Umberto Pasti
Perdido en el paraíso
M'Sur
El jardinero de las Hespérides
Decían las leyendas griegas que en el extremo occidente (en árabe sería al Magreb al aqsa, lo que hoy se conoce como Marruecos), entre el Atlas y el mar Océano, hubo un jardín incomparable, llamado el de las Hespérides. A Hércules le encargaron robar un par de manzanas de allí. Cuando un par de milenos más tarde llega el viajero italiano Umberto Pastis al lugar, lo que se encuentra es más bien un erial: colinas con jara, tomillo, lentisco, palmitos, acebuches, algún que otro algarrobo y tres higueras. Un pozo que solo da unos pocos sorbos de agua por hora. Cañaverales abajo, donde un barranco llega a la playa, golpeada por el Atlántico abierto. Pone los pies en el pedregal y dice: aquí.
Diecinueve años más tarde, un jardín exuberante, como los griegos tal vez ni lo soñaron, cubre la colina, a la sombra de frondosos árboles estallan arrayanes, madroños, narcisos, iris, adelfas y amapolas. Puede buscarlo en los mapas: debe de estar a medio centenar de kilómetros al sur de Tánger, un par de horas andando desde Asilah. Será su edén particular, poblado de ranas, mantis, pájaros y alguna serpiente. Y seguramente por los chavales de las aldeas del alrededor que ayudaron a edificarlo.
Perdido en el paraíso, escrito en 2018, tras la novela L’etá fiorita (2000) y otras obras —Jardines (2010), La felicidad del sapo (2016)— es el relato de este trabajo hercúleo, el making of del paraíso. Este mes en librerías. Un avance en MSur, cedido por la editorial Acantilado.
[Ilya U. Topper]
Perdido en el paraíso
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Ésta es una historia que no tiene principio. Fue el segundo o el tercer año, pensé que sería bonito bajar a la playa a lomos de un elefante. En un club londinense conocí al tío de una amiga, un renombrado mahout, un montador de elefantes. Entre trago y trago de vodka con martini, me explicó que los africanos no eran adecuados para mi caso. Imposible domesticarlos. Debíamos traer uno de la India. El camino era largo, pero hasta Asia Menor no tendríamos ningún problema. ¿Conocía a Focio, patriarca de Constantinopla, que en el siglo IX describía a los habitantes del Cáucaso como provectos cabalgadores de paquidermos? Pero atravesar África del Norte sería duro.
—¿Y Aníbal?—pregunté—. ¿Y Asdrúbal?
Pidió otro vodka—el cuarto o el quinto—, y me respondió que los tiempos habían cambiado.
—Y además, ¿tienes con qué dar de comer y de beber a uno de esos animalotes?
La misma pregunta que me había hecho Stephan. Vivía en un lugar árido, la hierba a duras penas era suficiente para las ovejas y las cabras. Claro que mi Dumbo viviría en el Ghdir Ghiddane, una bonita charca no lejos del jardín, donde uno de los hermanos Bando se ocuparía distraídamente de él. Pero ni durante la peor crisis de optimismo —se las puede padecer igual que las depresiones— habría soñado con poder producir hierba, hojas y verdura suficientes.
—Será mejor que te preguntes para qué quieres un elefante— fue la conclusión del mahout.
Y con una sonrisa enigmática y una palmadita en el hombro me dejó solo en la biblioteca del Travellers Club.
No debía devanarme los sesos. Aquí en Rohuna hacen falta elefantes y hay necesidad de mamuts. Basta con mirar el valle, el pedregal infinito, el mar. Es un lugar arcaico y solemne, donde uno confunde a los perros con unicornios, y las vacas, de regreso a la puesta del sol, si no prestas atención, se transforman en Minotauros. Un extraño lugar, donde las especies se confunden entre sí, y los reinos se invaden el uno al otro engendrando híbridos, chicos-sardina, hombres-olivo, mujeres-obsidiana y mujeres-gaviota, así como viejos pastores hechos de raíces y líquenes. Un elefante vendría de perillas.
Me dedico a vagar por entre las terrazas. Las de Bando, el Jardín del Inglés, el Jardín del Portugués, el Jardín del Italiano, la exedra, Luxor, el Jardín de Sombra, la Sala del Trono… Mientras mi ojo recorre los helechos de Boston y se posa sobre el grupo de la Clivia caulescens en flor—penachos de ave fénix de color anaranjado con el borde pistacho—, pienso como siempre en el dragón Ming que es el santo protector de todas las clivias que planto y que quisiera plantar. La veo. El corazón me da un vuelco. Está en un pequeño vial. La reconozco por el cuernecillo. La cabeza del sapo (¿un descendiente de Giuseppe, el que se comía el camembert con una zarpa mientras tenía la otra posada sobre mi mano, con una condescendencia de viejo gran duque?) ya ha desaparecido entre sus fauces. Los ojos, clavitos de bronce, flotan sobre un abismo oleoso de voracidad. Muy lentamente, milímetro a milímetro, se traga el resto del cuerpo. Una de las patas traseras del desventurado bisnieto continúa moviéndose, un reflejo nervioso a pesar del veneno que le ha inoculado. Ella está concentrada, es una estupenda chicarrona musculosa que va a lo suyo. Observo el dorso ambarino salpicado de máculas de color tabaco, la cola ahusada, en forma de fusta. Me he acercado demasiado. Molesta, la rubia comienza a dar marcha atrás arrastrando su presa. Contengo el aliento y me siento en un murete, a dos metros de ella. La cola ha desaparecido por una grieta entre las piedras de la escalera que lleva al salón rojo de Najim. Pero el sapo, ya rebozado de polvo, no puede pasar. Resignada, y furiosa, ella me mira y sigue engullendo. Pocas veces he estado tan cerca de una criatura tan emocionante. Llevamos viviendo aquí hace dieciocho años. No es un liofante ni un dragón, sino la Vipera latastei, el único reptil de mordedura letal del norte de Marruecos, que vive aún con nosotros.
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Rohuna es el centro del mundo. Es un pueblo de unas quinientas almas y de una cincuentena de casas en la costa atlántica del viejo Marruecos español, a dos días de camino de Tánger, entre Asilah y Larache. Casas de piedra con revestimiento de tierra y encalados, con techumbres de cinc de chabola, asomadas a unos jardines delimitados por barreras de chumberas. Alguna construcción moderna, de cemento armado y casi siempre inacabada, atestigua la fortuna de su propietario en el tráfico de hachís. La región se llama Sahel Shamali: colinas bajas junto a playas lunares. Aquí y allá se abre un valle al mar. Viniendo del norte están Tendafel, Dmina, Beni Meslem, Rohuna, Beni Malek, Misghelf, Cherqallel, Charrouah (dos o tres mil campesinos llamados sahli, ‘costeros’). Debilitados por el clima (lluvias torrenciales en invierno y un horno en verano) y por los sueños celestiales provocados por el kif, en sus magros campos arrebatados a las piedras cultivan cereales o legumbres. A su alrededor, rocas y nada más que rocas, entre las que crecen palmeras enanas, jaras, cardos y lentiscos, las plantas indigestas para las cabras. Escasez de árboles en este mundo desolado: alguna que otra higuera, algún granado, grupitos de algarrobos y de olivos plantados en otros tiempos de precipitaciones más abundantes y de cierto optimismo. Sólo los acebuches son espontáneos. El bosque comienza al sur, un alcornocal plantado durante una reforestación franquista que llega a rozar las ruinas de Lixus, la más importante ciudad romana de la región, y que se interrumpe a orillas del río Lukus, más allá del cual está resguardada la medina de Larache. Es a este bosque adonde vamos con los jardineros para hacer un picnic, cuando queremos reírnos de los problemas que nos han atormentado y de los conflictos que nos han dividido. Nuestro rito de reconciliación concluye abandonándonos con todo nuestro peso sobre los brezos y los viburnos, que nos impiden caer, nos sostienen y nos acunan mientras, oscilando, nos sujetamos de la mano.
La llanura se interrumpe tras una veintena de kilómetros contra las montañas de la comarca de Beni Aros. Son las montañas sagradas de mis yebalíes. En los bosques impenetrables que recubren las pendientes, en las torrenteras donde vive el macaco y se cultiva el cannabis, donde entre las adelfas y los arbustos de sauzgatillo cubiertos de espigas violeta discurren riachuelos que riegan pequeños campos de melones, se refugió la aristocracia mística edrisí cuando la primera capital del país unificado fue conquistada por los fatimíes y por sus aliados miknasa. En la más alta de las cumbres, sobre las rodillas de Dios, el Jebel Alam, se retiró a vivir en meditación y oración el «faro de Occidente», el místico más importante del Magreb, Moulay Abdeslam ben Mchich: la peregrinación a su tumba, para quien vive por estos pagos, es una acción tan pía que supone la exención del precepto que impone a cada musulmán el hach, la visita a la Meca. En las cañadas y caminos de herradura frente a pequeñas mezquitas y escuelas coránicas al borde de oscuras gargantas, me he encontrado algunas veces un heddawa andrajoso con la cara cocida por el hachís y por el sol que, desgranando las cuentas del rosario, con la baba en la boca, salmodia una sura del Corán (en una ocasión, uno de ellos me abrazó y me metió la lengua en la oreja, aunque tampoco es raro que me miren con hostilidad y escupan al suelo: más a menudo me ignoran). Fueron los grandes jefes de estas tribus los que contribuyeron a la derrota de los portugueses en la batalla de los Tres Reyes, en los alrededores de Ksar el-Kebir. La euforia de la victoria, el odio religioso exacerbado por el desagrado derivado del contacto con los infieles (Tánger había sido dominada por los portugueses y por los ingleses antes de ser reconquistada por el gran Ghailan, un soldado de fortuna nacido en estos lugares, con el ceño fruncido de mi Farid), la xenofobia yebalí teñida de misticismo aristocrático, en suma, y el aislamiento de estos montes, la convierten en una de las poblaciones más cerradas y conservadoras de todo Marruecos: gente de cuidado.
Pero no todos los sahli, mis vecinos de casa y jardineros, son yebalíes. Hay también rifeños. Algunos habitantes de nuestra aldea llegaron durante las terribles hambrunas que en los años cuarenta y cincuenta castigaron el Rif, ya extenuado por la represión que siguió a la guerra contra España. Mi viejo amigo Hammadi me contó en una pálida mañana otoñal, tumbado cerca de sus vacas mientras pastaban, que había llegado aquí de niño, con cinco, seis o siete años (entonces no se llevaba la cuenta), después de que su familia se hubiera separado en el valle de Beni Aros, porque era imposible encontrar suficientes raíces para dar de comer a padres e hijos.
—Había visto a gente comer cadáveres, te lo juro por Alá, son cosas que no se olvidan. Aquí me acogió una buena gente, pan y un poco de leche por guardarles las ovejas y las cabras…
Tras sacarse la petaca de tabaco de un bolsillo de la chilaba, vertió un poco en el hueco entre el pulgar y el índice y lo inhaló. Luego, con un centelleo en sus ojos acuosos por las cataratas, exclamó:
—Hamdulillah! Hoy tengo tres vacas, doce ovejas, dos chavales que trabajan y dos hijas casadas. Y una mujer a la que honro una vez a la semana.
Al cabo de casi veinte años debo resignarme: son muchas, muchísimas, las cosas que no sabré nunca sobre mis jardineros y sus familias. Son una mezcla de yebalí, de edrisíes originarios de Fez y de Mulay Idrís, de klot—la gran tribu de la región de Larache—, amén de árabes hilalianos, esa multitud de harapientos provenientes del Hiyaz que acabaron naufragando en las llanuras atlánticas del Magreb, los mismos que aún hoy, con desprecio, se llaman arobi (o arobia, ‘la cosa árabe’). Además, una nuca rizada, el perfecto cincelado de la oreja, la vulgar brevedad de la frente revelan inmediatamente la sangre de los colonos romanos. Y la distinción de casi todos mis amigos, el valor y una cierta violencia, herencia de su pasado de carniceros de basilosaurios en este mar donde las sirenas no han osado meter nunca la cola, me evocan —sobre todo en mayo, cuando los mirlos causan estragos en los nísperos y se siembran los crisantemos segetum— el período azul y oro en el que, allende las Columnas de Hércules, se establecieron cartagineses y fenicios y, veinticinco siglos antes que yo, junto a los altares cubiertos con la sangre de niños inmolados a la diosa, plantaron sus Jardines de las Hespérides, protegidos por murallas de conchas de múrices marinos hervidos para extraer la púrpura.
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© Umberto Pasti (2018) · Título original: Perduto in Paradiso | Traducción del italiano: José Ramón Monreal (2020) | Cedido por Acantilado.