Reportaje

Entre la espada y la espada

Lluís Miquel Hurtado
Lluís Miquel Hurtado
· 12 minutos
Niños turcomanos sirios en el centro aleví Pir Sultán Abdal de Estambul (2013) | Cedida por el centro

Cuando a Husein, un joven sirio de 14 años y mirada vivaracha, se le pregunta por el significado del tatuaje con forma de cimitarra que sella su pecho, su padre le suelta una reprimenda en árabe para evitar ser entendido: “¡Te dije que te lo taparas bien!”. “Nada, fíjate”, responde el chaval en turco, mostrando el dibujo de su camiseta interior. “Sólo es Michael Jackson”, musita con una sonrisa desangelada, ante la mirada consternada del progenitor.

En la cruenta guerra de Siria, cualquier señal de identidad religiosa puede ser un pasaporte hacia la muerte. Lucir en la piel el simbólico tatuaje de la cimitarra de Alí, común entre los miembros de la comunidad religiosa aleví y etnia turcomana residentes en Siria, es un peligro. Bastó para que yihadistas opositores a Asad le rebanaran el brazo al hermano de Zeinab en el distrito de Shajur, en Alepo. “Antes, ya habían amenazado a mi madre con cortarle la mano por el mismo motivo”, relata enfurecida.

Los nombres de Husein y Zeinab son ficticios. Aún refugiados en Turquía temen darse a conocer. En su país estaban acorralados por el caos. “No teníamos problemas con nuestros vecinos suníes, pero sí con los barbudos extranjeros”, matiza Hassan, un joyero al que la guerra ha arrebatado el negocio, refiriéndose a los yihadistas. “Venían diariamente al barrio. Amenazaban con matarnos y derruir nuestra mezquita”, añade. Hicieron ambas cosas. Al grito de “Dios es grande”, milicianos opositores dinamitaron el templo aleví. La explosión mató al hijo de Zeinab. Tenía siete años.

En Siria, cualquier señal de identidad religiosa puede significar la muerte

Hassan habla de vecinos asesinados a manos de los alzados. Asegura haber presenciado ataques bomba y caídas de cohetes, y que por eso su familia y unas veinte más tomaron la decisión de exiliarse. Antes de partir cubrieron sus tatuajes con barro: una delación sería fatal. Pero para el exjoyero, la parte más tortuosa del camino fue la llegada: “Ya en Turquía, tuvimos que vivir durante dos semanas de la mendicidad y la venta de pañuelos en la ciudad de Gaziantep”.

La comunidad étnica turcohablante de Siria es originaria de Anatolia, desde donde llegó en diferentes oleadas durante la época selyúcida y durante el Imperio Otomano. Extendida en pequeños núcleos al norte y oeste de Siria, gran parte profesa la rama suní del islam. Organizados en el Movimiento Democrático Turcomano Sirio, los suníes se unieron a la Coalición Nacional Siria, principal antagonista del régimen. Su llamada a luchar por una Siria territorialmente unida y socialmente cohesionada ha dejado al margen a sus ‘hermanos’ de fe aleví, cuya mayoría apuesta por Asad.

La pobreza predomina entre el medio millón de refugiados sirios en Turquía. Una ayuda humanitaria que no alcanza para todos, sumada a las tensiones sectarias que han estallado en Siria, ha perjudicado a minorías como la turcomana.

Alauíes y alevíes

Husein, Zeinab y Hasan aseguran que pertenecen a la confesión aleví, a la que también siguen entre 15 y 20 millones de ciudadanos de Turquía, tanto turcos como kurdos. Aunque a menudo se describe esta rama religiosa como parte del islam chií, debido a su veneración por Alí, el yerno del profeta Mahoma, en realidad no comparte más que el nombre con las demás variantes musulmanas: los alevíes no cumplen ninguno de los ritos musulmanes ni rezan en mezquitas, sino que practican reuniones semanales, los jueves por la noche, en los cemevi, casa de reunión. En sus danzas, músicas y oraciones, encabezadas por un ‘dedé’, sacerdote que lo es por linaje, se hallan reminiscencias cristianas, chamánicas, gnósticas y hasta judías, pero sobre todo el concepto sufí de la creencia en la esencia divina del ser humano.

Las alauíes de Siria y Líbano, a los que pertenece la familia de Asad, no practican en público ningun tipo de rito, aunque a veces asumen los de sus vecinos suníes. Los pequeños círculos de iniciados no divulgan ningún dato sobre sus creencias y la gran mayoría desconoce en qué consisten. Sin embargo, tanto en Siria como en Turquía está muy extendida la creencia de que alevíes y alauíes pertenecen a la misma religión, sólo que los últimos no la practican.

El avance del fundamentalismo suní entre las filas opositoras ha hecho que los turcomanos, aunque jamás fueron objeto de devoción de la familia Asad, se alinearan con el régimen y sus defensores alauíes.

A finales de julio, la entrada de 1.500 refugiados turcomanos en uno de los veinte campamentos que hay en suelo turco derivó en un motín de sus nuevos vecinos árabes. Ya desde 2012, el Gobierno turco alojaba a los turcomanos en la provincia de Hatay en campamentos separados. Con la llegada de cristianos asirios, se planteó incluso abrir campamentos distintos para todas las comunidades que habían convivido en Siria. Al igual que los turcomanos alevíes, los cristianos se vieron atrapados en la disyuntiva de apoyar a una revolución, que simpatizaba cada vez más con el islamismo, u oír cantos de sirenas damasquinas, quienes tras décadas reprimiéndolas, intentaban venderse como garantes de las minorías.

Los planes de Tayyip Erdogan no fueron necesarios. Temerosos de sufrir represalias a manos de sus ayer vecinos en campamentos compartidos, los asirios buscaron directamente cobijo en el monasterio cristiano de Mor Gabriel, sito en la provincia sureña de Mardin. Los monjes pactaron con Ankara canalizar la ayuda humanitaria para sus huéspedes refugiados, que coordina la Agencia para la Gestión de Catástrofes y Emergencias (AFAD).

Perdidos en Estambul

El té arde. Cemsi Onuk, presidente del centro cultural aleví Pir Sultan Abdal del distrito estambulí de Gaziosmanpasa, lo deja enfriar mientras relata su historia. “Nos enteramos por la prensa de su llegada a la ciudad. Alevíes de Gaziantep les habían pagado billetes de autobús. Acudimos inmediatamente a un parque del barrio de Kumkapi”. Allí estaba Hassan y unos 400 alevíes turcomanos más, todos llegados del norte de Siria, durmiendo al raso y pidiendo limosna.

Cristianos asirios y turcomanos alavíes temen sufrir represalias en los campamentos de refugiados

“No querían escucharnos”, prosigue Onuk, “tenían miedo. Costó explicarles que veníamos a ayudarles. Al final, logramos convencer a trece de ellos, que vinieron a nuestro cemeví del barrio de Yunus Emre, se ducharon y cenaron”. El fruto del trabajo de los siguientes días está registrado en el folio que el líder aleví saca del bolsillo de su camisa y desdobla primorosamente: “Hoy ya hay con nosotros 30 niñas, 37 niños, 24 mujeres y 20 hombres. Hay familias con 6 o 7 pequeños”.

En un país cuyo primer ministro lo ha apostado todo a la caída del régimen sirio, los refugiados turcomanos alevíes sólo confían en sus correligionarios turcos. “Habían rechazado, por miedo, la oferta del Gobierno de alojarse en los mismos campamentos que los damnificados por Asad”, aclara Cemsi Onuk. Estos exiliados denuncian haber oído, por boca de familiares, casos de amenazas de muerte, violación de mujeres y secuestro de alauíes para cobrar rescates a manos de opositores.

“¿Ahora sí os importan? ¿Por qué no les habéis atendido antes?”, preguntó Cemsi Onuk al jefe de policía. Un contingente de agentes se había personado en el cemevi para trasladar a los turcomanos alevíes a un campamento compartido con los suníes. La intentona no fructificó y provocó que, presos del pánico, veinte de los refugiados abandonaran el cemeví. “Ninguno de ellos acepta la propuesta gubernamental. Temen que las condiciones de seguridad sean insuficientes”, aclara Onuk.

Los refugiados turcomanos alevíes sólo confían en sus correligionarios turcos

Poco después, el Gobierno solicitó una entrevista con el presidente del cemeví de Yunus Emre. En ese primer contacto, las autoridades solicitaron una lista detallada de todos los refugiados a los que daban cobijo. “Ankara dijo que hay 10.000 refugiados turcomanos alevíes en Turquía”, explica Onuk. “Sabemos, además, que una parte fue acogida por comunidades alevíes de la ciudad de Izmir. Y que sólo en Estambul hay al menos 3.000, muchos aún durmiendo en parques y plazas”.

¿Cuántos son?

Las cifras bailan. Según los datos habituales en la prensa europea, puede haber unos 200.000 turcomanos en Siria, es decir un 1% de la población (20 millones). El investigador turco Abdi Noyan Özkaya asegura que la estimaciones más habituales dan entre 750.000 y 1,5 millones de «turcos sirios». Otros suben la cifra hasta los 2 millones – similar a la de los cristianos en Siria – y el Consejo Turcomano de Siria incluso asegura que hay 3,5 millones. No siempre está claro, sin embargo, hasta qué punto las estimaciones incluyen a familias que guardan memoria de su descendencia turca, pero ya han asimilado el árabe como lengua materna.

La mayoría de los turcomanos vive en la región de Alepo; hay importantes comunidades en Homs y Latakía y menores en Raqqa, Damasco y los Altos del Golán en el extremo suroeste. A menudo se cita la cifra de 523 aldeas turcomanas en todo el país.

De nada sirvió el encuentro inicial. Poco después, un escuadrón de policías, aún mayor que el de la primera visita, se presentó en Yunus Emre para llevarse por la fuerza a los refugiados. “Fue dramático”, lamenta el líder comunitario. “Algunos lloraban aterrorizados por la escena”. Decenas de fieles alevíes, procedentes de todos los barrios de Estambul, acudieron a bloquear la tarea de los uniformados, que finalmente volvieron a irse con las manos vacías.

Lo ocurrido llevó a la dirección del cemeví a declararse responsable de los refugiados. Acudieron a la Seguridad Social para inscribirles, instalaron tres carpas en el patio del centro de culto y cinco voluntarios organizaron una cocina para dispensar tres menús diarios. Numerosos vecinos del barrio de Yunus Emre, de mayoría aleví, acuden diariamente para entregar comida, enseres de limpieza y material doméstico. 250 refugiados duermen gratis en pisos cedidos por los ciudadanos.

Turquía es el país que más ha invertido en los refugiados sirios, a los que se refiere como «huéspedes»

“Sólo hemos hecho una reflexión humanitaria”, puntualiza Vedat Kara, portavoz de la Coordinadora de Entidades Alevíes de Estambul. “Ambos pertenecemos a la misma escuela aleví, la de los bektasí, pero junto a ellos también estamos atendiendo a algunas familias turcomanas suníes”, añade. “Ya no necesitamos la ayuda del Gobierno. Sólo queremos actuar de intermediarios entre ellos y la Administración para que se les garantice seguridad y un estatus de refugiado”.

El día en que el primer ministro Erdogan se refirió a los exiliados usando el término “huéspedes”, estaba ofreciéndoles un regalo envenenado. Con 500 millones de euros, Turquía es el país receptor que más ha invertido en los desplazados por el conflicto de Siria. Sin embargo, la decisión de no otorgarles el estatus de refugiado reconocido por la ONU, alegando que se trataba de un “alojo temporal”, inhabilita a las víctimas para solicitar asilo político o conseguir un permiso de trabajo.

Esta situación desquicia a Hassan que, anclado en el rincón de una de las carpas plantadas frente al cemeví de Yunus Emre, observa sombrío a su alrededor. Sus ojeras sobresalen en un rostro vencido por la inexpresión. “Tenía un buen trabajo”, musita. “Desde que empezó la guerra, sólo he vivido de la caridad. Primero, del dinero que nos pagaba el Ejército sirio; luego, de la limosna. Es vergonzoso, a mi edad y así… ¡sólo quiero poder trabajar!”.

Pese a que se sabe que el régimen ha facilitado armas a minorías como la cristiana para formar milicias de defensa en sus regiones, este refugiado asegura que no fue así en su caso. “Es el Ejército el que nos protege. Mi hermano se unió a él. Es cierto que asesinan a gente, pero porque ellos nos atacan. ¿Qué otra opción tenían?”, se pregunta. “Hay soldados traidores. Cuando el Gobierno les da el dinero que debe ir destinado a nosotros, desertan con él sin entregárnoslo”, comenta indignado.

“Es el Ejército el que nos protege. Asesinan a gente, pero porque ellos nos atacan», dice un refugiado

Una pequeña de ojos chispeantes se cuelga del cuello de Hassan. “Estoy aquí por ellos. Soy padre de familia y debo protegerles”, suspira trazando una sonrisa que pronto se apaga. “En principio dejé a mis padres en Alepo porque, al ser mayores, el desplazamiento era difícil”. El padre aleví transpira arrepentimiento con sus palabras: “Ahora sí que estoy preocupado por ellos. Me gustaría de veras poder irles a buscar o enviarles dinero para que vengan. Pero no tengo nada”.

Los días parecen eones en el cemeví de Yunus Emre. No muy lejos de allí, Cemsi Onuk celebra la tímida oferta del Gobierno turco de abrir un campo de refugiados para los alevíes turcomanos en la provincia de Malatya. Aún así, no resultan buenas noticias para Hassan, que con nulo sarcasmo confiesa que algunos de los suyos se plantean volver a sus hogares: “¿Qué mas dará morir allí que aquí? Ya estamos acabados”.

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