Los desagradecidos
Lluís Miquel Hurtado
La última decapitación que vi en vídeo me perturbó bastante menos que la primera. Pero me sorprendió mucho más. En él, el miliciano del Estado Islámico (Daesh) no era el decapitador, sino el decapitado. Quien blandía el cuchillo, me aseguró el joven combatiente mientras reproducía la horrenda escena en su móvil, era un miembro de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS). No es tan difícil de entender. La guerra es tan vieja como el hombre, también las venganzas lo son, y ha llegado su momento.
El 23 de marzo, las FDS anunciaron la derrota del pseudocalifato del Estado Islámico desde Baguz. En verdad, la celebración había empezado tres días antes. Las hogueras ardieron en los últimos meandros del Éufrates, justo antes de penetrar en Iraq, la noche del 20. Ese día, los kurdos, la fuerza dominante en las FDS – su milicia, las YPG/J, es la que más milicianos y experiencia de batalla aporta – celebraron el año nuevo como en Afganistán, Tayikistán o Irán. Bailes bajo la luna llena, rodeados de escombros.
¿Kurdos? Exactamente. Porque tan fructífera ha sido la cooperación que nació de la intervención estadounidense para evitar que el Daesh tomase Ain al Arab –hoy Kobani, adaptación vernácula del alemán Kompanie, como se llamaba a la constructora ferroviaria que dio origen al pueblo– , en septiembre de 2014, que las fuerzas kurdas hace meses que han rebasado los límites de los mapas de Kurdistán. Incluso los de las proyecciones más irredentistas.
Más preocupados por salvar la cara frente a Turquía que por un impulso pragmático, a juzgar por el resultado, Estados Unidos fomentó a finales de 2015 la creación de las FDS. Consistió en sumergir las YPG/J en un mar de siglas turcomanas, árabes y asirias – las principales minorías residentes en el territorio de la minoría kurda – y darles visibilidad tanto en los pueblos y ciudades donde son mayoría como en las portavocías. Sobre el terreno, salvo excepciones contadas, los kurdos siguen al mando.
“Jamás imaginé que debería aprender turco para luchar en mi país” ironiza una miliciana kurda
Y no unos kurdos cualquiera. De la boca del presidente Recep Tayyip Erdogan salen, a menudo, sapos, salamandras y fake news. Pero también unas pocas verdades, como que los miembros del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) no son unos meros subalternos en Siria. “Jamás imaginé que debería aprender turco para luchar en mi país”, me comentó sarcásticamente una joven miliciana de las YPJ de Kobane en 2014. Hoy, es posible alcanzar Baguz de mando en mando, pidiendo permisos… hablando en turco.
A esto hemos llegado: un grupo armado en guerra con las fuerzas de seguridad turcas, y en ocasiones responsable de la muerte de civiles –Seher Çagla Demir, autora del atentado suicida con coche bomba que mató a 37 civiles en el centro de Ankara, en marzo de 2016, había entrenado y combatido en Siria– es, al mismo tiempo, quien ha liberado al mundo del horror del Daesh. Seleccionados conscientemente –dudo de que fuese por ignorancia– por el primer ejército de la OTAN, con el que ha luchado hombro con hombro.
En consecuencia, lógicamente, quienes han puesto los muertos al servicio de la causa global contra el Daesh ahora exigen lo que les corresponde: reconocimiento internacional, autoridad y un espacio donde ejercerla, con las garantías suficientes de que podrán prolongarla por mucho tiempo. A su favor tienen: un sistema de gobierno efectivo, normas justas –“sólo te castigan si cometes crímenes”, me enfatizó un comerciante de Manbiy – y una corrupción apenas testimonial, sobre todo si la comparamos con el resto de bandos en liza.
El Daesh fue un experto explotar las diferencias entre los vecinos para escoger aliados
En su contra: ciudades y pueblos, fuera de las zonas de mayoría kurda, que pueden ser ingobernables si los nuevos dueños descuidan deberes tan básicos como la reconstrucción, la involucración de la población local y la rebaja de tensiones. Que no es poco en una región que ha sido arrasada por la aviación y la artillería, donde cálculos conservadores, como el del observatorio Airwars, suman 7.500 civiles muertos en acciones de la coalición anti-Daesh y cuya población teme represalias por no haber huído antaño del Daesh.
Tenemos razones para creer que la decapitación mencionada al principio de la columna es anecdótica. Fea, pero no indicativa de una forma de proceder habitual de las FDS. En todo caso, indicativa de una realidad, la que tiene que ver con cómo se va administrar la victoria, que suele escapar de las noticias que llegan desde la oriental Deir Ezzor, una provincia donde la política de clanes ha tenido tradicionalmente un fuerte arraigo. Ignorarla ahora equivale a asentar las bases de la próxima guerra civil.
El Daesh fue un experto en la materia. Donde llegase, explotaba las diferencias entre los vecinos para evitar un frente en su contra. Escogía muy bien a sus aliados locales y arrasaba a los rivales. En agosto de 2014, unos 700 miembros del clan Shaitat, que consta de cerca de 80.000 personas, fueron ejecutados por el Daesh por intentar revolverse contra su autoridad pergeñada. Docenas de jóvenes Shaitat han combatido del lado de las SDF para tomar Deir Ezzor. No es difícil intuir qué pasa por la cabeza, ahora, a sus clanes rivales.
Acusaban a la aviación estadounidense y a las FDS de destruir sus casas, matar a sus familiares
En uno de los momentos más intensos de nuestra cobertura de la batalla final contra el Daesh, más de una veintena de civiles nos abordaron. Eran vecinos de Hayin, cerca del frente. Ninguno osaba concretar que habían escogido vivir bajo las normas draconianas del Daesh – plantéese usted mismo bajo qué condiciones renunciaría a su hogar–, pero todos acusaban a la aviación estadounidense y a las FDS de destruir sus casas, matar a sus familiares, participar de una venganza entre clanes y, especialmente, de no compensarlos por ello.
Los milicianos de las FDS que me acompañaban en ese momento, en menor número que los denunciantes, fueron incapaces de censurar aquel conato de sinceridad, que traspasaba su férreo control informativo. Ellos, que habían cruzado medio país jugándose la vida para ‘liberar’ – así lo entienden– a sus vecinos del yugo del Daesh, acaban topándose con una turba enfurecida por haberlo perdido todo. Deben pensar que en Manbiy, en Raqqa o en Deir Ezzor son unos desagradecidos.
La realidad es que en Manbiy, Raqqa o Deir Ezzor viven mayormente árabes que, al menos por ahora, consideran a los kurdos poco más que unos invasores extranjeros con ínfulas separatistas. Bienvenidos, pero invasores cuyo proyecto político desconocido, inspirado por Abdullah Öcalan, aún desconocen. Y que siempre y cuando les proporcione lo mismo que, durante mucho tiempo, el Daesh proveyó gracias a los petrodólares –comida, sueldos, seguridad– y que fue el aval de su autoridad siniestra, tolerarán. Y ¿quién no?
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© Lluís Miquel Hurtado | Especial para M’Sur
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