Maaza Mengiste
El rey en la sombra
M'Sur
Entre guerras
Hay un autobús que va desde Bahir Dar, donde las cataratas del Nilo Azul, hacia Adis Abeba. Hay un soldado que blande un fusil, amenaza una revolución, hay una mujer que viaja, una caja en el regazo. Es 1974, pero si ustedes miran las noticias en la prensa ahora mismo, podría ser 2021: vuelve a haber soldados, aires de rebelión, guerra, y el autobús puede que sea el mismo. Cuando yo estuve en 2006, trescientos kilómetros de Adis a Bahir Dar, una jornada entera, el autobús era el mismo. Entonces no había soldados, o no blandían fusiles, salvo cada cien kilómetros en unos puntos de control absurdos, con registros de vehículo aún más absurdos en busca de armas. No había guerra entonces, pero en Etiopía, una guerra siempre llega cuando la anterior aún no se ha ido del todo.
El rey en la sombra de Maaza Mengiste (Adis Abeba, 1974) habla de la guerra: la anterior, la que Etiopía libró contra las tropas coloniales de Benito Mussolini. Habla de mujeres soldado —los hubo— y del pueblo etíope, ese pueblo atrapado entre las colinas más verdes de África y siempre reducida a la servidumbre: a emperadores, colonialistas, dictadores marxistas y milicias de todo pelaje. Aunque ubicada casi un siglo atrás, quizás no haya lectura más actual este año que esta novela de Maaza Mengiste, finalista del Booker en 2019 y disponible desde este mes en España en Galaxia Gutenberg que ha cedido un Avance a MSur.
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El rey en la sombra
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Prólogo
La espera
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1974
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No quiere recordar, pero está aquí y la memoria está reuniendo los huesos. Ha venido a Adís Abeba a pie y en autobús, a través de un territorio que había decidido olvidar durante casi cuarenta años. Llega con dos días de antelación, pero lo esperará, sentada en el suelo de esta esquina de la estación de tren, con la caja metálica en el regazo, apoyada de espaldas contra la pared, rígida cual centinela. Lleva puesto el vestido de los días especiales. Luce un pelo impecablemente trenzado y brillante y se ha esmerado en esconder la cicatriz alargada que se arruga en la base del cuello y le recorre el hombro como un collar roto.
Dentro de la caja están las cartas de él, le lettere, ho sepolto le mie lettere, è il mio segreto, Hirut, anche il tuo segreto. Segreto, secreto, meestir. Guárdamelas hasta que vuelva a verte. Y ahora vete. Vatene. Date prisa, antes de que te atrapen.
Hay recortes de periódico fechados en el transcurso de la guerra entre su país y el de él. Sabe que los ha ordenado desde el principio, 1935, hasta casi el final, 1941.
En la caja hay fotografías suyas, las que él tomó por orden de Fucelli y llevan pulcras anotaciones de su puño y letra: una bella ragazza. Una soldata feroce. Y otras que hizo por voluntad propia, recuerdos rescatados de la vida de la muchacha atemorizada que fue en esa cárcel, tras aquella alambrada de espino, atrapada en noches aterradoras de las que no lograba liberarse.
Dentro de la caja están los muchos muertos que se empeñan en resucitar.
Ha viajado durante cinco días para llegar a este lugar. Ha tenido que abrirse paso entre puntos de control y soldados exaltados, aldeanos temerosos que comentan entre susurros la
revolución inminente, y manifestaciones estudiantiles violentas. Ha contemplado a una cuadrilla de mujeres jóvenes, el puño en alto y el fusil en ristre, desfilando delante del autobús que la llevaba a Bahir Dar. Se la quedaron mirando, una mujer entrada en años ataviada con un vestido ramplón, como si desconocieran a las que las precedieron. Como si fuera la primera vez que una mujer empuñaba un arma. Como si el suelo bajo sus pies no lo hubieran ganado algunas de las combatientes más fi eras que Etiopía ha conocido jamás, mujeres llamadas Aster, Nardos, Abebech, Tsedale, Aziza, Hanna, Meaza, Aynadis, Debru, Yodit, Ililta, Abeba, Kidist, Belaynesh, Meskerem, Nunu, Tigist, Tsehai, Beza, Saba y una mujer apodada sencillamente «la cocinera». Hirut murmuró sus nombres mientras las estudiantes pasaban de largo, arrojándola al pasado con cada proclama hasta que se vio en aquel terreno abrupto, ahogada entre gases y pólvora, sofocada por el tufo acre del veneno.
Tan sólo regresó al autobús, al presente, cuando un anciano se agarró a su brazo para instalarse en el asiento contiguo: Si Mussoloni no fue capaz de echar al emperador, ¿qué se creen estas estudiantes que están haciendo? Hirut negó con un gesto de cabeza. Ahora niega con un gesto de cabeza. Ha venido hasta aquí para devolver esta caja, para liberarse del horror que reaparece tambaleante cuando menos se lo espera. Ha venido para renunciar a los fantasmas y expulsarlos bien lejos. No tiene tiempo para preguntas. No tiene tiempo para corregir la pronunciación de un viejo. Un nombre siempre lleva otro a rastras: las cosas nunca viajan solas.
Desde el exterior, un puño de luz resiste a través de la ventana polvorienta de la estación de tren de Adís Abeba. Envuelve su cabeza en un baño cálido y se instala a sus pies. Una brisa se desata en la estancia. Hirut levanta la mirada y ve a una mujer joven vestida con ropa ferenj que empuja la puerta, aferrada a una maleta gastada. La ciudad se alza a su espalda. Hirut vislumbra la larga carretera de tierra que conduce de vuelta al centro urbano. Ve a tres mujeres caminando en equilibrio con fardos de leña. Más allá, justo detrás de la rotonda, hay una procesión de sacerdotes donde otrora, en 1941, estaban los guerreros y ella, una de ellos. La caja metálica plana, del tamaño de su antebrazo, se le enfría sobre el regazo y se le antoja tan pesada como un cuerpo agonizante contra su vientre. Cambia de postura y acaricia el contorno metálico, rígido y oxidado por los años.
Metido en alguna parte de la grieta que conforma esta ciudad, Ettore aguarda dos días para verla. Está sentado frente a su escritorio en el resplandor tenue de un despacho pequeño, encorvado sobre alguna de sus fotografías. O, tal vez, acomodado en una silla, bañado por la misma luz que tira de los pies de ella, con la mirada puesta en dirección a su Italia. Él también cuenta los minutos, ambos se inclinan hacia el día señalado. Hirut observa el horizonte soleado que se ciñe contra las puertas abatibles. Cuando las hojas empiezan a entornarse, contiene el aliento. Adís Abeba se reduce a una rendija y se escabulle de la estancia. Ettore se desploma y vuelve a caer en la oscuridad. Cuando finalmente se cierran, se queda de nuevo sola, aferrada a la caja en esa cámara reverberante.
Percibe los primeros indicios de un miedo familiar. Soy Hirut, se recuerda para sus adentros, hija de Getey y Fasil, nacida en un día bendito de cosecha, esposa querida y madre amantísima, soldado. Exhala un suspiro. Le ha costado mucho tiempo llegar a este punto. Le ha costado casi cuarenta años de otra vida empezar a recordar quién fue. Así comenzó el viaje de vuelta: con una carta, la primera que recibió:
Cara Hirut:
Me cuentan que por fin te he encontrado. Me cuentan que te casaste y vives en un lugar demasiado pequeño para los mapas. Este mensajero dice conocer tu aldea. Dice que te entregará esto y me traerá tu mensaje de vuelta. Por favor ven a Adís. Date prisa. Por aquí las cosas están revueltas y debo partir. No tengo otro sitio al que marchar más que Italia. Dime cuándo ir a tu encuentro a la estación. Ten cuidado, se han alzado contra el emperador. Por favor ven. Trae la caja.
ETTORE
Lleva la fecha ferenj: 23 de abril de 1974.
Las puertas se abren y esta vez es uno de los soldados que ha visto desperdigados por la carretera de acceso a la ciudad. Un hombre joven a cuya espalda resuena un repiqueteo. Lleva un fusil nuevo echado al hombro de cualquier manera. Su uniforme no tiene ni un remiendo ni un roto. Está impoluto y le queda como un guante. Su mirada es demasiado impaciente como para haber sostenido a un compatriota agonizante, sus movimientos son demasiado rápidos para haber conocido el verdadero agotamiento.
«¡La tierra para quien la trabaja! ¡Etiopía revolucionaria!», grita, y el aire de la estación abandona la sala. Alza el fusil con la torpeza de un niño, consciente de que lo observan. Apunta hacia el retrato del emperador Haile Selassie colgado justo encima de la puerta de entrada. «¡Abajo el emperador!», exclama, y pasa de dirigir el fusil de la pared a la parte trasera de la estación nerviosa.
La sala de espera está abarrotada, llena de todos aquellos que desean escapar de la ciudad tumultuosa. Respiran hondo e intentan evitar a este muchacho uniformado que avanza a marchas forzadas hacia la adultez. Hirut observa el retrato del emperador Haile Selassie: un hombre de porte majestuoso y huesos delicados mira a la cámara, circunspecto y regio con su uniforme militar y sus medallas. El soldado también alza la vista, a falta de nada más que hacer aparte de escuchar el eco de su propia voz. Se remueve incómodo, acto seguido da media vuelta y sale corriendo por la puerta.
Los muertos laten bajo la tapa. Durante mucho tiempo, se han alzado y se han derrumbado ante su cólera, dando paso a la vergüenza que aún la atenaza y la paraliza. Puede oírlos repitiéndole lo que ya sabe:
El verdadero emperador de este país está en su granja labrando el diminuto terruño contiguo al suyo. Jamás se ha ceñido una corona, vive solo y no tiene enemigos. Es un hombre tranquilo que una vez lideró a una nación contra una bestia de acero, y ella fue su soldado más leal: la orgullosa guardia del rey en la sombra. Cuéntaselo, Hirut. Ahora es el momento.
Oye a los muertos cada vez más alto: Hemos de ser oídos. Hemos de ser recordados. Hemos de ser conocidos. No descansaremos hasta que nos hayan llorado. Hirut abre la caja.
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Hay dos montones de fotografías, atados con delicados cordeles azules. En uno de los paquetes, él ha escrito su nombre con una caligrafía suelta y ligada, las letras se hinchan en el papel plegado sobre el fajo y sujeto por el cordón. Hirut desata el nudo y se desprenden dos fotos, que con el tiempo han quedado pegadas. Una es del fotógrafo francés que recorrió las montañas del norte tomando instantáneas, un tipo esmirriado pegado a una voluminosa cámara de fotos. En el dorso pone Gondar, 1935. Esto es lo que sabemos de este hombre: es un antiguo artesano de Albi, un pintor frustrado de voz resbaladiza y ojillos azules. No tiene más importancia que aquella que la memoria le otorga. Sin embargo, está dentro de la caja, es uno de los muertos y no renuncia a su derecho a ser conocido. Lo que diremos porque debemos: también hay una fotografía de Hirut tomada por este francés. Una instantánea que realizó durante su visita a la casa de Aster y Kidane, cuando solicitó retratar a las criadas para negociar con otros fotógrafos o intercambiar por carretes. Aparta la mirada. No quiere verse. Quiere cerrar la caja para acallarnos. Pero la imagen está aquí y esa joven Hirut también rechaza una tumba tranquila.
Esa es Hirut. Ese es su rostro ancho y despejado y su mirada curiosa. Ha heredado la frente alta de su madre y la boca torcida de su padre. Tiene unos ojos chispeantes, recelosos pero serenos, que atrapan la luz en prismas dorados. Se inclina hacia el espacio frente a ella, una muchacha hermosa de cuello esbelto y hombros caídos. Su expresión es cautelosa, su postura peculiarmente rígida, carente de la elegancia natural que durante muchos años ignorará que le es propia. Aparta la vista del objetivo y se esfuerza por no cerrar los ojos, de cara al sol cegador. Es fácil distinguir la pendiente pronunciada de la clavícula, el cuello sin cicatrices que asciende desde el escote en pico de su vestido. Esta foto ofrecerá testimonio de la superficie de piel sin marcar que se extiende por sus hombros y su espalda. Es el único modo de recordar el cuerpo inmaculado que un día llevó con despreocupación infantil. Y, fijaos, al fondo, apenas visible en la distancia, Aster observa inmóvil, una silueta elegante recortada a través de la luz.
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© Maaza Mengiste · 2019 | Traducción del inglés: © Inés Clavero Hernández y Montse Meneses Vilar | Cedido a MSur por Galaxia Gutenberg (2021)