Entrevista

Manolo Sanlúcar

«Yo soy artista, pero la parte del trabajador no la perdono»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 29 minutos
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Manolo Sanlúcar (Enero 2021) | © Quico Pérez-Ventana

Sanlúcar de Barrameda | Junio 2022

En una recóndita urbanización sanluqueña habita el maestro. Su casa no tiene pérdida: posee el nombre de una de sus composiciones más conocidas. En el interior, bañado por la luz matinal y vestido con un kimono, Manuel Muñoz Alcón (Sanlúcar de Barrameda, 1943), universalmente conocido como Manolo Sanlúcar, tiene un aire de sabio zen que casa bien con su sensibilidad y su talante reflexivo. Tocado pero no abatido por la enfermedad, el creador de algunos de los más memorables trabajos de la historia del arte jondo recibe al periodista con toda hospitalidad. Más solemne al principio, poco a poco se relaja y la sonrisa aflora frecuentemente a sus labios cuando se trata de rememorar episodios de su larga vida profesional, aunque tampoco elude hablar de las heridas que le han marcado.

No esconde su orgullo al recordar el proyecto enciclopédico que le ha llevado quince años de desvelos, La guitarra flamenca, y que significó su retirada de los escenarios, aunque no del toque. Una obra magna, publicada en 2021 y compuesta por dos libros, divididos en cinco volúmenes, y 13 DVDs con más de seis horas de actuaciones que presentan 41 temas musicales, incluidos cante y baile, realizados por el propio Manolo Sanlúcar con más de 40 artistas invitados. La finalidad del maestro, que aquí muestra su vocación de maestro, es un compendio no solo artístico sino también didáctico de los diferentes palos del flamenco.

[Manolo Sanlúcar falleció el 27 de agosto de 2022, dos meses después de realizarse la entrevista]

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Una guitarra flamenca, ¿era lo mismo en un hogar como en el que usted creció, que en una casa de hoy, en el siglo XXI?

«El hambre enseña mucho, y el hambre en el flamenco tiene mucho sentido, provoca la composición»

Posiblemente no. La manera de mirar la guitarra flamenca de hoy no es la misma, a pesar de los lazos comunes con la guitarra tradicional. La diferencia está en la conciencia en la que se va a instalar el guitarrista. Hoy, como tantas cosas, los asuntos se simplifican para que lleguen más fácilmente a la gente, y eso influye en el carácter final con el que uno se sitúa, y lo que transmite a los demás. Pero estas son evoluciones dirigidas, no nacen espontáneamente, se va por los caminos que convienen a quien convenga. Hoy no existe la observación de los valores que existía en mi época, o en la época anterior a la mía. Teníamos una conciencia de la evolución, nos sentíamos responsables de algo que estaba naciendo, aunque llevaba muchos siglos gestándose.

En sus memorias recuerda las penurias que existían a su alrededor. ¿El hambre puede ser una buena escuela para algo, o por el contrario es siempre algo degradante, que no enseña nada?

Yo creo que el hambre enseña mucho. Y el hambre en el flamenco tiene mucho sentido, provoca la composición. Por ejemplo, me estoy acordando de una letra de bulería por soleá que decía: «Si no fuera por mi hermana/ me hubiera muerto de jambre./ Nunca le faltó a mi hermana/ cachitos de pan que darme». Ese pensamiento o recuerdo el artista lo aprovecha para recrear un sentimiento de ternura, de solidaridad.  

En el documental que le hizo Juanma Suárez, su hermana decía que usted no había sido nunca un niño, sino que siempre había jugado a trabajar. Pero un músico, ¿no es un niño que está jugando y sueña, aunque haga cosas muy serias? ¿Los juegos que no tuvo de niño, no le acompañaron el resto de su vida con una guitarra en la mano?

Yo no niego ni afirmo la existencia de Dios, lo que sí cuestiono es la enseñanza de la Iglesia

Yo creo que nunca he sido niño. Y hay algo que me marca muy pronto: tenía apenas cuatro años cuando un familiar nos lleva a mi hermana y a mí —recuerdo hasta el lugar— a ver a un amigo nuestro. Mi abuela era la que determinaba mi educación y elegía a mis amigos, y así había ocurrido con aquel niño. Cuando llegamos, desde la cama me echó una sonrisa, pero una sonrisa afectada: sabía que se estaba muriendo. Al otro día, volviendo de la feria de Jerez, había muerto. Y me pregunté: ¿por qué mueren los niños? Yo me hago esa pregunta a esa edad, y eso queda instalado en mí. Desde entonces le estoy haciendo esa pregunta a Dios.   

En sus memorias hace usted muchas alusiones a Dios, y se ve una profunda espiritualidad… Pero sin Dios, como si ya no pudiéramos fiarnos de él. ¿Es así?

Claro, es un arreglo que hace el hombre para convivir con una fantasía. Yo no niego ni afirmo la existencia de Dios, lo que sí cuestiono es la enseñanza de la Iglesia. Lo único que ves son apaños, y yo creo que Dios es más generoso que todo eso, si es que existe.

Borges, el escritor argentino, decía que Dios era la cumbre de la literatura fantástica.

Pero tampoco se puede negar absolutamente, porque uno no tiene datos para hacerlo, como no tiene para afirmarlo. Ahí radica el éxito de la Iglesia, de las iglesias. 

Su madre le decía que si se dedicaba a la guitarra tendría «hambre, cansancio y sueño». ¿Se cumplió el vaticinio en algún momento?

No, no… Respecto al hambre, una pequeña experiencia: con 14 o 15 años yo iba como guitarrista en el espectáculo de Manuel el Malagueño. Era Semana Santa, y en esas fechas todos los espectáculos se paraban. Pero el Malagueño tuvo un gesto de orgullo y se mantuvo, aunque la gente no fuera al teatro. Y la compañía no pagaba, claro. Recuerdo que me vi con una moneda, un duro o así. Yo fumaba y solo tenía aquello, lo eché al aire: si salía cara, me compraba un bocadillo, si no un paquete de tabaco. Me salió el bocadillo, pero me compré el tabaco [risas].

Fumaba Celtas además, ¿no?

Celtas. Pero también he de decir que aquello fue un gesto teatral, porque también tenía el teléfono para que mi familia me mandara dinero.

Su madrina fue nada menos que Pastora Pavón, y usted le puso su nombre a una guitarra. ¿Qué recuerdo tenía de ella?

Me acerqué a la guitarra de concierto porque vi que ahí era donde yo podía reflejar mi inquietud y mi personalidad

Sí, bauticé la primera guitarra que me compré con su nombre en señal de gratitud. La quería mucho y recibía mucho cariño de ella. Me trataba como a un nieto, y pasábamos la gira juntos. Cuando llegábamos a los pueblos, en aquella época, como no había medios, apenas radio, todos los artistas se iban a hacerse ver a la plaza del pueblo, para que supiera todo el mundo que había actuación. Y yo me quedaba en el teatro siempre. Me obsesioné afortunadamente con la guitarra, y la guitarra me respondió. Yo en mi camerino y Pastora en el de su marido, Pepe Pinto, me llamaba «gatito», porque tenía el pelo muy negro y muy cerrado… «Gatitoooo, vente para acá». «Gatito, tú olvídate de mí y ponte a tocar». Pero cuando hacía cualquier cosa de acordes coherentes, empezaba a entonar y a contarme cosas de ella, de su hermano…

Un regalo de la vida.

Seguramente no tenía yo la conciencia para aprovechar todo aquello. Lo que sí llegué a saber era que aquello era de una importancia extrema. Un día, en San Fernando, en un cine de verano, íbamos a trabajar y a mi padre, que había venido a verme, lo llamó el Pinto y le dijo: «Isidro, no veas cómo está Pastora con el niño». Pepe Pinto me decía también «Llámala, llámala», y yo empezaba a tocar por tientos, tan tin tan traaaaan, y Pastora, que estaba a una distancia considerable, me responde. «Gatitoooo, ¿ya me estás llamando?» Fíjate la cercanía que llegamos a tener. Me marcó para toda la vida.

Luego acompañó a Pepe Marchena, a quien usted alguna vez ha definido como «un agujero negro». ¿A qué se refería?

Yo mismo quise ser torero y llegué a torear en un festival en Madrid… y me dieron dos orejas

No tenía fondo, no se sabía adonde llegaba, se absorbía a sí mismo. Resulta algo complicado, dentro de una misma cultura, que haya diferencias tan grandes de entendimiento y de valoración. Yo he tenido la experiencia de acompañar —no mucho— a Antonio Mairena y a otros muchos de los grandes cantaores. Luego me acerqué a la guitarra de concierto porque vi que ahí era donde yo podía reflejar mi inquietud y mi personalidad, pero me gustaba también acompañar al cante. Yo salí con Marchena porque Pepe Pinto me lo presentó una vez que él descansaba. Un empresario, Saavedra, tenía dos espectáculos flamencos, uno encabezado por Marchena y otro por Pinto. Cuando Pinto llama a mi padre a Sanlúcar, diciendo que no paraban de hablarle de mí, mi padre decidió que me acompañara un cantaor, el Quija. Debió de ser un figurón de su tiempo, porque el Pinto cuando lo vio no se lo podía creer. Y en el sótano del bar Pinto un recital. Recuerdo que cuando el Quija empezaba a cantar se callaba todo el mundo, pero cuando paraba, se ponía a hacer comentarios y no escuchaba mi guitarra [risas]. Entonces Pastora cogió su silla y se puso delante de mí, y no paraba de jalearme.

Si Pepe Marchena era un agujero negro, La Paquera, ¿qué fenómeno de la galaxia era?

Era un terremoto, ¡el Big Bang! [risas]

Uno con la voz dulce, ella torrencial, ¿no había que cambiar por completo la forma de tocar con ellos?

Eso fue una suerte, como si la guitarra me estuviera predestinada… Perdona mi petulancia, pero si no fuera así, ¿cómo habría podido hacer mi carrera? Todos los pasos que fui dando sin buscarlos fueron en pos de un permanente conocimiento, encontrándome con tantas cosas… Empezando por que yo, con ocho o nueve años, empezara a interesarme por la música, que aprendiera a leer cuando en flamenco prácticamente nadie lo hacía… Yo veía a mi padre leer música, él fue discípulo de Javier Molina, que entonces era junto con Montoya como Paco de Lucía y yo. Esta experiencia me llevaba permanentemente a crecer y a conocer un mundo lleno de poesía, a reunirme a escritores magníficos, artistas plásticos…

Manolo Sanlúcar (Enero 2021)
Manolo Sanlúcar (Enero 2021) | © Quico Pérez-Ventana

Cuando habla de predestinación, ¿es porque ahora repasa su historia y ve una coherencia?

Exactamente. Absolutamente coherente. Yo soy el resultad de mi experiencia, y ésta me la dicta el destino de una manera muy concreta.

Volviendo a Borges, decía que lo que llamamos azar tiene sus reglas precisas, que no conocemos…

Claro, así es. Ahí hay un mecanismo que se nos escapa.

Me gustaría que me hablara de su hermano Isidro, a quien personalmente admiro como guitarrista, como productor y también como letrista. ¿Cómo ha sido su convivencia con él?

Isidro es un artista inconmensurable. Si no se conoce más es porque él huye de la gente, y no comparte nada. Se resiste a los dictados de la vida. Algunas veces he tenido tropiezos con él, porque vi muy pronto la capacidad que tenía y lo artista que era, pero no le dedicaba a la guitarra el tiempo que necesita. Tenía, o tiene, una visión más espaciosa, una mirada más ancha de la que tenemos los flamencos. No se preocupa si lo que hace le va a gustar a este o al otro. Él vive para realizarse y gustarse a sí mismo.

No es mala filosofía. Cambiando de tema, y pensando en su afición taurina, ¿la música tiene algo de toreo, o el toreo tiene algo de música?

Las artes todas se tocan. Cuando compuse La tauromagia, se hizo una encuesta para preguntar cuál era el mejor disco de flamenco, y dijeron que era el mío. Cuando se quiere hacer una película determinada, se busca una banda sonora apropiada, y creo que a La tauromagia le pasa lo mismo. Esa relación entre el motivo y la música que acompaña se da de tal manera que no podría ser de otra forma. Desde niño, cuando empezaba a componer, sacaba algo y cuando los niños venían a buscarme para jugar a las bolas, a lo mejor se me olvidaba, porque no tenía forma de escribirlo. Así que dejaba las bolas y me iba corriendo a casa a por la guitarra, a ver si liberando los dedos recordaba la melodía.

Usted sabe que hay una fuerte polémica con los toros, se dice que la fiesta no es arte, que es una masacre… ¿Cómo lo vive?   

Le tiraba a los pájaros, y cuando veía caer alguno, me acercaba y si estaba vivo no era capaz de matarlo

Fíjate, lo que no me gusta a mí es precisamente que lo llamen fiesta. Para mí es un rito. Yo terminé yendo poco a los toros, precisamente porque cada vez me hacía sufrir más la muerte del animal. Pero el hecho de no ir no era contra los toros, a los que yo siempre defenderé como el arte más grande que existe: el único que se realiza en peligro de muerte. Y si la muerte es lo más significativo que vive el ser humano, ese arte es fruto de un carácter, el carácter de un pueblo que se ha expandido, pero no ha llegado a cubrir el mundo como otras artes. Lo sé bien porque yo mismo quise ser torero, y llegué a torear en un festival en Madrid. Estaban Pedro Carrasco, Rocío Jurado vino de madrina, y se llenó Las Ventas como no se había llenado nunca. Y me dieron dos orejas [risas], aunque más bien debería decir que me las regalaron. Luego he ido a muchos tentaderos, sé lo que se siente. Es lo mismo que me pasaba con la cacería, mi abuelo me llevaba desde que tenía tres años, y al cabo de los años volví a Sanlúcar y la retomé con la escopeta. Me parece una cosa mágica, pero ¿qué me pasaba? Que le tiraba a los pájaros, y cuando veía caer alguno, me acercaba y si estaba vivo no era capaz de matarlo. Me llevaba el pájaro y entre mi mujer, mi hijo y yo lo curábamos y le dábamos de comer. Me ponía a fantasear pidiéndole a Dios, o a la Virgen, que los ángeles tiraran pajaritos que fueran mecánicos, no seres vivos [risas]. También es verdad que yéndote de cacería, a veces, te aburres mucho. Uno se aburre de todo.

También ha estado muy cerca de la pintura, incluso llegó a dedicarle una obra a Baldomero Resendi. ¿Son música y pintura las artes más conectadas?   

Sí, en la pintura se habla de tonos, como en la música. Yo creo que toda la pintura que se ha hecho desde la visualización del sentimiento, no desde la carajolada esta en la que te ponen el cuadro sin un brochazo… Tiene mucho que ver, me apasiona tanto como la guitarra. Lo he intentado, lo que pasa es que ahí me castigó Dios. «Más cosas no, ¿eh?, Manolo», eso debió de decir él con ganas de amarrarme las manos a la espalda [risas].

¿Ha sido siempre Resendi su pintor favorito?

Yo creo que desde que lo conocí le vi una vida interior magnífica. Afortunadamente, hoy tengo una buena colección de pinturas suyas.

Hemos dicho que su primera guitarra se llamó Pastora. ¿Recuerda otros nombres que les haya dado a sus instrumentos?

No, no puse más nombres.

«Mi guitarra no es un instrumento, tiene vida propia. Es mi condición y mi espejo». Eso lo escribió usted, ¿siempre ha sido así?

Ten en cuenta que es lo primero que yo escucho. Cuando mi madre da a luz, ella está en su casa, y mi padre le toca la guitarra. En el parto. Para mí, te lo puedo jurar, la guitarra era una persona de la casa.

Existe esa conexión con el instrumento, y por otro lado se habla mucho de la relación del artista con lo divino, los trascendente. ¿Eso lo ha sentido alguna vez?

Tenía que decidir entre seguir con los conciertos o escribir la obra que he terminado hace poco, y que me ha costado quince años

Muchas veces, componiendo, pienso «Esto me lo están dictando, yo no tengo capacidad para hacer eso». Como si no naciera de mí. Me ocurre a menudo, porque ya entras en esa dinámica de quién me ha puesto aquí, qué hago yo aquí… Muchas veces, si adquieres compromisos, para entregar una música en la fecha acordada, tienes que apretar y entra la profesión. Pero siempre procuro conectarme con ese misterio que no explica nada con la palabra, pero lo explica todo con la música.

También ha dicho que recuerda pocos días en su vida en los que no haya tocado. Cuando llegó la hora de colgarla para dedicarse a su enciclopedia, ¿qué hay? ¿Un vacío, un vértigo?

Mira, hasta en eso he sido afortunado. Cuando decido dejar la guitarra, es porque tenía que decidir entre seguir con los conciertos, con todo lo que significaba aquello, o escribir la obra que he terminado hace poco, y que me ha costado quince años. Claro, te metes en una creación que no sabes el tiempo que te va a pedir. A los 5 o 6 años, me di cuenta de que aquello era imposible, que cada cosa me solicitaba por entero. Y yo sabía la importancia que tenía la obra. Cuando ya la vi hecha, vi que nunca había tomado una decisión más acertada en mi vida. Ya hay suficientes guitarristas con afición de ser solistas, de expresarse por sí mismos y no a través de un cantaor, y son muy buenos. Entonces yo ya no soy imprescindible. Sin embargo, sí lo soy en lo otro, en esa primera vez de llevar al flamenco a ese nivel.

Por otro lado, usted ha destacado siempre por dedicar grandes esfuerzos a la docencia. ¿Esta obra no es una forma monumental de continuar esa labor?

Es un trabajo importante. Ahora estoy tan seguro de lo que he escrito, y está todo tan documentado, que no hay espacio para el enfrentamiento. ¡Pero lo va a haber! Porque el que quiera hacerse notar, lo buscará… Mi planteamiento ha sido seguir el desarrollo de los principios que expresa Pitágoras. A partir de eso, he seguido hasta cubrir dos mil páginas.   

¿Alguna vez, enseñando a guitarristas jóvenes de forma altruista, ha pensado que sacrificaba algo de su propia carrera?

No, porque eso entraba dentro de mi carrera. Porque lo primero que quiero que sea es un buen ser humano, y después un buen guitarrista. Yo tenía que devolverle a mi cultura por lo menos parte de lo que me había dado. Y aquí, en mi casa, nunca se le ha negado un techo y comida a un guitarrista. Yo atiendo a los que les encuentro maneras, tampoco soy un imbécil que pierda el tiempo con una persona que no sirva.

Una parte de la afición, que tiende a comparar y confrontar, le ha reconocido a usted esa generosidad, mientras que piensan que Paco de Lucía fue más egoísta, por no haber compartido sus saberes. ¿Usted qué diría?

Yo no solo quiero ayudar a construir un guitarrista, la enseñanza es primero ser una persona honesta, responsable

Bueno, Paco era un hombre inmediato. Aparentaba no tener casi reflexión, aunque sí tenía mucha. Pero no daba a conocer su realidad. Fuimos muy amigos, compadres, yo soy padrino de su hijo, y hemos hablado en lo positivo y en lo negativo. Paco me dijo un día, mientras escuchábamos una grabación precisamente titulada «Compadres»: «¿Sabes qué, Manuel? Tú con la melodía, y yo con el ritmo, si nos juntamos, no hay nadie capaz de hacernos mella». Lo juro por la memoria de mi hijo. Y sin embargo, Paco era capaz de criticarme públicamente, porque no podía soportar que alguien le hiciera sombra, o no le dejara reflejar su genio.

Imagino que ser guitarrista en los años 80 en España, teniendo a Manolo Sanlúcar y a Paco de Lucía ahí, debía de ser al mismo tiempo un privilegio y también algo acomplejante, ¿no? ¿Había algo de eso?

Claro, por eso Paco se esconde, para que no lo vean. Y yo me traigo al que me solicita, le doy cama y comida y no solo eso, lo introduzco en el mundo de la literatura. Mis discípulos todos pueden mantener una conversación sobre pintura o literatura. Yo no solo quiero ayudar a construir un guitarrista, la enseñanza es primero ser un verdadero ser humano, una persona honesta, responsable. Ahí están todos los que han pasado por mis manos, hoy primeras figuras.

Paco hablaba de la guitarra como una esclavitud, la llamaba «la hija de puta»…

Eso viene de antes. Paco era así ya con su padre. Él sale al público odiando al público. Para eso, para tranquilizarse, sale a escena maldiciendo al público. Y todo le viene de cuando era niño-niño, veía cómo a las doce de la noche se tenía que levantar el padre de la cama, con unas hemorroides tremendas, para irse a la venta a tocarle a los señoritos. Pero no odiaba la guitarra por sí misma. Sabía la importancia y la categoría musical que tenía lo que él hacía.

¿Usted ha tenido alguna vez una mala relación con el público?

En absoluto, yo salgo bendiciendo al público. He salido siempre extrañado: ¿será posible que vengan aquí, dejando a los niños con los vecinos para poder escucharme? Es una responsabilidad que yo asumo con mi pueblo. Antes, los artistas de Sanlúcar aparecíamos poco en público aquí, no se nos daba nuestro sitio. Y un día me viene una nueva hermandad de Semana Santa, la que llaman del Cristo de los Pelos, y me pide un concierto para recaudar fondos. Me comprometí con ellos aunque faltaba mucho tiempo para la cita. Entonces el Ballet Nacional llevaba una obra mía, Medea, y yo tenía que interpretarla en Melbourne, Australia. Yo tenía que venirme de allí para no dejar colgada a la hermandad, llegué a Madrid, cogí el coche con mi hermano Isidro, y nos vinimos a Sanlúcar. Cuando llego a ese patio de colegio, había dos filas de butacas. Y yo venía de donde venía, de un teatro de Melbourne donde, para andar por los camerinos, te daban un carrito, de la distancia que había entre uno y otro.

Entonces vio que nadie es profeta en su tierra.

En tres o cuatro años quieren tocar a la misma velocidad que un gran maestro, pero esos no son los valores de la música

Sí, y me acordé de lo que decían mi padre, los amigos de escenarios: «Hay que ver este pueblo, cómo es este pueblo…». Me subí al escenario, no sé cuántos temas toqué. Tenía preparada una tijera y dije: «Señores, esto es la primera vez que lo digo. Los toreros, cuando uno llega a una plaza y encuentra un caso de este tipo, a un público que no merece el esfuerzo del artista, se quitaba la zapatilla, sacudía la arena del albero, como diciendo que esa arena no la pisaba más. Como no soy torero ni tengo zapatillas, tengo la guitarra y estas tijeras. Así que como muestra de que no voy a tocar más aquí…». Y sin embargo, no mucho tiempo después otra entidad benéfica me pidió tocar, y esa vez el teatro se puso abarrotado.

¿Y es cierto que se ofreció a dirigir en Sanlúcar una escuela municipal de guitarra, y no lo aceptaron?

Sí. Yo no digo cómo es, sino cómo el pueblo se muestra con su gente. No es extraño, aquí hay gente de otros lugares que no tiene nada que ver con el andaluz nativo o nato, de condición o de historia. Hacer convivir a todos no es fácil: unos quieren ser modernistas, los más jóvenes se mueren por conocer una frase en inglés, para tener algún enlace con Norteamérica, y en el momento en que la gente deja de atender sus tradiciones, deja de ser quiénes son. Y no podemos ser el resultado de la base de Rota y la de Morón, no podemos ser hijos de estos accidentes. Te diré una letra: «Dijo a la lengua el suspiro:/ échate a buscar palabras/ que digan lo que yo digo». Fíjate.

Eso es mejor que Bob Dylan.

Y a Dylan le han dado el Nobel [risas]. Si todavía cantaran lo de Bob Dylan, no estaría mal… Mi padre llegó un día y nos dijo ¿Queréis saber cómo se va a cantar dentro de siete u ocho años? ¿Cómo, Pa’? Pues así: «Te vi en la ventana/ te vi en la ventana/ te vi en la ventana/ te vi en la ventana/ te vi en la ventana/ te vi en la ventana/ y tú no me vis-tea-mí» [risas].

Un profeta. Y de guitarristas actuales, ¿cómo ve el panorama? Se dice que nunca ha habido más nivel técnico, pero tal vez falta contar algo…

En todos las artes y conocimientos que se adquieren de manera espontánea, no a través de doctores, se dan estos peligros. La gracia de la letra que te dije antes quizá no la pillaría un joven, quizá se fijan en lo más llamativo, una voz potente, el hacer muchos gorgoritos…

¿Y con la guitarra?

Y con la guitarra, los alardes, llamar la atención por la velocidad… Pero hoy tener velocidad no tiene ningún sentido. En tres o cuatro años quieren tocar a la misma velocidad que un gran maestro, pero esos no son los valores de la música. Por otra parte los flamencos no saben analizar la música, la valoran desde la intuición, pero sin poder explicarla. Si no pueden asumir ese conocimiento con conciencia, es que no tienen la explicación para poder transmitirla. De manera que muchas cosas se quedan por el camino, y este es el hándicap que tenemos que afrontar. Hoy encuentras magníficos guitarristas que no tienen ni idea de ciencia musical, y sin embargo hacen obras que te quedas embobado. Es uno de los milagros del flamenco.

De sus alumnos, ¿puede ser Vicente Amigo el que más sabiamente haya recogido y plasmado sus enseñanzas?

Vicente Amigo estuvo ocho años conmigo, comiendo y durmiendo aquí, eran clases de guitarra de 24 horas al día

Ha sido el que más tiempo ha estado. Estuvo ocho años conmigo, comiendo y durmiendo aquí. Eran clases de guitarra de 24 horas al día. ¿Has escuchado a Daniel Carmona? Ese es otro que ha tenido una formación similar, porque ha estado conmigo siete u ocho años también. Yo a todos los trato de diferente manera y de igual manera. No suelo enseñarle mis cosas al alumno; quiero desde el principio despertarle su iniciativa en la composición, que no se convierta en un imitador. Le presento las cosas de manera abstracta, y él me ofrece, de lo que ha escuchado, una frase. Si veo que está en la onda —que no en la línea melódica— de lo que yo le he expuesto, le sigo guiando para que vaya dando pasos en el desarrollo. Voy rectificando cuando veo que el discurso se le va a terminar muy pronto, prueba por otro camino… Desde el principio, él asume lo que está haciendo, no es un mero copista.

¿Qué recuerdo tiene de la experiencia con Carlos Saura?

Estupenda. Saura es un gran ser humano, y eso es lo primero que yo valoro. Y luego es un artista increíble, una persona tremendamente interesante. Se puede mantener con el diálogo abierto, puedes exponer tus cosas y él te escucha con los ojos, con las orejas… Estuve en la dirección musical de Sevillanas con él, Flamenco lo hizo mi hermano Isidro, muy bien por cierto.

Para terminar, ¿es cierto que todo el esfuerzo de esta magna obra enciclopédica ha recaído sobre sus espaldas, sin apenas apoyo institucional? Se ha hablado de dos millones de euros…

Y más, y más. Tuve apoyo, lo que pasa es que quien planteó la intervención de la Junta de Andalucía fue Bibiana Aído, pero los gastos que llegaron a cubrir no eran los que me habían prometido. A mitad de la obra se retiraron y no respondieron a lo que habían firmado. Se retiraron y ni siquiera alguien de la dirección dio la cara, mandaron prácticamente al niño del tabaco para que me llamaran por teléfono, tampoco vinieron a verme. Y claro, en el momento que me plantearon aquello, que no querían seguir, dije que nada, seguiría yo solo adelante. Yo sí puse el sello de la Junta de Andalucía, como me había comprometido. El problema es que en la Junta no hay un equipo, sino un director pensante, que premia y despremia. Hay que tener más cuidaíto, como se dice en Sanlúcar, con quien te relacionas.

Ahora que la salud le está dando algunos reveses, ¿encuentra consuelo en la música? ¿La música cura?

Permítame que me exprese un poco jactancioso. Porque ahora, cuando escucho algunas de aquellas obras mías, llego hasta a sentirme bien. No reniego de nada, asumo mis deficiencias, que las tendré seguramente, pero yo no las conozco, porque si las conociera las cambiaría… De lo que me siento hasta orgulloso es de mi capacidad de trabajo. Y que nunca le he fallado a la responsabilidad del trabajo. He hecho barbaridades por el trabajo, he ido a San Sebastián, sin dormir, y al llegar no dormir, sino ponerme a estudiar. Me pasó a menudo, llegaba al hotel, me metía en el retrete, le ponía una esponja a la guitarra, y a tocar. Mira, cuando yo me casé, le dije a mi mujer: «Yo voy a trabajar sin parar, pero vamos a tener un día de descanso a la semana. Ese día lo tenemos para lo que tú quieras, ir a comer por ahí, el cine, el teatro. Ahora bien, eso lo haremos si yo he terminado el estudio cotidiano, que me lleva cinco o seis horas».

Y lo ha cumplido, imagino…

Mi mujer ha ido sola, y con mi niño, más veces a cualquier lado que conmigo. Eso es lo único que no se perdona en esta casa, faltar a las obligaciones. Y perdona otra petulancia: yo soy y me considero artista, pero la parte del trabajador no la perdono. En eso hay que hacerse, sí o sí. De lo que pesa la guitarra, pesa muchísimo más un azadón del diez. Y es una suerte que la naturaleza te haya dado la posibilidad de hacer música, de crearla. Eso lo da Dios, pero lo tiene que mantener tu trabajo y tu voluntad. Y no puedes fallar ni un día. Esto te lleva además a tener la suerte de que, como estoy ahora a punto de cumplir 78 años, hago un recuento de mi vida y pienso: «Casi podría decir que ha sido perfecta». Eso es muy diferente de lo que sienten tantos que dicen: «Mecachis en la mar… si yo hubiera». Eso sí me habría llevado al suicidio a mí, decir «Si yo hubiera…». No. Yo he hecho.