Las milongas de Estambul
Ilya U. Topper
A primera vista parece un bar normal. Si no fuera por un detalle curioso: todas las chicas que llegan a este local, escondido en el tercer piso de un edificio en una calle animada de Estambul, traen en la mano una bolsa de plástico. En la puerta se agachan, extraen unos zapatos de tacón alto, se quitan las botas. Listo. Un cambio de pocos segundos, pero es lo que les permite traspasar el umbral, entrar en ese otro universo que se esconde tras las notas de Astor Piazzolla.
El bar Tangojean es sólo uno de los muchos locales de Estambul donde acuden los amantes de la milonga. En las mesitas, algunas parejas toman cerveza, otros observan la pista. “Llevamos abiertos desde hace diez años, siete días a la semana, siempre con tango”, asegura un camarero. En la puerta de la calle, ninguna señal indica el nombre: bailar tango en Estambul es casi formar parte de una hermandad secreta, circular por un mundo invisible.
“El tango entronca con nuestro concepto de virilidad y a la vez con nuestra melancolía”
No hace falta presentarse: haberse puesto los zapatos de tacón equivale a mostrar la tarjeta de miembro. En el Tangojean pasa de boca a boca o de pie a pie el nombre del siguiente local donde montarán una milonga. Donde unos y otros coincidirán días o incluso horas más tarde. Abajo gritan su nombre los bares de salsa, de jazz, de música arabesca, rock y metal. El tango es sólo para los iniciados.
Pero es una hermandad enorme. Estambul es una de las mayores capitales del tango del mundo, quizás la mayor a este lado del Atlántico. Varios festivales salpican el año y la calidad es alta: renombrados maestros argentinos acuden a la ciudad del Bósforo para dar talleres y clases a bailarines y aficionados que afluyen desde las cuatro esquinas del mundo.
«Empecé a dar clases de tango tras emigrar a Australia, y mi profesor, argentino, al ver que era turca, me empezó a hablar de todos los festivales y maestros del tango de Estambul que yo desconocía», confiesa una estudiante turca, que ha vuelto a su ciudad natal para participar en el festival TanGotoIstanbul. Cinco días de talleres que acabarán en milongas. La del sábado, sobre un barco que recorre el Bósforo durante toda una tarde. Podría ser el Río de la Plata, pero las mezquitas y los palacios otomanos en la orilla dan fe: Carlos Gardel vive en Estambul.
Desde 1920, cantantes turcos recreaban el tango en su propio idioma con instrumentos locales
Han venido de Rusia y de Bulgaria, de Asturias, California, Egipto y el Líbano. Para todos, Estambul es la segunda Meca, después de Buenos Aires, aunque hay quien ya tiene planificado el viaje al próximo festival en Beirut. ¿Por qué Turquía? La afición tanguera en Turquía tiene una larga trayectoria: el país, convertido en 1923 en una república moderna, no quedó inmune ante la conquista mundial del baile argentino en los años veinte. Era la moda mundial y era chic, más aún para una clase ilusionada y joven que quiso dejar atrás la herencia otomana y parecerse a París.
La música tocó alguna fibra especial. “Entronca con nuestro concepto de virilidad y hombría: el hombre guía, ella es la dama. Pero a la vez conecta con nuestra melancolía”, cree Sercan Yigit, un profesor turco de 27 años que junto a su pareja de baile, Zeynep Aktar, coordina la academia Tangolic.
Así surgió el ‘tango turco’, en el que cantantes turcos recreaban en su propio idioma, acompañados de instrumentos locales, la música arrabalera del Río de la Plata. Ya en los años veinte empezó Seyyan Oskay, la gran dama del tango turco, con ‘El pasado es una herida en mi corazón’ y en los treinta arrasó Ibrahim Özgür con su ‘Mariposa Azul’. Dieron lugar a toda una escuela de cantantes y letristas, que supieron tocar las cuerdas románticas del público turco.
Pero este tango turco no se bailaba, en todo caso no mucho, no más que el waltz o algún otro baile de salón. Y a finales del siglo XX se había ido desvaneciendo como otras músicas folclóricas. Fue en los años noventa cuando Turquía empezó a redescubrir su pasión por el tango, pero ya el argentino, asociado al baile. No volvió a su propia tradición local: en las milongas y las academias turcas se escucha sólo música original argentina. «Es que el tango turco no funciona bien para bailar», asegura Sercan. Pero la afición a la danza sigue extendiéndose y cada año abren más academias, se añaden nuevos encuentros y festivales y se crean coreografías, asegura Zeynep Aktar.
Quien prueba Gardel está perdido. «El tango es muy adictivo, te engancha y ya no vives sin bailar», afirma el profesor. Y eso que no es fácil vencer la inicial resistencia. «Yo tocaba música tradicional, pero siempre decía que un hombre turco no baila, eso es cosa de chicas; no bailé siquiera en la fiesta de fin de carrera. Más tarde, un amigo me llevó a probar, me resistí mucho, pero al final fuimos a bailar y… sí, me contagié», recuerda.
«Siempre decía que un hombre turco no baila, eso es cosa de chicas, pero probé y me contagié»
Zeynep tampoco soñaba con ser bailarina. Empezó a ir a clases de tango como una forma de ocio para relajarse, quitarse el estrés del día. No tenía ambiciones profesionales. Ahora lleva cuatro años enganchada. En 2012, la pareja ganó el campeonato de tango de la Federación Turca de Danza y fue tercera en la competición internacional IDO celebrada cada año en la localidad francesa de Saint Romain en Gal (Lyon).
El nivel del tango es altísimo en Turquía, afirman. «Tenemos suerte porque con frecuencia vienen maestros argentinos a Estambul, tanto para dar talleres o para uno de los festivales», señala Sercan. No se limitan a Estambul, añade: «Hay unos cinco o seis grandes encuentros en Turquía: en Ankara, Izmir, Adana, Antalya, Samsun… y están empezando a surgir incluso en Diyarbakir y Van», el sureste del país.
Precisamente de Diyarbakir llega Ahmet Aküzüm, kurdo de 33 años, estudiante de Gestión Cultural. Hace varios años, a alguien se le ocurrió incluir un taller de tango en la oferta de un centro cultural de esta ciudad de más de un millón de habitantes, pero aún poco cosmopolita y habitada en gran parte por familias víctimas del éxodo rural forzoso provocado por la guerra kurda.
«La profesora nos insistir que nos acerquemos más: a muchos nos cuesta al principio abrazar a una chica»
Ahmet se quedó impresionado por la «cultura elevada» de esta danza, «increíblemente estética», y por «el ritmo elaborado que hace vibrar a dos personas». Pronto colaboró para coordinar nuevos talleres. Años más tarde, en Estamul, dio el paso y firmó en el registro de una academia. Ahora lleva cinco meses enganchado.
Porque el tango es otra cosa, relata. No tiene nada que ver con la sociedad que le rodea a diario. Sobre todo si uno viene del sureste tradicional, donde los tabúes del sexo aún pesan como losas. En una clase o una milonga, uno sale a la pista, hace un guiño a una chica, sí, apenas un guiño, hay que jugar según las reglas, y en el próximo momento la tiene en brazos. Para lo que dure la pieza. La siente acoplarse, adoptar el ritmo del cuerpo. Luego, nada. Luego estará en brazos de otro.
Al principio cuesta. «La profesora nos suele insistir que nos acerquemos más: en el tango hay que bailar pegados y a muchos nos cuesta al principio abrazar a una chica. Nos tiene que repetir que toquemos, que no tengamos miedo», relata Ahmet. Sercan, nacido en Estambul, recuerda sus inicios: «Cuando yo empecé había dado abrazos a mi madre, mi tía, mi hermana y unas pocas novietas», confiesa el profesor. «En una milonga todo es fácil». Por eso engancha tanto, concluye.
Para las chicas, romper esa barrera es aún más difícil, cree Ahmet. Sin embargo, en las academias hay bastantes más chicas que chicos. La profesora Zeynep Aktar lo confirma: “A las chicas les cuesta poco venir a clase; los chicos deben superar primero su sensación de que ‘un hombre no baila’: creen que no parecerían hombres. Pero una vez que empiecen, se enganchan: es muy adictivo”. Ahmet admite que “para un hombre es fácil encontrar pareja de baile; ellas lo tienen más complicado y además deben esperar el gesto del hombre para salir a la pista».
Hay hombres que se apuntan al tango “porque no saben invitar a una mujer en la vida real: el tango es para ellos la única manera de comunicarse con una chica”, apunta Sercan Yigit. Algunos hombres casados vienen incluso a escondidas, recuerda. ¿Porque ellas tendrían celos? “O tal vez porque ellas insistirían en apuntarse, y ellos no creen poder soportar verlas en brazos de otro hombre”, aventura Zeynep.
“Enseña a acostumbrarse al propio cuerpo, a normalizar la presencia del otro sexo”
¿Enseña el tango modales para dirigirse a las chicas en la calle, derriba barreras ante la cercanía de un hombre? Ahmet duda. Por una parte “enseña a acostumbrarse al propio cuerpo, a normalizar la presencia del otro sexo”. Por otra parte, esto sólo funciona en clase, analiza: “Tocar a una chica en la calle sigue siendo algo extraño, porque no estás bailando. Para mí no es tan distinto, pero un para un amigo, el tango era la primera vez que tocaba a una mujer que no fuera su novia. Pero la vida real sigue siendo otra cosa; no influye tanto”.
Son dos mundos distintos y quizás por eso sea tan parecido a una droga. También es un mundo con clase. No sólo por el alto precio de las academias y de la cerveza en los locales de milonga. Ahmet sopesa suspender un tiempo sus clases porque no sabe si podrá pagarlas. Pero con o sin dinero, quien viene aquí se considera culto. Hay muchos profesionales liberales, arquitectas, ingenieras y por supuesto, estudiantes en esa hermandad secreta que coinciden a media tarde en las milongas. «La clase obrera baila salsa», resume Sercan Yigit.
“Nadie lleva pañuelo”, confirma Zeynep. La amplia clase media islamista, ahora asociada al poder político y en cada vez mayor medida también al económico, no baila tango. Ni jazz ni blues tampoco, por supuesto. Y en la calle, cuando tras las manifestaciones kurdas o las reivindicaciones obreras del 1 de Mayo se forman corros, a nadie se le ocurriría ejecutar una figura de tango: ahí marca el ritmo el halai, el baile popular anatolio. El tango es otra cosa. Un mundo distinto, oculto tras alguna puerta sin rótulo el el tercer piso. Otro Estambul. Para cruzar el umbral del boliche, no olviden traerse los zapatos de tacón. Eso sí: las autoridades musicales advierten que es altamente adictivo. Y cuidado con las minas.