Arte de marear
Ilya U. Topper
Ce Santiago
El mar indemostrable
Género: Novela
Editorial: La Navaja Suiza
Páginas: 132
ISBN: 978-84-1200-895-1
Precio: 16,90 €
Año: 2020
Idioma original: castellano
¿Por qué? Es la pregunta que a uno se le va formando bajo la lengua mientras va tornando las páginas de El mar indemostrable. Tenemos aquí a un joven escritor sobrado de talento —de eso no cabe duda— y con voluntad de contar una historia, algo que es casi más importante todavía que el talento en estas épocas en las que el mercado convierte en superventas bajo la etiqueta reluciente de autoficción a quienes no tienen voluntad de construir historias.
Ce Santiago (Cádiz, 1977) la tiene, y además sabe cómo hacerlo. Creando ambientes y personajes; casi diría uno que primero crea el ambiente y que este va condensándose como una nebulosa en la que la materia estelar por obra de la gravedad acaba formando estrellas, planetas, meteoritos, las figuras que necesitamos: un marinero con actitud de viejo o, más que viejo, alcohólico y malaleche, un crío, más que crío, asustado, al fondo una mujer, casi una madre. Unos perros. Una taberna que va perfilándose entre humos a través de retazos, retales de conversación, hasta que vemos a quienes están hablando: no hace falta ninguna descripción, son las frases inconexas, las cartas sobre la mesa, las que les van dando cuerpo (—cipio pensé en ir para maquinista porque en la mar se tocan los cojones —sí, ya, y un caraj— anda que no — y turnos de seis horas ¿o no? —pero llegamos a tierra…)
Y allí va surgiendo la pregunta: si Ce Santiago sabe hacer todo eso, si es capaz de pintar un puerto de pescadores combinando la brocha realista de Gustave Courbet con la mala leche de Otto Dix — hay redes que continúan apiladas tal y como las apilaron la última vez que fueron apiladas, junto a las nasas: huelen a un podrido inolvidable; hay bidones de basura insaciables; hay un remolque abandonado y almacenes y talleres con rótulos pintados a mano hace mucho, y los cristales rotos y cubiertos de polvo en grumos y telarañas; hay gatos que huyen, traslúcidos de hambre inmerecida; la indecisión de los murciélagos; hay cubetas de plástico, unas boyas, palés deshechos y cajas de corcho también deshechas; hay coches mal aparcados, y también hay mujeres a la espera — entonces, por qué caralho Ce Santiago escribe dos páginas más adelante no en vano la matriz de la compulsión, pues el sujeto se hace menos sujeto cuanto más determinados son sus objetos, y sin objetos el sujeto se vuelve para sí ahora, presente absoluto, insoportable en tanto sujeto?
Que nos coloque al principio del libro la secuencia más borrosa, más borrascosa, ahogada en palabras, de las tres que nos cuentan la historia del marinero y el chico, eso tiene un pase; también lo hizo Cortázar en 62 / Modelo para armar. Que nos ponga a prueba escribiendo como si atásemos una pi edra a una cuerda, dónde tendría más fuerza, ¿en el extremo o en el cen tro? para ver cuántas páginas tardamos en darnos cuenta de que no son errores de maquetación (hoy día todo es posible) sino que el marinero está hiposo por borracho, también lo tiene. Y vale que hacia el final de la (corta) historia nos intercale quince páginas con reflexiones medio metafísicas sobre por qué la parte de un barco bajo agua se llama obras vivas y la que queda encima, obras muertas, incluida una entera dedicada a describir cómo se ahoga un marinero caído al agua.
Si este libro es un homenaje lo es a quienes sufrieron a los de la mar
Pero para qué sirve presentar esta parte en columnas de mayor sangrado, alineadas a la derecha (en un libro de pequeño formato con ya generosos márgenes), no se hace evidente. Salvo que sea para rascar papel: imaginamos al editor advirtiendo al escritor que menos de cien páginas queda fatal en el mercado, y vemos a Ce Santiago contando las ya escritas, con profusión de adjetivos, y quedándose en 74; decide pues añadir lo de la taberna (que se agradece, porque es excelente, aparte el detalle incomprensible de ocultar topónimos como Gran Sol tras un G** S** ¿por qué?) y sigue en 92; y añade entonces 17 páginas más con párrafos cortos y sangrado distinto, y voilà.
¿Y qué busca el recurso de colocar cada equis párrafos, durante todo el libro, una nota a pie de página con una breve cita de algún filósofo o escritor —Heine, Sontag, Kafka, Heidegger, Melville, Bachelard, Bloch, Barth, Gass, Acker, cualquiera del que nunca hayamos escuchado hablar— que sugiere una vaga, muy vaga, reminiscencia a la frase que lleva la nota? Solo cabe concluir que Ce Santiago parodia aquí las tesinas y tesis doctorales en las que es obligado hacer exactamente eso: fingir que uno necesita el respaldo de una autoridad para escribir lo que sea. Pero la parodia casa mal con la borrasca contenida en estas 130 páginas, donde casi desde el arranque intuimos que cuando pase la tormenta del texto, flotarán solo pecios destruidos en la superficie del último folio.
No importa lo largo que sean las isobaras sino lo densas que se aprietan
En esto, Ce Santiago no defrauda, y además sabe llevarnos en una espiral de grises hacia un malestar encapotado en el que la ráfaga final alivia, libera. Porque este libro no es un homenaje a los hombres del mar: se pega a la piel como un impermeable tras caerse uno al agua. De los tres personajes, la mejor perfilada, justo porque es la que menos aparece, porque en gran parte del texto solo queda al fondo, a la espera, es ella: la que pudo ser mujer y se ha quedado en madre. Si este libro es un homenaje lo es a quienes sufrieron a los de la mar.
Recojamos redes: Ce Santiago es muy buen y muy talentoso escritor en un tiempo en el que a los jóvenes escritores les cuentan que no basta con ser buen escritor, sino que hay que exhibir el arte, y eso se consigue mareando al lector en lugar de contarle una historia. Digo en un tiempo, porque cuando Herman Melville hizo lo propio en 1851, al menos le cayó un alud de malas críticas muy merecidas (Moby-Dick es una de las mayores obras literarias de la humanidad no gracias a sino pese a ser un soberano coñazo de lectura). A Ce Santiago hay que agradecerle que se limite a 130 páginas en lugar de 500, aunque el relato es tan bueno que le habría bastado con 60, las que tiene El Sur de Adelaida García Morales. Lección de marinero: no importa lo largo que sean las isobaras sino lo densas que se aprietan para saber que amenaza tormenta.
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