Asad no va ganando
Laura J. Varo
Por muchos titulares que leamos, no nos confundamos. El reelegido presidente sirio, Bashar Asad, no ha ganado unas elecciones, su Ejército no se ha hecho con la victoria en Homs, y no ha traído la paz a las villas diseminadas del macizo de Qalamoun, junto a la frontera con Líbano. La amnistía decretada por el régimen inmediatamente después de los comicios no es un gesto de buena voluntad, ni la tregua que se señala en el horizonte de Alepo, un avance en las negociaciones con la oposición armada. Los matices están en las palabras.
Se ha hecho hincapié en que la victoria (con un 88,7% de los votos) de Asad en los comicios del pasado 3 de junio es el primer tanto electoral que se apunta el caudillo en competición con otros candidatos a la presidencia después de los plebiscitos de 2000 y 2007 convocados para revalidarle, sin más. Si jugamos al recuento electoral habitual cabría señalar que el actual presidente ha perdido en torno a un 10% de los votos obtenidos en las citas anteriores (en las que el “sí” a la continuidad de Bashar obtuvo un 97% y un 99%, respectivamente), repartido entre los otros dos contrincantes (un 4,7% para el candidato liberal Hasan Nuri y 3,2% para el comunista Maher Hayad), apenas una muesca en su espada.
Por otra parte, si de los oponentes hubiera dependido, es probable que ese pequeño margen hubiera ido a parar a la saca del líder baathista. «Los tres [candidatos] estamos de acuerdo al 100% en cómo afrontar la crisis siria desde el punto de vista político-militar», reconoció Nuri en una entrevista al Sunday Times. Y, claro, para seguir mandando aviones a bombardear Alepo con barriles explosivos hace falta alguien con experiencia en el campo de masacrar a su propio pueblo.
Para seguir mandando aviones a bombardear Alepo hace falta alguien experimentado en masacrar a su propio pueblo
Bashar Asad, a diferencia de los otros dos, tiene tres años de trabajo a sus espaldas y unas cifras imbatibles: más de 150.000 muertos, 9 millones de desplazados de una población de unos 20 (más que ningún otro país en el mundo, según ACNUR) y más de tres millones de refugiados en países de la región que han provocado la mayor crisis humanitaria desde Ruanda que hayan afrontado las agencias de Naciones Unidas.
Lo que sí ha conseguido el régimen en una nueva especie de maniobra de despiste es pasarse por el forro a una comunidad internacional occidental que no sabe (o no quiere) meter mano a lo que va quedando de Siria. Washington ha calificado los comicios de “farsa” y la Unión Europea ha reiterado por activa y por pasiva su “ilegitimidad”, dadas las circunstancias (la guerra, ya saben).
Precisamente en esas circunstancias, Asad ha decidido sacar partido del hastío a los mismos ciudadanos a los que lleva masacrando desde 2011. Los comicios han supuesto una pátina de relativa normalidad que han permitido al régimen el lujo de mostrar imágenes del pueblo celebrando la victoria, sacar pecho ampliando un día más la apertura de las urnas ante la avalancha de votantes (a diferencia de Egipto, donde Sisi intentó a la desesperada ofrecer a su aparato de propaganda una foto de algún colegio electoral donde los electores tuvieran que esperar en fila india), y la guinda: el flamante reelegido presidente y padre de los sirios recomendando a sus hijos que no disparen al aire para festejar la reválida porque no es plan de que mueran civiles de alegría.
Resulta a todas luces imposible calificar el proceso electoral de democrático
Pero pese a que resulta a todas luces imposible calificar el proceso de democrático y dudosamente afianzará el poder de Asad como presidente ante un panorama global que no lo reconoce como tal y una población que clama (aún) por su marcha, las elecciones sí han servido, sin embargo, para sentarle de nuevo en la silla como interlocutor ante la oposición reconocida por Occidente; esta oposición cuyas oficinas son consideradas desde el pasado mayo, tras la visita de Ahmed Yarba a Washington y el cierre de la Embajada siria, como misiones diplomáticas en EEUU. Y sobre todo ha servido para hacer creer a los sirios, particularmente a quienes han visto en el fracaso de la revolución la desidia que el resto del mundo les devuelve, que si bien no se puede vivir bajo el control de los yihadistas, sí es posible votar bajo el régimen de Asad.
A este nivel de falsete se sitúa la rendición de Homs, con la que el régimen se ha apuntado otra conquista moral mayúscula. Conquista moral, porque no es posible considerar la caída de la ciudad cuna de la revolución armada y símbolo de la resistencia rebelde, como una victoria militar.
Los alrededor de 1.000 combatientes antirégimen que han abandonado la tercera localidad más importante del país, tras Alepo y Damasco, lo han hecho en virtud de una tregua que les ha permitido replegarse a otras áreas aún controladas por los sublevados y lo han hecho tras dos años de un asedio numantino que les ha robado hasta 40 kilos de peso debido a la falta de comida.
Homs era considerada un símbolo de la lucha contra Asad no solo por ser la primera ciudad en levantarse en armas y por haber sido el escenario donde el Ejército sirio puso a prueba (con éxito) su estrategia de machaque sistemático contra la población civil, con la destrucción de Bab Amro, el primer barrio totalmente reducido a cenizas. También era bastión del Ejército Libre Sirio, la milicia laica formada por desertores del Ejército regular que gozaba del beneplácito de Occidente frente a la miríada de grupos islamistas en que se ha convertido la oposición armada.
El sitio al que Asad ha sometido a la ciudad desde 2012 no solo hizo imposible el paso de armas, alimentos y medicinas; también evitó la entrada de los combatientes yihadistas que se han hecho con el control de buena parte de las áreas bajo mando rebelde, especialmente en el norte. Por esta razón solo puede ser una victoria moral para un régimen que a estas alturas no tiene nada que ofrecer a aquellos que han pretendido regresar a sus no-casas: dos años de asedio han culminado con una rendición pactada con el grupo rebelde más debilitado por el enquistamiento del conflicto, lejos de la toma a la fuerza de otros puntos de igual relevancia para el régimen como Qusayr o la región de Qalamoun.
La rendición de Homs es una conquista moral, porque no es posible considerarlo una victoria militar
Con la rendición de Homs, el Ejército leal a Asad logró imponerse en el eje occidental del país, controlando toda la carretera que une Damasco con Tartus, la entrada al feudo alauí (confesión del clan Asad) de la costa. Era ése precisamente el objetivo del régimen desde que dio el norte por perdido tras la ofensiva rebelde en Alepo en el verano de 2012.
Sin embargo, la caída de Homs desvela un cambio de estrategia con respecto a las otras dos zonas clave en esa misma vía. Qusayr cayó tras un mes de cerco y ofensiva militar en la que fue definitiva la participación de la infantería de Hizbulá. En Qalamoun, región disputada desde prácticamente la toma rebelde de Maalula en otoño del 2013, rebeldes, soldados leales al régimen y milicianos de Hizbulá se han enfrentado pueblo por pueblo en varias oleadas de ofensiva y contraofensiva por parte de ambos bandos hasta que se produjo el repliegue rebelde hacia las montañas libanesas.
Homs, en cambio, ha sido conquistada tras un acuerdo como el que se perfila para acabar con la escasez de agua en Alepo (o el que ya permitió restablecer el suministro eléctrico tras dos semanas de apagón), o como la que llevó a la retirada de combatientes rebeldes en varias zonas de Damasco a cambio de permitir la entrada de víveres en el campo palestino de Yarmuk. Cabe decir que la electricidad en Alepo aún no está completamente reestablecida y que los civiles en Yarmuk siguen muriendo de hambre.
La caída de Homs desvela un cambio de estrategia respecto a la toma de Qusayr y Qalamoun
La revelación más significativa tras estos acuerdos quizá sea el hartazgo de la población, no solo la de los puntos bajo asedio. Ese hartazgo es lo que ha permitido que Asad jugase a celebrar unas elecciones mientras EE UU maniobra (o eso parece) para decidir si arma o no abiertamente a los rebeldes (suministro de misiles antitanque TOW desde Arabia Saudí aparte) para empezar a ganar algo de terreno.
Por esta misma indecisión dejó el cargo Robert Ford, enviado de Obama para Siria, según ha reconocido él mismo en una columna publicada en el New York Times. «En febrero, dimití como embajador americano (sic) en Siria (…). Conforme la situación en Siria se deterioraba, encontraba cada vez más difícil justificar nuestra política», escribe en el arranque de un alegato a favor de armar al Ejército Libre Sirio, o lo que de él queda a estas alturas, no para hacerlo avanzar militarmente hasta tomar el poder –eso es imposible ya– sino para ganar una baza que jugar en un panorama en el que «no hay solución militar».
«Es posible salvar algo de Siria preparando las condiciones para una auténtica negociación hacia un nuevo Gobierno», insiste Ford. Asad, que ha conseguido plantarse como el que va ganando tras imponer su pantomima electoral y hacerse con el control del oeste sirio desde Damasco a Latakia, ya ha movido ficha.