Un delfin sin pescaíto
Eva Chaves
Belén
Mi vecino de arriba no trabaja y en realidad es porque no le echa ganas a la cosa. Vive de las rentas que le pagamos por el alquiler. Y como no trabaja se aburre mucho y pasa bastante tiempo merodeando por el jardín que compartimos. Además tampoco tiene hijos “porque está recién casado”, te diría un palestino, con lo cual poquita cosa en la que entretenerse.
Yo soy nueva en la casa y por un motivo que desconozco me tiene un respeto o miedo particular. Lo sé porque ya es la tercera vez que salgo al jardín y al darle corte se esconde detrás de uno de los limoneros, sin mucho éxito pues el tronco fino del frutal más abundante de Palestina no puede esconder ni a un gato.
El chaval tenía la fijación de cortar con tijeras los calzoncillos del francés que vivía en mi cuarto
Pero encontrarlo escondido en el jardín es una cómica y agradable sorpresa ya que lo que temo es encontrarme al loco que venía con un cuchillo a romper las mosquiteras de las ventanas. El mismo al que también le gustaba esconderse entre los limoneros del jardín y que a mis compañeras les dio más de un susto de muerte.
El chaval tenía la fijación de cortar con tijeras los calzoncillos del francés que vivía en mi cuarto y cuando se le espantaba salía corriendo y gritando: ¡Que viene el ejército! ¡Que viene el ejército! Pobre, otro de tantos a los que la ocupación israelí ha dejado tocados.
De una de aquellas y para nuestra tranquilidad ya no volvió y el jardín sigue siendo el refugio favorito de todos los gatos del barrio que con sigilo tratan de colarse hasta la cocina a ver si pillan bocado.
Poco más arriba está la universidad. Tengo la suerte de trabajar a cinco minutos (exactos) de casa, de no tener que moverme en transporte ni pasar checkpoints. Por el camino me suelo cruzar con un compañero del departamento de Humanidades, Abuna Peter, canadiense de nacimiento pero requetepalestino de corazón. Más de treinta años en Belén dando clases de Filosofía, este jesuita de izquierdas es de lo mejorcito y más cañero que me he encontrado en la universidad. Es como un maestro del que siempre aprendes algo.
Al lado vive una familia que habla en voz bastante alta y de vez en cuando se escucha algún “¡Mama! ¡Dale, apúrate!”
Demasiado ha vivido ya el padre Peter, demasiado ha visto y demasiados tiros ha debido de escuchar. Con la escopeta cargada cada vez con alguna frase de algún filósofo, con algún pensamiento que le quita el sueño o con versos de algún poeta que dan sentido a emociones, cabreado por las nuevas generaciones más pendientes del iPhone que de abrir un libro y mucho menos que de filosofear, preocupado por las últimas noticias que vienen de Jerusalén: “No sé yo si no estará Israel poniendo a chavales infiltrados en los enfrentamientos callejeros como en la Segunda Intifada”, me decía mientras se iba a sus clases, justo anteayer.
Por si me lo encuentro llevamos siempre los pendrive preparados para pasarle o él devolverme las pelis que le grabo. Es un fan de Buñuel y de Almodóvar y la última que le marcó y que utiliza para sus clases es Solas.
En la curva del final de la calle está el Salon Tatoo, donde nunca vi salir ni entrar a clientes pero donde misteriosamente siempre escucho el ruido del secador. Al lado vive una familia que como auténticos latinos hablan en voz bastante alta y de vez en cuando se escucha algún “¡Mama! ¡Dale, apúrate!” que me hace sonreír y sentir como en casa. Sí, en castellano. Es la familia hondureña de cinco hermanos y madre palestina llegados hace un año. Una de tantas familias de cristianos de Belén que emigraron a Honduras y por circunstancias determinadas decidieron regresar.
Como digo, no es un caso aislado. Oír hablar en castellano por esta zona es bastante común por los vínculos que tienen con los familiares que ya desde épocas del Imperio Otomano fueron emigrando al otro lado del Atlántico. Y cuando hablo de esta zona me refiero a los tres pueblos que ocupan esta árida montaña salpicada de vez en cuando por frutales y olivos.
Villarriba es Beit Jala, con la fama de ser los más pijitos, cuyos mayores, algunos, llaman al coche charro porque el sonido ka del árabe lo pronuncian cha y lo de carro se lo trajeron de Chile ya que hay más habitantes de Beit Jala en Chile que aquí. Villaabajo es Beit Sahour, que son los que se llevan la peor fama, la de pueblerinos y tontorrones, y esto último en el sentido literal pues dicen que se casan mucho entre ellos y así salen después. Yo me cabreo cuando lo escucho porque el primer año viví en Beit Sahour y siempre traté con muy buena gente.
Luego está Belén, que sería Villaenmedio, con su pequeño y coqueto casco antiguo, que es donde tengo la suerte de vivir ya que el resto de esta ciudad-pueblo en mi opinión es bastante feucho, con esos edificios modernos típicos de los países árabes, que bien pecan de ostentación hortera si manejan pasta o bien de austeridad absoluta y el gusto por las formas cuadradotas de hormigón y sin tejado, para seguir construyendo si a un hijo le hiciera falta vivir arriba cuando se case. Más luego el maravilloso muro de segregación que cerca la ciudad de Belén en un serpenteo de kilómetros.
Los edificios modernos típicos bien pecan de ostentación hortera si manejan pasta o bien de austeridad absoluta
Prefiero tener vistas al desierto terroso color crema y al gigante asentamiento de Har Homa o Abu Ghanem (en árabe), que hace años era un bosque de pinos, antes que al deprimente muro gris, pintadito de blanco en las partes por donde pasó el Papa en mayo de este año, de un blanco azulado y bien estudiado, llegándose a fusionar casi casi con el color del cielo, a ver si los turistas así ni se enteran, oiga.
En mi calle no hay tiendas pero sí, aunque pocas, un poquito más abajo, en la mítica calle de la Estrella que lleva hasta el nacimiento del niño Jesús (ese agujero en la piedra hecho como si lo hubieran escarbado con un cazo tamaño gigante que hay en el subsuelo de la iglesia de la Natividad). La calle de la Estrella tiene su letrero en árabe y en español y el huevo frito de la cooperación española está en un par de placas al principio y al final de la calle.
Debió de sobrar dinero del presupuesto para la rehabilitación de la calle y el escultor de turno debió andar falto de ideas
Debió de sobrar dinero del presupuesto para la rehabilitación de la calle y en algo lo tenían que gastar así que el escultor de turno debió andar falto de tiempo y de ideas y solo se le ocurrió plantar un delfín en la última curva de la calle. Un delfín, sí, aquí, en Belén, un pedazo de delfín de piedra en medio de la ciudad donde empieza el Desierto de Judea. Aunque la cooperación estadounidenses no se ha quedado corta con el reemplazo de las farolas rústicas por unos horrendos farolones modernos que, al igual que el delfín, no pegan ni con cola.
Apenas hay establecimientos abiertos en la calle de la Estrella porque desde la creación del muro mucha actividad comercial cesó. Recuerdo cuando mi compañero y también maestro, gran periodista y el mejor editor que conozco, me dijo hace ya más de tres años cuando me vine a vivir aquí: “Eva, en Belén hay algo que te va a encantar; en la ciudad vieja hay un montón de puestecitos de pescaíto frito”. Lo he contado aquí un montón de veces y la carcajada de palestinos y extranjeros es general. Mi querido compañero, hiciste un chiste. Suerte la tuya de haber conocido esto antes del muro, cuando el pescado fresco llegaba a diario, antes de que las típicas puertas de hierro pintadas de verde se cerraran a cal y canto para siempre.
Lo que sí se mantiene es el horno del principio de la calle, el único de Belén que abre 24 horas para que el chavalerío pueda matar el hambre de altas horas de la madrugada. Sí, aquí también los chicos (aunque solo chicos) salen a beber y a fumar hasta las mil y las ruedas de pan kaek (ése al que le echan sésamo por encima) del horno Abu Fuad es de lo mejor antes de retirarse a dormirla. Justo enfrente está la mítica tienda de los horrores con un par de enormes retratos de Arafat.
Solo he entrado tres veces porque me mataba la curiosidad, por puro placer de observar las reliquias de productos que venden y si no lo hago más es porque la tendera no me quita los ojos de encima ya que nunca hay clientes, salvo los que rápido entran y pagan el cigarrillo suelto o la bolsa de pipas, así que me da corte ponerme a mirar las piezas comestibles de museo.
A mi calle se le llama el Callejón de los Amantes, esos que se saltan las clases para buscar un lugar sin apenas tránsito
Una barbería, un par de tiendas de barrio, dos puestillos de falafel, una tienda de dvds, otra de antigüedades y un par de carpinterías donde hacen crucecitas, sagradas familias en burrito y belenes es lo que queda abierto justo antes del grandioso delfín. Después sí, restaurantes populares y una tienda tras otra de recuerdos con artesanía, narguiles, pañuelos de pashmina y palestinas made in Hebrón o en China, ocupan el final de la calle que desemboca en la animada plaza de la Natividad.
Pero yo estoy aquí, en una casa muy tranquila con un jardín acogedor y un columpio para desconectar, visitada a diario por el señor que recoge la basura, una buenísima persona que por algo que desconozco parece haberle pasado algo en la cabeza y según cuentan, también el ejército tuvo algo que ver.
Antes de que hubiera un cubo afuera para echar las bolsas llamaba a la puerta exactamente a las seis y media de la mañana para recoger la basura. Domingos, viernes y festivos. Sin pensar, claro, que a lo mejor nos acostamos tarde la noche anterior. Así que decidimos rápido comprar un cubo grande para la basura aunque con la pena de saber que en realidad lo que quiere es un rato para hablar y tomar un café, el que se toma cada mañana con los vecinos a la puerta de casa. Un rato para preguntar si el coche destartaladillo que tenemos necesita alguna reparación pues él antes era mecánico. Un rato para sonreírle a alguien y a la vida pues nunca, nunca le falta la sonrisa.
Y sí, soy una privilegiada no sólo por el jardín y vivir cerca del trabajo y los amigos, también porque a mi calle, la calle Wardiye, que en dialecto palestino quiere decir “la florecita”, se le llama el Callejón de los Amantes, esos que se saltan las clases para buscar un lugar sin apenas tránsito en el que con mucho cuidado darse de la mano, estamparse algún besito espontáneo o susurrarse palabras de amor al oído. Esos que se sienten tranquilos cuando la que casi les pilla es una extranjera. Sí, mi calle está llena de amor. Soy una privilegiada.
Especial para M’Sur