La ciudad es tuya
Alejandro Luque
Si ustedes viajan a la costa norte de Sicilia, podría recomendarles que visiten los frescos de la catedral de Monreale y el Palacio de los Normandos en Palermo, que paseen por Cefalú y hasta que se den un chapuzón en Mondello. Pero sólo si tuvieran mucho, mucho tiempo, podría recomendarles ir a Bagheria. Esta pequeña ciudad a 20 kilómetros de la capital siciliana es hoy sin duda una de las más feas y ruidosas de la isla, por no hablar de su conocida población mafiosa. Y, sin embargo, sorprende indagar en su esplendor pasado, sus tesoros escondidos son asombrosos, e imponente la lista de personajes ilustres nacidos en la villa, desde el pintor Renato Guttuso al cineasta Giuseppe Tornatore o el fotógrafo Ferdinando Scianna –que inmortalizó a sus vecinos en un libro bellísimo, Quelli di Bagheria–, sin olvidar a Fernando II de Borbón, el cruel rey Bomba.
Pero las ciudades a menudo cambian cuando se contemplan con los ojos de la memoria. Hace algunos años, nuestro compañero Ilya U. Topper hubo de afrontar una fugaz polémica por haber declarado en prensa su amor por una ciudad objetivamente fea como Algeciras. Los lectores algecireños podían aceptar la crítica, pero no la devoción, que es en sí misma un estatuto de apropiación, un modo de hacer nuestras las ciudades. Algo parecido hace Dacia Maraini (Fiesole, 1936) en este doble viaje, a la Bagheria que ya sólo existe en su memoria y a la actual, la de las reliquias asediadas por el tráfico y los adefesios urbanísticos.
Internada con su familia en un campo de concentración japonés hasta los diez años, Maraini pasó el resto de su infancia en Sicilia. Allí, recuerda, su madre llamaba la atención por vestir pantalones, cuando todavía era frecuente el luto perpetuo, y era inmoral que las niñas fueran al cine, incluso acompañadas. En la villa Valguarnera, habitada por la abuela Sonia, a la que Caruso piropeó en un autógrafo, y el abuelo Enrico, amante de la antroposofía y la teosofía, escritora vivió un proceso de aprendizaje que relata con genuina y cruda óptica femenina: el cura que le estampó un beso en la boca sin más, el amigo de la familia que también abusó de ella, reflejan un tiempo, acaso no tan pasado, en que ser niña –incluso niña rica– era un oficio muy difícil.
«Hablar de Sicilia significa abrir una puerta que había permanecido atrancada», dice la autora
El abandono familiar del padre coincide en el tiempo con el inicio de ese proceso de sistemática destrucción que a partir de los años 50 demolió o arrinconó a buena parte de las magníficas villas dieciochescas de Bagheria. Maraini, que ya se había acercado a Sicilia desde la novela histórica en La larga vida de Marianna Ucrìa, confiesa haber sufrido como escritora cierto bloqueo, “evitando como la peste la isla de los jazmines y del pescado podrido, de los corazones sublimes y de las hojas cortantes”, explica. “Hablar de Sicilia significa abrir una puerta que había permanecido atrancada, una puerta que yo había camuflado muy bien, con enredaderas y marañas de hojas, hasta el punto de olvidar que alguna vez hubiera existido”.
Híbrido de reportaje y de anotación íntima deliberadamente divagatoria, Bagheria es ese exorcismo que ha permitido a Dacia Maraini reconciliarse con aquella etapa. Y, de paso, proclamar su amor por la ciudad fea, es decir, ponerle por delante el posesivo y gritarlo a los cuatro vientos.