Descabezar alfileres
Ilya U. Topper
Estambul | Septiembre 2024
Cortar cabezas no es muy inteligente, dijo el poeta alemán Erich Kästner en 1948. El alfiler al que le cortaron la cabeza —prosigue— se dio cuenta de que no la necesitaba en absoluto y ahora… pinchaba por ambos lados.
Puede ocurrir lo mismo cuando uno se propone descabezar a una milicia enemiga. El líder del movimiento libanés Hezbolá, Hassan Nasralá, ha muerto en el ataque aéreo israelí pero ¿es una victoria para Israel? O quizás habría que formular la pregunta de otra manera, porque al no saber qué quiere conseguir Israel con la guerra en Líbano, tampoco es fácil clasificar un resultado como victoria.
Porque las afirmaciones grandilocuentes del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, de quiere acabar con Hezbolá no son creíbles; los estrategas israelíes saben tan bien como todos nosotros que una organización política y militar con décadas de arraigo no se erradica con bombardeos aéreos. Ni siquiera se erradica con una invasión terrestre, como se demostró en la guerra de 2006; antes al contrario: lo que no mata a una guerrilla la engorda.
Hezbolá no es una secta mesiánica formada alrededor de un líder carismático sino una organización civil y militar
Y lo que está claro es Hezbolá, en concreto, tampoco se erradica matando a su dirigente. Porque Hezbolá no es una secta mesiánica formada alrededor de un líder carismático sino una organización civil y militar surgida por la influencia de numerosos factores geopolíticos y con un amplio respaldo en la población libanesa —no en toda la población, ni mucho menos, pero sí en una parte— por ser una respuesta a estos factores, por sus políticas y sus acciones. Los discursos de Hassan Nasralá, los pocos que ha dado, y desde hace una década siempre por pantalla interpuesta, son lo de menos, por mucho que sea habitual alabar su oratoria.
Nasralá llegó a la cúspide de la organización en 1992, después de que Israel asesinara en un bombardeo aéreo a su predecesor, Abbas Musawi, y digo cúspide y no poder, porque me temo que no tenemos muy claro cuál es el margen de decisión del jefe de Hezbolá frente a los demás altos cargos del movimiento —de los que depende de todas formas totalmente para recibir información y dar órdenes, ya que él personalmente no puede usar ni teléfono por seguridad— y frente a su principal financiador y respaldo internacional, que es el Gobierno de Irán.
También es difícil trazar un perfil del liderazgo de Nasralá respecto a Hezbolá después de 32 años en el cargo, porque implicaría especular qué habría hecho otro en su lugar. Es habitual leer que el nombramiento de Nasralá radicalizó la organización respecto a la época de Musawi, pero Musawi no había cumplido siquiera un año en el cargo cuando cayó bajo el misil israelí, y de todas formas, ambos pertenecían a la misma facción, la proiraní. Podemos hallar diferencias importantes respecto a la orientación del predecesor de Musawi, Subhi Tufayli, nombrado en 1989 y reemplazado por Musawi en 1991 tras encarnizadas luchas faccionales, pero esto coincide con un cambio fundamental en Líbano: el fin de la guerra civil por los acuerdos de Taif de 1989.
No constan intentos de Hezbolá de poner freno a las libertades cívicas de la población libanesa
Hasta entonces, el papel de Hezbolá era el de una milicia más en la sangrienta pléyade de facciones religiosas que intentaban recortar con la bayoneta su trozo del pastel de la política —y política en Líbano es también economía y ganancia— del país de los cedros. Según los acuerdos de Taif, todas tenían que desarmarse, excepto las que luchaban contra la ocupación israelí del sur de Líbano, es decir Hezbolá. Y eso fue a partir de entonces el perfil de Hezbolá como organización: luchar contra Israel.
Podría haber sido distinto, claro. Tufayli y sus seguidores planteaban un Hezbolá como fuerza religiosa y social en Líbano, tan religiosa que incluso preferían boicotear las elecciones de 1992 para ir llevando a la sociedad hacia la teocracia. Eran más fundamentalistas, cabe resumir, y más localistas. El ala de Musawi y Nasralá tenía una visión más internacionalista y más pragmática: preferían no meterse en la política libanesa más de lo justo para mantener el poder, pero renunciando a todo intento de imponer leyes religiosas.
En los feudos de Hezbolá de Beirut, nadie impone el velo, se puede pasear por la calle con el atuendo que se quiera y no constan intentos del partido de poner freno a las libertades cívicas de la población libanesa. Es más: cuando el movimiento a favor de los derechos de gays y lesbianas de Líbano, Helem, lanzó una campaña para que la prensa árabe usara la palabra «homosexual» en vez del habitual «desviado sexual», el primer medio en hacer caso fue Al Manar, la televisión de Hezbolá, me contó el activista George Azzi en 2008.
Es difícil saber si Hezbolá ha renunciado a la intención de establecer una sociedad islamista, pero tanto está claro: ha aparcado este proyecto, que en Líbano produciría mucho resquemor, en aras de presentarse como la milica de todos los libaneses frente al enemigo común, que es Israel, ocupante de la patria. Para ello contaba con el apoyo de Irán, al que no le debió de gustar la línea de Tufayli, necesariamente abocada a alargar el conflicto libanés; era mejor tener una milicia bien armada, poderosa y respaldada por gran parte de la sociedad, que pudiera usarse como actor en el ajedrez internacional.
Nasralá fue rotundo: Hezbolá seguirá combatiendo mientras Israel siga con su guerra contra los palestinos
Y tanto que la usaron. Cuando Israel por fin se retiró en 2000 de Líbano, Nasralá podría haber cantado victoria y haber procedido a disolver la milicia, tal como preveían los acuerdos de Taif. Probablemente, una importante parte de la sociedad libanesa habría estado encantado de ir preparando un acuerdo de paz con Israel para volver a llevar el país a su vieja gloria de Suiza de Oriente: rico, neutral y llena de bancos (y de editoriales, teatros, estudios de cine y productoras de música de proyección internacional, eso no hay que olvidarlo nunca: el mundo árabe del siglo XX no habría sido lo que ha sido, desde un punto de vista cultural, sin Líbano).
Claro, firmar la paz con Israel mientras mantiene bajo una despiadada ocupación militar a la población palestina es una cosa bastante fea. Y Hezbolá se encargó de que Líbano no pudiera caer nunca tan bajo moralmente ni tan alto económicamente: mantuvo la guerra.
Frente al resto de partidos del hemiciclo de Beirut, Hezbolá adujo una justificación formal para no cumplir con el desarme acordado: Israel no se ha retirado de las Granjas de Shebaa en el extremo sureste de Líbano, pegada al Golán. Según Hezbola es territorio libanés, por lo tanto la ocupación continúa y hay que seguir combatiendo. Según Israel, esto es territorio sirio, por lo tanto es natural mantenerlo ocupado. Damasco se apresuró a darle la razón a Hezbolá, como le corresponde a un aliado de Teherán. Pero en el fondo todo el mundo sabe que este trozo de tierra no le importa a nadie. Y ante sus seguidores, Nasralá ha sido sincero y rotundo: Hezbolá seguirá combatiendo mientras Israel siga con su guerra contra los hermanos palestinos.
Lo de los hermanos palestinos es un decir para muchos libaneses: no le perdonarán nunca a las milicias palestinas haberse asentado en Líbano en 1971 después de ser expulsados de Jordania por su rebelión armada allí, y haber usado el sur del país como base para sus ataques contra Israel, desencadenando así los sucesos que llevaron a la guerra civil. Una guerra en la que parte de la población, y no solo la cristiana, se alió con Israel contra los palestinos. Muchos estarían dispuestos a volver a hacerlo, aunque sea por hartazgo: la afiliación de Líbano al eje propalestino, forzado por Hezbolá, ha dejado el país en la ruina, literalmente, pero ¿ha supuesto el mínimo avance de la causa palestina? ¿Se ha visto alguna familia palestina beneficiada por el impacto de cohetes de Hezbolá en puestos militares israelíes?
No es verosímil que la muerte de Nasralá provoque un cambio de orientación, antes al contrario
Tan arraigado es el papel de Hezbolá como fuerza exclusivamente antiisraelí que sorprendió a muchos que Nasralá alabara públicamente —aunque con la boca chica— el acuerdo firmado en 2022 entre Beirut y Tel Aviv para delimitar fronteras marítimas y repartir yacimientos de gas natural. Hubo quien vio ahí un gesto de Nasralá como hombre de Estado. Y hubo quien vio una traición a la causa palestina.
Porque Hezbolá es, así lo asuman propios y ajenos, una fuerza que combate por el bien de otro pueblo, no por el suyo propio. En opinión de muchos libaneses, eso significa que lucha contra los intereses de su propio país. Y sobre todo contra los intereses del islam, denunció en 2016 el propio exjefe del grupo, Subhi Tufayli: el movimiento que antes dirigía se había convertido en una herramienta de Teherán para su proyecto geopolítico basado en la defensa del pueblo de Persia, y no del islam, aseguró. Porque Tufayli es islamista y sueña con un mundo islámico unido; Irán no. Irán busca su propio bien como nación, más allá de la religión. Por lo mismo, Tufayli reprochó amargamente a sus antiguos compañeros de armas haberse puesto al servicio del dictador sirio Bachar al Asad —prácticamente laico— en la guerra civil siria contra el movimiento islamista alzado en armas. Hezbolá, opinó, tendría que haber apoyado a los islamistas, no a sus enemigos.
Pero todo eso es pasado. El Hezbolá que conocemos en los últimos 30 años es el del ala de Musawi y Nasralá, y así seguirá. No estoy en condiciones de especular cuál de los altos cargos disponibles será declarado nuevo secretario general, ni cuánto tiempo se dará la organización para hacerlo, ni tampoco lo creo importante. No es verosímil que la muerte de Nasralá provoque un cambio de orientación, antes al contrario: un sucesor con una trayectoria menor tendrá menos autonomía frente al mandato de servir a Teherán. Alejarse de Irán exigiría reenfocar totalmente el concepto y la función de Hezbolá en Líbano, y para eso es tarde.
La potencia para lanzar cohetes contra el norte de Israel no se verá afectada en ningún caso
Tampoco es de prever que la muerte de Nasralá hunda la milicia en un estado de desánimo. Probablemente el sabotaje de sus mensáfonos y radiotransmisores este mismo mes —junto la con exposición pública de cientos de altos cargos heridos y atendidos en los hospitales— haya supuesto un golpe mucho más grave a sus capacidades militares y organizativas que la muerte del líder, ya que con certeza hay una cúpula que ha compartido todos sus planes, estrategias y contactos. La potencia para lanzar cohetes contra el norte de Israel no se verá afectada en ningún caso. Antes bien, la milicia tendrá que intensificar estas acciones para demostrar que no está de capa caída.
Y quizás es esto justamente lo que quiere conseguir Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Israel: intensificar la guerra. No es un peligro para él, porque Irán no podrá ir mucho más lejos de lo que ya ha ido en todos estos meses, ni aunque se trate de vengar la muerte de un comandante regional. Porque Irán, ya lo dijo Tufayli, piensa en su propio beneficio, no en el de sus peones, y no tendrá interés en dar pasos inauditos que pudieran provocar una respuesta inaudita de Estados Unidos: su proyecto geoestratégico busca sobrevivir, no sacrificarse por otros.
Netanyahu gusta de pintar ante la galería Irán como la amenaza existencial pero no le tiene miedo. Y sabe que descabezando Hezbolá no podrá acabar con la milicia, pero sí conseguir que ahora pinche por todos los lados. Y eso le conviene a su particular estrategia de llevar la guerra y destrucción cada vez más lejos, a un nivel cada vez más despiadado. Porque cuanto mayor sea la destrucción, más difícil será reconducir la situación en algún momento hacia un acuerdo de paz. Y la paz es lo único a lo que sí tiene miedo.
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© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial · 28 Sep 2024