Opinión

Permiso para matar

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 8 minutos
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La generación de mis padres era sesentayochera, escuchaba a Bob Dylan, tocaba la guitarra en alguna playa, soñaba con un mundo mejor y se pasaba casetes de Joan Baez. Décadas más tarde me encontré una de ellas envuelta en un papel en el que alguien, con un conocimiento irregular del español de México, había intentado descifrar la letra de una de sus baladas; acertó a dar con las frases de que al preso número nueve lo iban a fusilar porque mató a su mujer y a un amigo desleal.

Los maté, sí señor, y si vuelvo a nacer, yo los vuelvo a matar: no me da miedo la eternidad. Frases como puñales, poesía de la buena, en la voz de la dulce rebelde que era Joan Baez. Pero cuarenta años después, uno se pregunta cómo unos hippies, pacifistas, defensores del amor libre (algunos…), pudieron cantar el orgullo del patriarcado asesino: aquel que considera a la mujer propiedad del hombre y castiga con sangre la pérdida de control absoluto, aquel que equipara sexo y muerte.

¿Cómo unos hippies pacifistas pudieron cantar el orgullo del patriarcado asesino?

Corrían los años noventa cuando una colega, en un bar de Cádiz donde nos reuníamos la turbia grey de los periodistas, poetas locales, politicuchos de izquierda y amantes anticapitalistas, se arrancó con el Ramito de Violetas. Tras décadas de reinvindicar el amor como algo libremente compartido no nos importaba entonar un himno al engaño, al mal genio, a la falta de cualquier atisbo de confianza y la falta de cualquier conato de valor por parte de la mujer para contentarse con algo menos que una ilusión falsa.

No viví los ochenta, pero es fácil recopilar extensas listas de canciones, de Loquillo hasta Platero y Tú, para encontrar letras que hacen la ecuación amor = violación o amor = asesinato. Preocupan menos los que resaltan la gravedad de la violencia, aun sin condenarla (la de «La maté porque era mía» es un ejemplo). Lo peor es cuando la sangre se toma como algo natural, como un chiste. Como hizo en 1966 el cantautor de protesta francés Antoine con un verso sobre aquel que mató a su mujer «porque la quería», y al oír decir al juez que le caerán 20 años, responde: cuando uno ama siempre tiene 20 años. El asesinato de la mujer —o la actitud desafiante y despreocupada después— se convierte aquí en un ejemplo más de rebeldía contra (supuestamente) el sistema de valores imperante.

Montar una escena de violencia por un plato mal guisado es lo normal para cualquier hombre

Tengo en la mesa un libro de Marguerite Yourcenar (Cuentos Orientales, 1938). En ‘La sonrisa de Marko’, el héroe balcánico puede impunemente arrastrar del pelo a su amante porque le ha puesto un plato de carne demasiado hecha, pero ella se convierte en pérfida y malvada cuando le traiciona ante los turcos. El esquema narrativo es obvio: necesitamos crear un conflicto entre el hombre y la mujer que motive la traición de ella, pero de manera que la imagen del héroe quede impoluta. Y montar una escena de violencia por un plato mal guisado es, al fin y al cabo, lo normal para cualquier hombre; basta con añadir un punto de embriaguez.

El cuento de la escritora se inspira en una leyenda dálmata, pero es una recreación libre; Yourcenar podría haber buscado cualquier otro motivo. No le hizo falta. Contrariamente a lo que se cree, el sistema de valores patriarcal en las sociedades de Europa central no es menos cruel que el de las mediterráneas.

No se trata de una actitud machista personal: se trata de un sistema de valores aceptado como base incuestionable. Cuando el gran cinesta alemán Fritz Lang, en esa obra maestra que es El testamento del doctor Mabuse (1933) necesita un héroe con un pasado criminal, utiliza el mismo recurso fácil: El guión exige que Kent sea un tipo duro, recién salido de la cárcel y sin trabajo, y a la vez alguien a quien la chica de la película pueda admirar y en quien podrá confiar. Cuál será el crimen por el que Kent tuvo que pasar años entre rejas, sin que Lilli y los espectadores lo consideremos un criminal? Es fácil: asesinó a su mujer y a un amigo al encontrarlos juntos. Todo disculpado. Era un crimen pasional. Más a favor de que Lilli se enamore de él.

El asesinato de la mujer o amante es, así, el único asesinato que las sociedades europeas consideran permisible desde un punto de vista ético. Desde un punto de vista jurídico no, o ya no. Cuando en los códigos penales de Egipto, Jordania o Siria encontramos una provisión que otorga atenuantes al hombre que asesine a su mujer al sorprenderla «en flagrante delito de adulterio», es fácil pensar que se trata de un ejemplo más del machismo árabe o islámico. En realidad, la cláusula proviene literalmente del Código Napoleónico de 1816 y fue introducida en los países árabes a través de las leyes francesas y otomanas. También formaba parte de la legislación de casi toda Europa, incluida la española en el siglo XIX. Túnez abolió esa ley en 1993; Luxemburgo en 2003.

El espíritu de posesión forma la base para la violencia contra la pareja

Probablemente, este esquema mental seguirá rigiendo mientras las expresiones «mi mujer» y «mi novia» sigan pronunciándose como si denotaran propiedad. Y el arreglo aquí no consiste en mejorar la reciprocidad de tal posesión y acentuar las palabras «mi marido» y «mi novio». Cuando Marruecos y Argelia reformaron sus leyes para extender los atenuantes por asesinato del cónyuge adúltero a ambos sexos, muy flaco favor hicieron a la sociedad. Ampliar a todos el permiso para matar no es mejor que repartir pistolas para prevenir la violencia callejera.

Es el espíritu de posesión el que forma la base para la violencia contra la pareja (que se manifiesta casi siempre del hombre hacia la mujer, aunque el modelo funcione en ambas direcciones): cada uno puede hacer lo que quiere con las cosas de su propiedad. Y esa posesión, pese a que algo hemos limpiado el lenguaje (ya no se dice que el hombre posee a una mujer cuando dos personas comparten sexo), sigue trasminando el modelo de amor promulgado en público por nuestras sociedades, pese a que ya no corresponde a la realidad.

En esta ficción, la pareja es para siempre y por ende no existe vida más allá de ella

El cine aún no ha encontrado un nuevo modelo de historia de amor, ni la lírica ni la música ni la novela: todas siguen pregonando como única clave de felicidad un concepto de amor que durará para siempre. A los jóvenes se les pide que cada vez que se echen novio o novia finjan creer que será para toda la vida, aunque todo el mundo sabe que no les durará hasta el verano. Sin embargo, la chica que tenga varios amantes a la vez será considerada una guarra y la que los tenga en diferido, primero uno, y tras romper con éste, otro, cumple todas las normas exigibles: mientras se mantenga la ficción de que cada vez es para siempre, no hay nada de qué escandalizarse.

Sólo esa promesa implícita —y falsa— de eternidad explica que durante el tiempo que estén juntos, dos jóvenes se traten mutuamente como si tuvieran derecho absoluto sobre el otro, como si el otro hubiera pasado, efectivamente, a ser de su propiedad, con toda su vida. Nadie pediría al otro que dejara de ver a sus amigos, amigas, a sus ex, y sobre todo, nadie estaría dispuesto a tragar con tal petición, si ambos tuviesen asumido que su relación de pareja no durará más de unos meses o unos años, un tiempo cuantificable, al cabo del que sigue habiendo vida.

Pero la ficción que los jóvenes hoy día siguen manteniendo – y es una ficción criminal – es que la pareja es para siempre y por ende no existe vida más allá de ella. Esto es lo que al hombre le da derecho a matar a la mujer cuando se dispone a romper esa falsa promesa. Porque poner fin a la pareja es poner fin a la vida, en este modelo. Es la eternidad la que está en juego, y ya lo dijo el mexicano oculto tras la voz de Joan Baez: No me da miedo la eternidad.

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