Vi-viendo Almería
por Marina del MarGloria banal del color suburbial
Las fotografías cuentan cosas. Para empezar, nos hablan de quien las toma.Yo miro estas imágenes de Marina del Mar y –sí, es verdad, juego con ventaja: cuando la conocí, hace 30 años, ni siquiera empuñaba una cámara- y lo primero que veo es su mirada. Un fotógrafo es una mirada. Y la de Marina es mordazmente tierna, distanciadamente empática. Por ejemplo: veo mucho respeto y compasión atravesados de ironía en la imagen de la anciana que mira ensimismada fuera de cámara -¿a la nostalgia del fulgor de su pasado? ¿a la melancolía por el “tempus fugit” y el paso de los días que, al otro lado de la imagen, nos recuerda colgando un calendario sin año?- pero, sobre todo, del lado opuesto desde el que nos sonríe la muñeca gigante que tiene a su izquierda.
Desencuentro de miradas para dos mensajes asimétricos en un chispazo visual muy elocuente.Orto y ocaso, arrugas socavadas de la vida contra la perpetua lozanía del PVC de las muñecas, ficción y realidad, de una existencia a la que Marina del Mar –y esto lo sé también porque he caminado las calles haciendo fotos junto a ella- accede derribando cualquier resistencia con la llave de su 50 milímetros: es decir, seduciendo y sonriendo pero, para no perder la perspectiva de la escena, manteniendo esa distancia prudencial de la que solo puede nacer su combinado natural de ironía y cortesía.
Una focal es una moral. Están los bellos fotógrafos “de luces”. Están los que disfrazan o magnifican la trivialidad de sus escenas camuflando su apariencia con un vano –por aparatoso y fraudulento- blanco y negro. Y están los que, como Marina del Mar, asumen la epidérmica banalidad del color para contarnos –sin juzgarla o condenarla- la vulgaridad de las vidas de extrarradio de una ciudad, la suya, la mía, que toda ella siempre me pareció extrarradial y sumergida en el “kitsch” de la esquinada periferia a la que la condenó la geografía. Mujeres en mercadillos de bragas y sostenes a 4 unidades por 5 euros rebuscando en su bolso, pero camufladas de señoras de postín adornándose con sofisticados tocados de peluquería y megagafas de sol de imitación, probablemente, como ellas mismas. Muy Almería.
Chicas que dan de mamar el pecho al niño, mientras juegan con las amigas a las cartas en una “timba” vecinal en plena calle, como aún se puede ver en los barrios proletarios de La Chanca o Los Almendros, pues Almería fue siempre así de “desahogá”, tal y como nos enseña Marina en estas imágenes que yo miro completándolas imaginándome su audio. Audio, sí, aunque nadie parezca hablar en ellas: más bien los personajes exhiben un rictus apocado o mortecino, como de la ciudad triste que también me parece a menudo Almería. Miren a la chica con mantilla desfilando en una ciudad que, carente de identidad y tradiciones, se ha trepado a la moda sevillana buscando hacer algo de rito y escaparate en la Semana Santa: cualquiera diría, por su gesto apático y el vacío del público que no la rodea, que desfilando con bastante resignación, desgana e indiferencia.
Audio, sí, pues yo escucho en estas imágenes mudas el sonido de las voces almerienses –“neeeeene”, “pa´queéetafoooooto”, “¿palfeeeeeisbuuu?”- de unos personajes tan abúlicamente almerienses como ese par de tipos sentados en el paseo marítimo pasando el rato al sol –una ocupación muy almeriense- con su litrona de cerveza y, cuando hay suerte, (pero esto ya no sale en la imagen) un canuto. La vida puede ser maravillosa en Almería solo con Sol, mar y un canuto. Documentalismo suburbial y directo. No hay afectación en la mirada de Marina ni búsqueda de lo fotográficamente “bonito”.
En la estela fría de un Parr -pero sin la superioridad de su cáustica mordacidad o escondiendo la acidez bajo una capa de naturalismo de bondadosa apariencia- Marina no enfatiza y deja hablar al chirrido colorista de los estampados para que él solito proclame su mensaje y ni siquiera cuando puede “entrar a matar” en una escena muy propicia para la lidia fotográfica –como la ceremonia religiosa- se toma la licencia de zaherir visualmente a nadie, salvo para señalar sin énfasis alguno la extraña paradoja de un éxtasis religioso colectivo que, al parecer, solo parece existir para ser compartido en directo a través de esa otra y nueva idolatría que es la telefonía móvil.
O como cuando fotografía a la monja de espaldas –aquí lo que interesa es la identidad grupal; la innominada; la corporativa- en una imagen que es un ejercicio muy sencillo y muy eficaz de composición y simplificación por manchas de color. Miro el celeste de la rebequilla y me estremezco. No lo veía desde mi infancia y ahora me doy cuenta de que también es otra manera del azul característicamente, profundamente almeriense. Gloria banal del color, ya sea monjil o suburbial.
Juan Maria Rodriguez