Maria Attanasio
Del Atlas a los Apeninos
M'Sur
Escritura comprometida
La obra de la escritora siciliana Maria Attanasio (Caltagirone, 1943) se caracteriza por un profundo compromiso civil y un fuerte impulso ético, desde que ya en sus años de estudiante entendió que “la palabra escrita puede tener la misma capacidad de intervención en la realidad que el gesto, que la praxis”.
Reflejo de esa actitud de compromiso, una de las constantes de su obra es el tema de la inmigración contemporánea, que la escritora conoce bien, por ser Italia, y en especial Sicilia, un país receptor de gran número de inmigrantes, procedentes sobre todo de África; y también porque sus frecuentes viajes a los países del norte de ese continente le han permitido observar de cerca su realidad. En su poesía ha dejado Attanasio abundantes testimonios en los que denuncia la explotación infantil, la aventura macabra de viajes con decenas de inmigrantes abocados al naufragio en barcos a la deriva, o la clandestinidad que los obliga a la mendicidad, al tráfico de drogas, a la prostitución, o los hace blanco de la violencia y la muerte a manos de racistas y xenófobos.
No es, pues, de extrañar que la escritora abordase asunto tan recurrente en este relato, Del Atlas a los Apeninos. Sí es una novedad, en el conjunto de su obra, que se dirija a un público juvenil, al que, sin duda, quiere recordar que Italia fue, durante siglos, un país de emigrantes. Sorprende también que dirigiera su mirada a un texto de Edmondo De Amicis, un escritor muy alejado de su estética literaria. Ya el título remite a De los Apeninos a los Andes, el más conocido de los nueve relatos incluidos en la novela Corazón (1886), un éxito extraordinario, no solo en la Italia postunitaria, sino en toda Europa, como demuestran sus múltiples ediciones y su traducción a numerosas lenguas.
Este es el origen de su decisión de reescribir una historia con un muchacho marroquí —una de las muchas minorías étnicas hoy en Italia—, Youssef, como protagonista, con la trasposición cultural y experiencial del protagonista del XIX a una contemporaneidad que, aunque globalizada en deseos y conductas, mantiene una profunda injusticia entre una sociedad consumista y otra que carece de lo más elemental.
[Extracto del prólogo de Trinidad Durán]
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De Atlas a los Apeninos
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Primera parte
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Uno
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De pie, con su larga barba y su bastón, Sidi Habibi parece el atento pastor de la masa de durmientes hacinados en el suelo cuya respiración relajada oye en aquella noche de vigilia, tras la larga espera para un embarque día tras día aplazado.
Todas las mañanas, durante un mes, la misma pregunta a los ayudantes del capitán: “¿Cuándo salimos?”. Y siempre la misma respuesta: “Esperamos a más gente. Solo él sabe cuándo”.
Y según van aumentando los que llegan –ya son quinientos en los reducidos espacios del centro de concentración– va creciendo, explosiva, la desesperación. Obligados a dormir por turnos y, sobre todo, atormentados por el hambre: un panecillo y una botella de agua pequeña por cabeza para todo el día.
Llegado con el primer grupo, Sidi Habibi ejerce una indiscutida autoridad sobre todos ellos, veteranos y novatos, que lo han delegado unánimemente para garantizar el orden en aquella difícil y forzada convivencia: organizar el justo reparto de la comida que cada mañana los ayudantes del capitán llevan, pero no distribuyen; elegir hombres de distintas etnias para la ronda nocturna, a fin de evitar robos y situaciones violentas; y, sobre todo, apaciguar las frecuentísimas peleas: encerrados bajo llave, bastaría un pequeño incidente –un cigarrillo sin apagar, una riña– y nadie escaparía vivo.
Quienes con más frecuencia lo hacen intervenir son, sobre todo, los muchachos que llegan solos –se empujan, alborotan, escuchan transistores y reproductores de cedés a todo volumen–, y entre ellos los más atolondrados, los dos inseparables marroquíes Fouad y Youssef, a quienes poco después de su llegada, a duras penas había conseguido librar de una paliza; en aquel espacio abarrotado y reducidísimo daban patadas a una pelota, encontrada quién sabe cómo, brincando y atropellando a quien fuera con tal de recuperarla.
Tomados bajo su tutela directa, se habían convertido en fidelísimos ejecutores de sus órdenes y en atentos oyentes de sus historias, aburriéndose ostensiblemente sin embargo –ellos y todos los demás muchachos– con sus relatos de espíritus y de jeques; prefieren complicadas historias de amor, como las de las telenovelas egipcias, o azarosas crónicas de viajes por las deslumbrantes ciudades del sueño europeo, sintiéndose en aquellas historias ellos mismos actores camino de ese sueño. Y él los complace contando con detalle cada cosa.
“¿Has estado en todos esos lugares?”, le había preguntado un día Youssef. “Son las cosas y los lugares, son ellos, los que vienen a mí: la vida es rebuzno de asno sin la fábula que la convierte en conocimiento”, le había respondido, repitiendo la fórmula ritual con la que concluía todas sus historias.
Entre la excitación y la desesperación han pasado más de treinta días.
Y de improviso la orden del capitán –el egipcio que ha organizado el viaje, pero que nadie ha visto jamás–: “Mañana al amanecer, salimos”. Todo un día de alegría colectiva, y de incontenibles arrebatos de Fouad y Youssef, que ahora duermen como dos cachorros cansados. Sidi Habibi imagina las formas de sus cuerpos junto a él y la amable energía de sus rostros en su confiado abandono al sueño. Que no puede ver: desde hace muchísimos años el mundo es blancura de formas, palabra.
Palabra, sobre todo; porque de la palabra ha vivido contando en los mercados y en las romerías de todo Marruecos historias de duendes, de hombres, de santos, adaptándolos en cada ocasión a los deseos que se concentran en la respiración excitada y en el silencio expectante del público sentado en círculo en torno a él.
Un trabajo que no cambiaría por ningún otro. Y que le ha permitido incluso casar bien a sus tres hijas y enviar a estudiar al varón a Italia, donde después de acabar la carrera se ha quedado para trabajar en un importante estudio de arquitectura. Ha sido él quien lo ha convencido para ir a Italia a fin de curarse bien de una grave infección, contra la que lucha en vano desde hace meses y, quizás, valorar la posibilidad de operarse la vista. Pero cansado de las dilaciones burocráticas ha decidido hacerlo de modo clandestino; una decisión de la que sigue arrepintiéndose amargamente; en vez de una semana llevaba más de un mes en aquel arrabal cercano a Trípoli, a la espera de completar el cargamento y del momento propicio para la partida, en unas condiciones de práctico encarcelamiento, junto a quinientos más procedentes de toda África.
“Por fin llegan…”, murmura Sidi Habibi, al oír ruido de jeeps y de cerrojos: en un instante están todos levantados y listos para la partida con sus pequeños fardos en la mano.
Los conducen hasta una bahía profunda y solitaria; un barco, dispuesto para zarpar, los espera fondeado en mar abierto. Los encargados de la operación les recomiendan quedarse sentados en la arena a la espera de la barca que los transportará. Permanecen todos obstinadamente de pie, en una larga hilera en la orilla: los ojos concentrados en la pequeña aldea de pescadores al extremo del promontorio, desde donde debe arribar la barca, que después de dos horas todavía no ha llegado.
Se corre la voz de que se suspende el viaje: el embarque ha sido pospuesto a la espera de otro cargamento de Somalia; alguno propone tomar como rehenes a los ayudantes del capitán; otro, llegar a nado hasta el barco; todos, sin embargo, son de la opinión de resistir: mejor morir en aquella playa que volver al centro de concentración.
Y de improviso la ven, la barca, pequeña y lejana al fondo del promontorio, hacerse cada vez más cercana y grande, revelarse como una embarcación espaciosa: allí, ya a pocos metros de la playa.
La larga hilera de emigrantes se concentra en apretado y caótico tropel; se abalanzan todos a una corriendo hacia la barcaza, que con la avalancha acaba destrozada, una maraña de cuerpos y tablones de madera flotantes; un chiquillo renqueante y una joven senegalesa –que entre las quejas generales le cantaba nanas noche y día a su llorona recién nacida– quedan atrapados; sus cuerpos son depositados algo más lejos, en la playa.
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© Maria Attanasio · 2008 | Traducción del italiano: © Trinidad Durán | Cedido a MSur por Editorial Traspiés (2021)