Eça de Queirós
Alejandría | Estampas egipcias (1869)
M'Sur
Descubrir la decadencia
Quienes se preguntan las causas del atraso de los países árabes, y quienes sólo se la explican desde el argumento del fanatismo religioso, obviamente no han leído a Eça de Queirós (1845-1900). El escritor y diplomático portugués, que ya demostró sobradas dotes de visionario en sus crónicas Desde París, rescatadas recientemente por Acantilado, pone de manifiesto en sus Estampas egipcias su capacidad para leer también el presente.
En este volumen traducido y prologado por Martín López-Vega para el sello Impedimenta, el autor de El primo Basilio y El crimen del padre Amaro narra su descubrimiento de Egipto hacia 1869, aprovechando la inauguración del canal de Suez, con una prosa lúcida y precisa. Estos apuntes fueron publicados por primera vez como libro de forma postuma en 1926, bajo el título O Egipto.
Luchando por sacudirse las telarañas del orientalismo, describe la gran decepción que le causa una miserable Alejandría y, en contraste, la fascinación que ejerce sobre él un no menos decadente y corrompido hervidero conocido como El Cairo. Pero sobre todo pone el acento en la soberbia imperialista de los británicos: “Extraña gente para quien está fuera de dudas que nadie puede ser moral sin leer la Biblia, ser fuerte sin jugar al críquet, ser gentleman sin ser inglés”. Pocas veces se ha descrito con mayor precisión la sevicia colonialista, cuyos resabios llegan hasta nuestros días y cuya violencia no es sólo moral, sino también económica, cuantificable en exigencias leoninas.
El volumen culmina con Los ingleses en Egipto, serie de crónicas recogidas luego en sus Cartas de Inglaterra donde Queirós, de regreso al país del Nilo en 1882, narra la destrucción de Alejandría bajo la artillería inglesa. M’Sur ofrece en exclusiva el primer capítulo del libro.
[Alejandro Luque]
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Alejandría
Por la mañana avistamos una tierra baja, casi al nivel del mar. Era Egipto. Nos acercamos a la terrible embocadura con su muralla de rocas cubiertas de espuma. Al fondo se veía una línea de arena de color miel, como el de los leones: era el desierto. Junto al agua se alzaba una ciudad de grandes edificios blancos y, a lo lejos, en un saliente de tierra, se recortaba la silueta de unas palmeras. Era por fin Alejandría. Tardamos en anclar. En la distancia se erguía la columna de Pompeyo.
Junto al paquebote, barcas árabes tripuladas por figuras negras, ágiles, relucientes, de turbantes coloridos sobre caras famélicas y rostros enjuntos corrían velozmente, inclinadas por el viento. Aquellos hombres hablaban una lengua gutural, áspera, arrastrada, de la que no era posible comprender ni siquiera la intención de las frases. Había velas rayadas de amarillo y el sol golpeaba los grandes edificios blancos de Alejandría. Saltamos a una barca. Los árabes remaban con estruendo y hablaban con violencia, en una agitación perpetua. Al pasar junto a uno de los grandes navíos del pachá se izó la bandera roja con la media luna blanca; en la cubierta se distinguían figuras oscuras con pantalones largos rojos y el tarbuch escarlata en la cabeza. Corríamos por el agua azul de la bahía; se veían palacios, un edificio con una cúpula redonda, un minarete. El enorme palacio del pachá, de gusto italiano, asentaba su masa monótona sobre la arena, a lo lejos. Un cielo inmóvil, infinito, profundo, dejaba caer una luz magnífica.
Yo, mientras tanto, iba pensando en que me disponía a pisar el suelo de Alejandría. ¡Surcábamos las mismas aguas en las que otrora habían fondeado las galeras con velas de color púrpura que regresaban de Accio! Alejandría, vieja ciudad griega, vieja ciudad bizantina, ¿dónde estás? ¿Dónde están tus cuatro mil baños públicos, tus cuatro mil circos y tus cuatro mil jardines? ¿Dónde están tus diez mil mercaderes y los doce mil judíos que pagaban tributo al santo califa Omar? ¿Dónde están tus bibliotecas, tus palacios egipcios y el jardín maravilloso de Ceres, oh ciudad de Cleopatra, la más hermosa de las lágidas?
Estabas ante mí: ¡y lo que yo veía eran vastas construcciones negras y desmoronadas hechas con el barro del Nilo, un lugar enfangado e inmundo, lleno de escombros, una acumulación de edificaciones miserables e inexpresivas! En el muelle, una muchedumbre de árabes gritaba, empujaba, gruñía. Un camello cargado avanzaba solemnemente. Viejos barcos chocaban entre sí mientras se mecían sobre el agua junto a un muelle de piedra pulido por las mareas, ¡y aquellas piedras cubrían el suelo venerable, casi mitológico, que pisara Homero!
Allí estaba la isla de Faros. Los ptolomeos unieron la isla a tierra firme mediante un camino de piedra: un istmo poblado de casas. Lo que no era más que un camino se ha ido ensanchando y hoy sobre él se asienta Alejandría de modo tan fuerte y seguro como El Cairo se asienta sobre la tierra del viejo Egipto.
En el muelle, un hombre de bigote militar, largo chaquetón harapiento, vil e innoble, azotaba con un látigo de piel de búfalo a un pobre campesino de rostro egipcio, con la cabeza pequeña, la mirada levemente ebria, el rostro anguloso y los pies planos. El miserable azotado resoplaba mientras esperaba con actitud doblegada y paciente el final de los latigazos. El hombre de aspecto militar dejó caer el brazo; el campesino se sacudió y se arrojó con una violencia ávida sobre nuestras maletas…
Frente a nosotros se abría un gran arco en la fachada de un enorme edificio: era la aduana. El sol caía mordiendo. Un anciano de rostro devastado e innoble pedía, sombrío, el «óbolo del derviche», recostado en actitud impasible contra la pared del edificio. Alrededor nuestro y de nuestras maletas rondaban un ansia ávida, un clamor miserable, zancadas, latigazos y un olor molesto… ¡Así fue como te nos apareciste, oh negro Egipto, romántica tierra de los califas!
* * *
Comenzamos a atravesar el barrio árabe acomodados (es un decir) a los lados de la montaña de nuestro equipaje en un carruaje forrado de indiana con un cochero albanés, precedidos por un criado. Ese barrio es una red de calles estrechas, infectas, obstruidas por el barro, con construcciones irregulares, desmoronadas, caducas, hechas de todos los materiales, desde el mármol hasta el barro, con todos los aspectos posibles y una extrema falta de previsión en líneas y arquitecturas. Esas calles están llenas de una muchedumbre ruidosa de turbantes, de tarbuches, de gorros griegos, de birretes albaneses, de capuces, de mujeres envueltas en sus túnicas blancas, de burros cargados que trotan menudamente. Y todo ello resulta confuso y pintoresco, extraño y miserable.
Llegamos por fin a la plaza de los Cónsules. Es una plaza enorme, rodeada de edificios: hoteles, consulados, bancos, casinos, casas de negociantes levantinos. Allí ya se siente el Oriente. Un sol pesado y tibio cae sobre la plaza. Pasan filas de camellos; campesinos cargados corren con las túnicas azules llenas de aire; en las esquinas, cambistas de moneda con el dinero en grandes cestos se sientan con las piernas cruzadas sobre sus esteras. Más allá, vendedores de flores hacen sus ramos junto al muro de un jardín del que cuelgan, como parasoles, las agudas hojas de las palmeras. Se ven flores maravillosas, largas, de una carnalidad luminosa y de un aroma acre. Mujeres con actitud altiva, jóvenes aún, vibrantes, pasan, envueltas en túnicas partas que les moldean el cuerpo. Los brazos emergen de largas mangas colgantes. Una tira de tela ajustada a lo alto de la cabeza deja una abertura para los ojos y desciende hasta los pies.
Nos cruzamos con levantinos al galope en sus pequeños burros ágiles y erguidos ensillados con altas sillas rojas. Un regimiento de soldados del pachá atraviesa la plaza: son negros, traen uniformes blancos, el fez morado, un gran saco a las espaldas y, al costado, una espada corta: sus rostros son duros, aceitosos, lustrosos, huesudos. Un oficial galopa al frente sobre un caballo árabe de cuello erguido y blande su sable curvado, dorado, inútil contra la tela bordada en oro que viste al caballo.
Por lo demás, el aspecto de la plaza es trivial. Las casas son masas de cantería, monótonas y cerradas. Sobre el asfalto se abren las puertas de los cafés y de los billares. Olvidado sobre una mesa vemos un ejemplar del Le Figaro. En las esquinas hay carteles de las Bouffes-Parisienes. Algunas mujeres desvergonzadas, con la cabeza afeitada, arrastran por el barro grandes faldas de seda. Es una ciudad humildemente mercantil. Las colonias que la habitan, griegos, italianos, marselleses, se encuentran en ella de paso: oprimen, chupan, engordan, consiguen esclavas en Fayum y se encierran en sus casas pretenciosas, hartos de comida, usura y sensualidad. El movimiento es comercial, rápido, precipitado. Las calles están flanqueadas por almacenes; las carrozas dejan surcos en el barro. El interés, la aspereza de la ganancia y el estado de colonos expoliadores dan un aspecto de brutalidad y avidez a la población: el griego pierde su perfil correcto, agradable y penetrante; el marsellés ya no tiene su fisonomía cálida, expresiva, sutil, aventurera, ni el italiano sus rasgos voluptuosos y plenos. Todos tienen las facciones combativas y agudas de los exploradores ávidos.
Fuimos a visitar a Bei, uno de los ministros de Ismail Pachá, al Banco Egipcio. Bei es un renegado. Un hombre gordo, pesado, fuerte, de fisonomía alargada y aceitosa, boca cavernosa y llena de negruras, cubierta por un bigote enorme y entrecano; mira con ojos vivos, levemente fatigados, voluntariosos y libertinos. Es un ser inmundo: lo encontramos ahogado en su propio sudor, con los zapatos desatados, la chaqueta negra sucia y una camisa llena de manchas negras. Hablamos poco tiempo. Me pareció un hombre limitado en extremo, grosero, ávido de exploración. Se adivina en él a uno de los pequeños tiranos del país: desembarcado un día en algún puerto de Egipto llegado de Siria o de India; miserable y astuto y guiado por la fuerza, por la intriga, por las complacencias deshonestas; devorador, brutal, vanidoso; enflaquecido en su ánimo por la frecuentación de las esclavas, mantenido por el servilismo. Tan solo una cosa admirable había en él: ¡sus cigarrillos turcos!
Recorrimos algunas calles. Siempre el mismo aspecto: un largo espacio de fango bordado de altas masas de albañilería pintadas de rosa o amarillo, cuadradas, simétricas, silenciosas, recortadas sobre un azul sublime. Lo cierto es que Alejandría comenzaba a hastiarnos. La tarde caía. Algunos carruajes atravesaban la plaza, llenos de levantinos con sus tarbuches sobre la cabeza y de viajantes ruidosos, con grandes cabelleras untadas de pomada, bigotes rizados, actitudes caballerosas, de un género canalla. Es la juventud comercial alejandrina. Pasaban también damas levantinas, enormes, envueltas en túnicas blancas, apoyadas en los almohadones de los carruajes, parecidos a sacos de harina. Vimos a otras damas en sus victorias gobernados por cocheros nubios, engalanados en escarlata, con un lujo imbécil, ruidoso, de una afectación voluntaria: se siente el mal gusto, la falta de una elegancia delicada, los bajos instintos del burgués, enriquecido y perverso…
—Y aquí ¿por dónde se pasea?
—Por el Mamudieh.
El Mamudieh es el canal que trae a Alejandría el agua del Nilo. Sirve para el consumo y es navegable. Se pasan las calles triviales y silenciosas y se penetra en un paisaje de una originalidad inesperada. Caminamos por una gran avenida de sicómoros de hojas delgadas. Junto a ellos, alguna construcción abandonada; después, colinas de arena: es el comienzo del desierto libio.
Se deja la avenida y se penetra entre bosques de palmeras: sus troncos son enormes, sus hojas flexibles se arquean. La vegetación pende de hojas relucientes, fuertes, que crecen sin orden. Todo está empolvado por el viento del desierto. Es un paisaje muy cálido, de un colorido poderoso. Atravesamos filas de camellos. Un beduino ya anciano, montado a lomos de su dromedario, con el cuerpo sumido en una oscilación monótona y con la lanza posada sobre las rodillas, nos mira gravemente. Un anciano musulmán de túnica azul, gran faja escarlata, turbante blanco o verde, pasa con solemnidad montado en su burro con las piernas colgando y pasando las cuentas de un rosario.
Hay un gran silencio. Llegamos al Mamudieh. Aspecto maravilloso: la luz desmayada, pues ya ha oscurecido un poco; el cielo, hacia poniente, tiene grandes manchas ensangrentadas, un claroscuro sobre fondo opalino. Una larga avenida corre paralela al canal. De un lado están los muros de los jardines del palacio, abarrotados de copas de árboles que se inclinan, cubiertas de flores, derramando un dulce aroma. Del otro, las raíces poderosas de fuertes sicómoros bucean en el agua.
La inmovilidad del agua es vagamente luminosa. Algunos veleros están amarrados a las orillas del canal. Las ramas luminosas de los árboles resplandecen en la tarde oscura; se siente el olor acre, la sensación de tierra quemada por el sol.
Mujeres campesinas descienden, con el cántaro sobre los hombros, hasta el canal. La línea de vegetación, en la otra orilla, se recorta nítida en sombra bajo el cielo amarillento y cálido: son macizos redondos y cóncavos de follaje bajo los cuales se yerguen palmeras espigadas como cúpulas verdes de agudos minaretes. De vez en cuando un barco pasa corriente abajo con las velas abiertas como las dos alas de una cigüeña. Hay un silencio, una serenidad tropical, apagada, aromatizada…
Regresamos. Los cafés son bulliciosos, los casinos están iluminados. Algunos campesinos, acostados en el asfalto, arrodillados sobre sus mantos, duermen bajo la niebla, a la luz de las estrellas. Por las calles oscuras, de vez en cuando, pasa un árabe con una linterna…
El día siguiente lo pasamos también en Alejandría. Teníamos curiosidades clásicas por examinar. Hacía un calor mórbido. Por eso fuimos al bar árabe, sobre la bahía, en la orilla más alejada.
La terraza del café, cubierta por un porche, se abre sobre las aguas y el mar se extiende hasta donde la vista se pierde, sereno, azul, pacífico, cubierto de luz. A lo lejos, un brazo de tierra se adentra en el agua: se distinguen una cúpula blanca, refulgente, y una palmera levemente inclinada junto a ella. En el horizonte distante brilla una niebla luminosa.
Tomamos café turco y fumamos el narguile persa. Lentamente, el humo adormece el calor tibio y disolvente en el espíritu. Las cualidades fuertes, la energía, la voluntad, se disipan, se desvanecen en una somnolencia dulce. Caemos en ese estado que los árabes llaman «quife»: una especie de desmayo vivo en el que la vida se vuelve pura pasividad casi vegetal. Del narguile se eleva un humo azulado y dulce.
No se piensa más que por imágenes, por formas. El cerebro habita en lo más profundo de un sueño. El azul molesta… Pasa una bandada de palomas: vienen de Malta, vienen de la isla Citerea. La cabeza cae en un adormecimiento común al resto del cuerpo… Y así y todo el animal dentro de nosotros se siente en toda su plenitud… ¡Es terrible!
Después es necesario caminar deprisa, mover gimnásticamente los brazos, pensar en cosas energéticas, querer con fuerza: solo de ese modo se consigue salir completamente de la postración.
Al caer la tarde fuimos a ver la columna de Pompeyo. Es una alta columna griega, de granito rosado, que se yergue sobre una colina de arena. Fue alzada en honor de Diocleciano por un prefecto de Egipto. Ahí, en esa soledad, tiene una melancolía altiva y llena de pasado. A sus pies negrea una estatua de granito del tiempo de Ramsés, medio enterrada en la arena, cubierta de inmundicia.
Alrededor de la colina se extiende un cementerio árabe: piedras lisas y, en el lugar del calvario, una pequeña columna cubierta por un turbante; las piedras lisas se esparcen por la arena desolada sin árboles, sin sombra, sin flores, al azar. De día los niños juegan allí, sórdidos, con los ojos llenos de moscas.
Al oscurecer las patrullas vagan entre las tumbas, linterna en mano; después, los chacales ululan hasta la madrugada. A veces la familia del muerto viene a visitarlo: trae su arroz, su sandía, su pastel y come junto a la lápida en silencio. Después las mujeres se abalanzan sobre la sepultura y profieren esos gritos agudos, trémulos, guturales y desolados que son particulares de las mujeres de Oriente y que, ya sea en bodas o en funerales, tienen un encanto fatal y hacen pensar en cosas sobrenaturales. Fuimos a ver también, a propósito, las Agujas de Cleopatra. Las encontramos en una huerta cercada por una hilera de casas. Una está en pie, nítida, de granito rosado; las otras yacen en el suelo; a su alrededor crecen las legumbres. Me acerqué, y después de verlas y cerciorarme de que habían pertenecido al templo de Heliópolis y que habían sido llevadas a Alejandría para ser colocadas en un templo dedicado a Ceres, volví los ojos y bostecé…
¡Querida Alejandría, ciudad de Cleopatra, de Amru y de los padres de la iglesia, anda que no nos resultaste pesada y fastidiosa! Así que al día siguiente, en la pálida mañana, tomamos el tren y partimos hacia El Cairo.