinos, o de los sectores comerciales, sino de todos los que se pueden ver afectados. El transporte privado no lo puedes constreñir de un día para otro cuando el público no se ha mejorado u optimizado de un día para otro. Luego, en términos de vista urbanísticos, la operación del 92 tenía una ambición que no están teniendo las transformaciones actuales. Los gestores municipales de urbanismo lo miran con un aliento distinto del que se miraba antes.
¿Cómo es ese nuevo aliento?
Lo formal les parece más secundario, y lo urgente le parecen esas exigencias medioambientales. Es curioso, porque la transformación del 92 se produce bajo la rectoría de Oriol Bohigas, que es un gran intelectual. Al día siguiente de que lo llamara el ayuntamiento, ya lo estaba haciendo todo. Ahora, curiosamente, una de las personas con más poder es Josep Bohigas, su hijo, que pertenece a otra generación totalmente distinto en su ideario, y lo está aplicando.
Para terminar, consulte su bola de cristal y dígame si veremos la Sagrada Familia abierta en 2026.
Esta misma semana dijeron por primera vez que a lo mejor no terminaban en el 26, año del centenario de la muerte de Gaudí. Un argumento dice: claro, como llevamos seis meses sin turistas, no tenemos dinero. Eso había sido una máquina de hacer dinero durante los últimos años. Cerca de cinco millones de visitas a 15 euros la entrada: haz los cálculos. La propiedad por una parte eran religiosos, y estaban en una misión de dios, y luego estaban los arquitectos que consideraban que la continuación de las obras sin documentación suficiente del autor era una cosa inadecuada. Había quien decía: las catedrales se construyeron a través de siglos, los autores iban cambiando. Sí, pero eran góticas, tardaban cien o trescientos años y luego se les colocaba una portada barroca, y quedaba lo que quedaba.
Pero la Sagrada Familia es diferente…
Aquí no hablamos de una catedral gótica o rococó, estamos hablando de la obra de un genio y como tal imprevisible. Y es lógico que desde la óptica de la arquitectura y del respeto íntimo a Gaudí, que por cierto era un tío que sabía conjugar la religión con la geometría, con la naturaleza, es una cosa increíble… era un genio. Por eso creo que está cargado de razón el bando arquitectónico cuando decía: No lo continuéis, dejadlo como está, porque lo vais a desfigurar, a arruinarlo. Ahora, los promotores de la iglesia dicen “No se podrá acabar en el 26… a no ser que haya un milagro”. Como lo querían canonizar, igual ese milagro les venía de perlas.
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