La ventana estrecha
Alejandro Luque
Aunque tengo por costumbre no participar en hilos de Facebook, aquella vez hice una excepción. Se trataba de elaborar una lista con nuestros diez libros preferidos de todos los tiempos, los que más nos hubieran marcado, los que nos llevaríamos al fin del mundo. Decidí participar y decidí que serían diez libros escritos por mujeres. Sí, toda una provocación. Todavía.
Subí mi propuesta y recibí mensajes de felicitación, mensajes de asombro, y hasta mensajes en los que cariñosamente se me acusaba de adular al sexo opuesto con oscuros fines. ¿Y por qué tanto revuelo? Pues porque la inmensa mayoría de los libros escogidos por los lectores (y las lectoras) pertenecían a escritores varones. En la mayoría de los casos, todos: del primero al décimo.
Una de las pocas cosas que llevamos aprendidas en los pocos años de funcionamiento de Facebook es que poco importa si los gustos expresados en esta red son reales o fingidos, para quedar bien o posar de exquisito, erudito o cool. Da igual, todos son reveladores del ámbito en que nos movemos y los objetivos hacia los cuales nos dirigimos.
Pues bien, lo revelador en este caso era que en el canon sincero o simulado excluía limpiamente a las féminas narradoras, novelistas, ensayistas, dramaturgas. Y créanme, con mi lista no pretendía dar ninguna lección, ni literaria ni moral, sino poner de manifiesto un mal muy de nuestro tiempo, y del que en absoluto me siento a salvo: incluso nosotros, aquellos que gozamos de un amplísimo acceso a todo tipo de productos culturales, miramos el mundo por una ventana muy estrecha. Por ejemplo, obviando prácticamente a la mitad de la población mundial de nuestras preferencias literarias.
La aplastante mayoría eran españoles o anglosajones. Algún francés suelto, algún portugués que casi siempre se llamaba Pessoa o Saramago
Que no prestemos una atención mayor a la mirada femenina sobre el mundo, a sus formas de ver, gozar, sufrir o atribularse, a sus temores y sus esperanzas, explica en cierto modo las muchas perplejidades, cuando no las incomprensiones, que acaban propiciando tantos y tantos desencuentros de los que se han dado en llamar “de género”. Pero no era la única estrechez que nos delataba: en las listas publicadas aquellos días, la aplastante mayoría de los autores eran españoles, iberoamericanos o anglosajones. Algún francés suelto por ahí, algún portugués que casi siempre se llamaba Pessoa o Saramago. Prácticamente ni rastro de literatura árabe, rusa, hindú, china o japonesa. Del África negra, ni hablamos.
Hace apenas 30 años era bastante más difícil para el lector español encontrar libros pertenecientes a estas últimas tradiciones. Y más aún, libros que vinieran vertidos en traducciones directas y fiables, sin los sospechosos filtros de versiones inglesas, alemanas o francesas. Y ese cambio favorable se ha dado gracias a la proliferación de traductores de nuestro país que se han atrevido a internarse con gran rigor en lenguas “difíciles” y minoritarias, poniendo a nuestra disposición textos que de otro modo quedarían vedados tras los velos de nuestra ignorancia. Y no solo hablo de literatura, sino también de cine, o de artículos de prensa. El traductor es el vehículo que nos abre el camino a esos otros mundos, misteriosos en la medida en que nuestra ignorancia anula nuestra curiosidad. Es el albañil que ensancha la ventana a través de la cual miramos al mundo.
Cuando me he dirigido alguna vez a los alumnos del máster de Traducción de la Universidad de Sevilla, desalentados como cualquier joven ante las perspectivas de hallar un trabajo digno, les he insistido en que pocos oficios tienen tanto futuro como el suyo. En un mundo que tiende a la abolición de todas las fronteras (por más que algunas viejas estructuras se resistan a periclitar), la última aduana para la cultura y el entendimiento de los pueblos es la lingüística. Y es muy fácilmente superable con una buena generación de traductores.
En un mundo que tiende a la abolición de las fronteras, la última aduana para el entendimiento de los pueblos es la lingüística
Sin embargo, hoy, justo el Día Mundial de la Traducción, me gustaría invitar a nuestros profesionales del ramo a no resignarse a ser simples empleados, a tomar la iniciativa y defender (por las múltiples vías que los medios actuales nos brindan) la belleza y el ingenio de los mundos a los que tienen acceso. A no estrechar su propia ventana.
Pongo un ejemplo claro: Marruecos es actualmente un hervidero de autores y autoras que escriben en árabe clásico, en dariya, en bereber, en francés, en inglés, en lengua española también. Sin embargo, lo que llega de nuestro país vecino a las librerías españolas es casi insignificante. Los traductores de árabe escasean, los de bereber casi no existen, los de francés prefieren mirar a la Guayana o a Canadá antes de proyectar la mirada al otro lado del Estrecho. El resultado es que sabemos muy poco, casi nada, de cómo ven, gozan, sufren o se atribulan personas que están ahí mismo. Nada sabemos de sus temores y de sus esperanzas. No alcanzamos a asombrarnos de nuestras similitudes, ni a reconocernos en nuestras diferencias.
El día de hoy, 30 de septiembre, conmemora la muerte de Jerónimo de Estridón, que vertió la Vulgata del griego y del hebreo al latín, pero también reivindica la condición de verdaderos autores –en grado muy diverso– de sus colegas de ayer y hoy, la necesidad de mejorar sus condiciones de trabajo y de aumentar su visibilidad. Día para celebrar y también para reivindicar. Felicidades a todos los traductores. Y a todos sus lectores, también.
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