Mujeres de paz
Carmen Rengel
Jerusalén | Julio 20o7
Sumaya abre la puerta con brío, con la energía de la veinteañera que ya no es, sonriendo como la mejor de las anfitrionas. No es su casa, pero sí el lugar en el que más horas se pasa encerrada cada día: el Jerusalem Center for Women, un edificio humilde y escondido en el este de esta ciudad santa por partida triple que es un nido de resistencia. Contra el fanatismo, la incomprensión, el odio enquistado. “Es nuestra trinchera de paz”, defiende.
Hace ya 20 años que las mujeres israelíes y palestinas se unieron para buscar una salida negociada al conflicto que enfrenta a sus pueblos desde hace un siglo y, aunque políticamente sus logros son los justos, han conseguido cambiar la mentalidad de no pocos ciudadanos de a pie, que han dejado de ver en el vecino a un agresor.
“Nos negamos a ser enemigas” resume Sumaya, Farhat-Naser de apellido, nacida en 1948 en Birseit (Jordania), hija de refugiados palestinos, bióloga, geógrafa y pedagoga, con estudios en Alemania, catedrática de Ecología y madre de tres hijos. Su lucha le ha deparado numerosos premios, como el Ciudad de Augsburgo de la Paz (2000) o el Internacional Alfonso Comín (2002). Pero ella manotea restando valor a la lista de distinciones. “Bah, eso es un trabajo de todas, más les valía habernos hecho caso y hoy tendríamos la paz”, afirma rotunda.
Y es que su activismo no es un movimiento vacío, una amalgama de buenas intenciones, sino un complejo entramado que trata de minar desde la base las rencillas entre Israel y Palestina. Según sus cálculos, son más de 3.000 las activistas que luchan a ambos lados de la frontera. Comenzaron reuniéndose en casas particulares (simulando cursos de cocina), o en iglesias cristianas (donde “los crucifijos no hablan”).
El movimiento empezó a tomar cuerpo y así les llegó la primera financiación internacional, que les permitió reunirse abiertamente en Bolonia, Berlín, Bruselas y Basilea, “todo ciudades con B, porque éramos políticas de serie B, nos decían algunos detractores”, recuerda Sumaya entre risas.
«Estamos cansadas de dolor, y en eso, nosotras tenemos una sensibilidad especial»
¿Cómo lograron la unidad cuando sus pueblos viven al límite de la guerra? Con una sencillez que desarma, la veterana activista contesta: “Porque queremos la paz con fe y no con palabrería. Porque tenemos una visión común que implica la necesidad de que existan dos Estados soberanos, seguros y propios. Porque estamos cansados de dolor, y en eso nosotras tenemos una sensibilidad especial”. Reconoce que las peleas y discusiones entre los dos polos son “constantes”, pero se superan “con calma”.
“Hay veces que ante los argumentos de una judía tengo que respirar diez veces y no decir lo que pienso de golpe… Pero si la gente se controla para no insultar al conductor vecino, si nos contenemos cuando se nos cuela un anciano en la cola del pan, si hasta controlamos los orgasmos por hacer feliz a la pareja… ¿Cómo no vamos a poder frenarnos ante lo que opina el otro?”. Lo afirma contrariada ante la “poca paciencia” de los políticos entre los que vive.
Ellas, frente a la parafernalia de acuerdos de (supuesta) paz que vienen firmando Israel y la Autoridad Nacional Palestina (ANP) desde 1990, proponen cuatro reglas básicas: dos estados separados, con Jerusalén como capital común; una solución “justa” para los refugiados, que contemple el regreso de al menos un millón y medio de palestinos de los más de tres millones expulsados de su tierra; una promesa común de respeto y seguridad para que no haya “ni más huérfanos ni más viudas” y un progresivo desalojo de los asentamientos que quedan en Cisjordania, para limpiar de parches de colonos el suelo palestino. “Es lo mismo que dicen las resoluciones de Naciones Unidas. No hemos inventado nada nuevo. Es sentido común”, insiste.
Rodeada de carteles en los que se abrazan las dos banderas, escoltada por Janette, palestina como ella, y Esther, judía sefardí, Sumaya explica que el objetivo primordial de estas mujeres de paz es “argumentar la validez de las reclamaciones de ambos pueblos”. Dicen que son mucho más que profesionales o amas de casa. Dicen que son “agentes secretos”. “Somos verdaderos espías de lo que piensan los nuestros y, además, tratamos de influir en ellos tirando cargas de profundidad… sin que se den cuenta”, añade.
Así, Amira se dedica a transmitir los valores de la no violencia en su colegio de Haifa; Fouzia cuida de los pacientes israelíes en su hospital de Jerusalén aunque su gente piense que se “mancha las manos”; Nurit es la única comerciante de Nazaret que vende fruta “al enemigo” árabe; Intissar da doctrina pacifista desde su sillón de conductora de la línea 24 de autobús en Tel Aviv y Amal hace de agente de paz desde su programa de recetas de cocina en una radio de Nablús. “Poco a poco vamos metiendo ideas subversivas entre los nuestros, es un grano de arena pero estamos siendo eficaces entre la juventud”, insiste, machacona y orgullosa, la portavoz del Jerusalem Center for Women.
Enlace Jerusalén
Hace 20 años fueron seis las pioneras de este movimiento. Nada más. Sin embargo, ya era una bofetada al aislamiento entre pueblos, pues hasta 1992 los contactos entre políticos de ambos bandos estaban vetados. Las palestinas partían en peores condiciones, se entendía que no eran capaces de ser políticamente activas. El movimiento avanzó y logró los primeros reconocimientos nacionales e internacionales, con una doctrina elemental: el reconocimiento del otro. Existe Israel y Palestina tiene el mismo derecho.
Pero la guerra truncó esa carrera ascendente en 1991, cuando el primer conflicto del Golfo Pérsico separó a las activistas. La desconfianza se volvió a asentar entre ellas y las reuniones cesaron. De ahí que en 1994 se fundaran dos centros, paralelos pero separados: el Jerusalem Center for Women (Jerusalén Este) y el Bat Shalom (en el Jerusalén israelí). Ambos forman el Enlace Jerusalén que, recobrada la calma, prefirió mantener las sedes separadas para “mantener su identidad propia”.
Esparcen su mensaje en los colegios en que trabajan, en los hospitales, la radio o sus comercios
Así, organizadas, es como las mujeres, que partían del deseo común de entendimiento, comenzaron a conocerse. Se explicaron mutuamente en qué consiste un shabbat o un ramadán, por qué unas usan velo y otras peluca y falda de tubo, por qué no es un delito fumar, por qué hay alimentos prohibidos… Unas, las israelíes, con pensiones, seguridad social y demás apoyos; otras, las palestinas, con un salario promedio que es tres cuartas partes menor que el de sus compañeras.
Su proyección en los medios se disparó el día en que apostaron por una capitalidad compartida para Jerusalén. “Fue un proyecto explosivo”. Entonces, en 1996, les llovieron críticas —y piedras, y tomates y botes de pintura— por semejante osadía. Hasta el lenguaje les jugó malas pasadas. Como explica Sumaya en su obra En la tierra de los olivos (El Aleph Editores, Colección Personalia), primero volcaron sus ideas al inglés y todos contentos. Pero con las traducciones llegó el desastre. La hebrea fue entendida en parte como vivir juntos en una ciudad, lo que también se interpretó como dormir juntos en una cama o vivir en un mismo espacio. Así que si la ciudad ahora es de Israel, eso supondría aguantar la dominación hebrea. “Eso nunca”, dijeron los palestinos.
La traducción árabe fue entendida como ciudad bocadillo, pero en Jerusalén hay dos clases de bocadillos, las pitas orientales, un bollo que se abre y se rellena, y el bocadillo occidental típico, con dos tapas de pan separadas. Dependiendo de cómo se imaginara cada cual el bocadillo, criticaba o apoyaba la propuesta. Los israelíes sobre todo eligieron el segundo modelo, y pensaron que las mujeres abogaban por dos panes separados, es decir, por dividir de nuevo la ciudad como antes de la Guerra de los Seis Días (1967). Se negaron, claro.
La brecha, reconocen, es enorme, hasta en sus propias organizaciones. Sumaya habla entonces con una dureza que no ha demostrado en la hora larga de entrevista: “Las palestinas queremos discutir de política y las israelíes hacer amistades. Ellas vienen a los grupos de diálogo con nosotras para poder dormir por las noches, y nosotras venimos para impedir que se vayan a dormir tranquilas”.
Las dificultades del camino no impiden que ahora, tras dos décadas de lucha, estas mujeres fuertes reúnan a más de 10.000 personas en sus concentraciones. Con sus diferencias, con sus sueños comunes. Con sus exigencias, con sus cesiones. “Lo que sea”, dicen, por evitar más lágrimas.
Especial para M’Sur