La cuerda rota
Hürrem Sönmez
Nos despertamos una bonita mañana con un sol que anunciaba la primavera. Los árboles empezaban a abrir sus flores: lo vimos desde la ventana. En otro momento habríamos bajado de casa a la cercana orilla para respirar el aire del mar. Habríamos tomado al aire libre un té recién hecho en un vaso de cintura fina, acompañado de una rosquilla crujiente de esas que venden por la calle. O habríamos caminado sin rumbo por la calle para saludar la primavera.
No podemos hacer nada de todo esto: estamos forzados a quedarnos en casa para protegernos a nosotros mismos, a nuestros seres queridos, a las personas que no conocemos pero que viven en el mismo mundo que nosotros. Porque hemos caído en las garras de un miedo compartido no con quienes viven en nuestro barrio, en nuestra ciudad ni en nuestro país, sino con quienes habitan nuestro mundo. Un mundo que es realmente muy pequeño, lo hemos dicho siempre, pero nunca lo hemos vivido así de cerca.
Para despejarnos, nos refugiamos un rato en los libros, los filmes, las canciones… Pero despejarse desde luego no es fácil: leemos dos líneas de un libro y volvemos a mirar las noticias de última hora o los mensajes en Whatsapp: a lo mejor el amigo del colegio de fulanito o un cuñado que es médico ha sacado algún avance respecto al virus, tal vez se haya registrado algún progreso entre los científicos de Cuba, ahora que encima no tenemos claro lo del vinagre, lo único que sabemos seguro es lo del agua y jabón; el agua y jabón son nuestros mejores amigos.
No es fácil despejarse. Tenemos a personas cercanas a las que tememos perder, personas de edad avanzada o quizás con enfermedades crónicas. Si estamos lejos de nuestros seres queridos es aún más duro; por mucho que nos mantengamos lejos del ‘corona’, el virus de la preocupación no nos suelta nunca.
Quienes trabajan temen por su vida, quienes no trabajan temen por su pan
Luego está lo del dinero para comer: miles de personas en sus casas, obreros, oficinistas, los camareros de mi café favorito, el vendedor callejero de rosquillas, el florista de la esquina, miles de personas, incluidos nosotros mismos, sin respuesta a la pregunta de cómo traer comida a casa, cómo pagar el alquiler. Hay quien, al contrario, está obligado a trabajar: los mensajeros, los funcionarios, los trabajadores de la limpieza urbana y mucha gente más que se gana la vida saliendo a la calle. Quienes trabajan temen por su vida, quienes no trabajan temen por su pan: para todos, el atardecer llega como una carga pesada.
Yo escucho música, pero por dentro tengo miedo. Ya no me puedo quitar de la vista un mensaje que algún usuario de redes sociales escribió en Italia: “Ya nadie canta canciones, ya solo se escucha el sonido de ambulancias y helicópteros”.
Suena una canción que escuchaba mucho en otras épocas, las cosas que dice nos parecían profundas entonces, pero hace tiempo que, mirando atrás, nos preguntábamos si realmente era tan profunda.
“Una rosa y su olor toda flor aplastaría, romper una cuerda pone fin para siempre a la armonía”, dice la canción. Y es como si hablara de los días de ahora: se ha roto una cuerda y se ha puesto fin para siempre a la armonía del mundo.
Lo que hacíamos en los días dolorosos era juntarnos, cogernos de las manos, abrazarnos
Vivimos unos días en un orden mundial que no es nada justo, que habría que volver a construir de cero, sin saber qué será mañana, pensando continuamente en el pasado. Las redes sociales como Facebook nos ponen delante momentos de años pasados, amigos que quizás ya no estén con nosotros, notas de lo que amábamos y de lo que nos ponía triste. Anoche me salía una foto en mi muro, un encuentro alegro con amigos en el año 2013. En estos días en los que estamos encerrados en casa, sin poder hacer un montón de cosas que antes hacíamos sin pensarlas siquiera, siento como si del espíritu que encierra esa fotografía hubiese pasado un siglo. Los humanos somos seres así: no reflexionamos mucho sobre las cosas que tenemos antes de haberlas perdido.
Durante mucho tiempo, no teníamos una vida fácil en este país. Se podría decir que hemos vivido más cosas de las que caben en la vida de una persona: crisis políticas, juicios sin fin, detenciones, atentados, intentos de golpe de Estado, asesinatos de mujeres continuos… Hemos visto mil calamidades.
Desde luego, también la ciudad ha cambiado mucho en este proceso, y esto no se ha quedado en una transformación urbana: hemos pasado por un cambio humano, ético y social en estos últimos diez años. Hemos perdido numerosos lugares que amábamos; la vida de mucha gente ha cambiado de forma irreversible.
Cuando cae la noche sobre nosotros y nos pesa el propio cuerpo, lo que nos ofrece un refugio para superar los días difíciles, para mantener en pie dentro de nosotros la resistencia vital y atender a la mente son las cosas pequeñas. Hacíamos un viaje, una escapada, si teníamos oportunidad, para ver un cielo distinto, tomar un respiro. Si no pudimos, nos regalábamos un cine, un teatro o un concierto bonito. Aunque lo que más hacíamos para darnos refugio en los días dolorosos era juntarnos para cenar con los amigos, cogernos de las manos, abrazarnos, sonreírnos, llorar para intentar superar el mal momento. ¡Cuántas preocupaciones habremos dejado atrás en las largas charlas de una noche así!
Ahora estamos pasando un examen totalmente distinto, más difícil que nunca, en el que lo más duro que afrontamos es la soledad, encerrados en casa, una soledad en la que ni siquiera podemos abrazar a quienes queremos por el miedo de caer enfermos y de hacer caer enfermo al otro. No sabemos si volverá nuestra salud, nuestra felicidad, si habrá un trabajo, si habrá una vacuna.
Quienes llevamos años defendiendo el derecho a la reunión y la libertad de viajar, ahora pedimos “seguridad”
Tenemos tiempo libre ahora, pero no hay cine ni teatro ni conciertos; los aeropuertos son aterradores, de viajar al extranjero ni hablamos, no vamos a nuestra taberna favorita ni aunque el dinero alcance, y el miedo a perder a nuestros seres queridos por un minúsculo virus se impone a todas las demás preocupaciones. Por mucho que intentamos mantener alta la moral, vivimos tiempos extraños, preocupantes, que no serán fáciles de olvidar.
Desde luego, esta preocupación afecta a la manera en la que vemos el mundo y la vida. No saber qué pasará mañana puede poner patas arriba las ideas que defendemos, las cosas que valoramos. Quienes llevamos años debatiendo el equilibro entre seguridad y libertad, defendiendo el derecho a la reunión pacífica y la libertad de viajar, ahora decimos “seguridad”. Decimos “No salgas a la calle”, “No te metas en muchedumbres”. Hasta criticamos que todavía no se haya proclamado un toque de queda.
Nosotros, que valoramos la libertad de pensamiento y de expresión por encima de muchísimas cosas, no podemos pasar de decir “Las ideas son libres”, cuando escuchamos a quienes difunden afirmaciones sin base científico alguna. Pero pensamos “No está bien propagar de esta manera informaciones falsas que ponen en peligro la salud pública”. Porque sabemos que la salud pública es importante y que el derecho a la vida es el primer derecho que hay que proteger. La naturaleza no deja de darnos lecciones, y si aún ayer decíamos que el pueblo unido jamás será vencido, hoy decimos que para la victoria es necesario no juntarse con nadie. No en vano han dicho que todo en la vida es para las personas.
Uno de los esloganes que hemos repetido hasta la saciedad en las crisis políticas y sociales que hemos vivido hasta ahora ha sido “La solidaridad da vida”. Frente a las crisis políticas y los problemas económicos hemos buscado el camino de la solidaridad en la medida de nuestras posibilidades. Ahora, toda la población mundial comparte el mismo destino, todos hablamos de un único tema, pero recluidos en casa leemos y nos escribimos en las pantallas de nuestras propias pequeñas vidas.
La salud pública importa: el derecho a la vida es el primer derecho que hay que proteger
Está claro que después de estos días también sufrirá cambios la solidaridad, porque nunca antes se ha mostrado tan transitorio el concepto de la frontera. Aún ayer, la frontera era el lugar donde poníamos a quiénes expulsábamos con las palabras “Que se vayan de nuestro país”; ahora, la frontera de nuestra vida es la puerta de nuestra casa. El miedo y la amenaza de la enfermedad no conocen fronteras; traspasan países, ciudades y océanos.
En las crisis que hemos vivido en nuestra tierra, en los tiempos en las que nos asfixiábamos bajo las adversidades, muchos podíamos soñar por lo menos con irnos a algún país lejano algún día. Hasta este sueño se ha acabado para un tiempo que ignoramos; el universo nos dice ahora: “No tenéis adónde ir”. ¿Se hará verdad la profecía de Cavafis? nos preguntamos ahora, ¿no encontraremos otro país, no tendremos otro mar, echaremos canas en el mismo barrio de siempre?
Pero por mucha desesperación que nos cause tener que encerrarnos en casa por un virus que ha recorrido kilómetros y ha puesto de rodillas al mundo entero, también nos suscita esperanza ahora saber que en otros lugares lejanos del mundo hay científicos que pasan la noche en el laboratorio y que cualquier noticia que llegue de ellos traspasará todas las fronteras. Qué humanidad saldrá de esta crisis, qué lugar será el mundo es algo que no podemos intuir, pero una cosa sabemos: no será el mismo mundo que antes.
Tal vez sea este el nuevo significado de solidaridad: recordarnos la existencia del anciano en el edificio de al lado que no puede salir a la calle, aplicar en nuestra propia casa los consejos que da un médico en un lejano pueblo de Italia. Porque los científicos pueden ser del país que sean: trabajan por el interés común de la humanidad. Tendremos que volver a pensar desde el inicio qué es una frontera, qué es lo que nos convierte en humanos.
¿Lo único que falta es una invasión de extraterrestres? No: no vivimos en la peor de las épocas
En los últimos tiempos se ha difundido mucho este espíritu de “Lo único que nos falta por ver es una invasión de extraterrestres”, vinculado a la idea de “Qué generación más desafortunada somos”. Pero por mucho que la situación y el rumbo del mundo no son nada brillantes, no tengo claro que podamos decir “Nos ha tocado la peor época de todas”. Al principio del siglo pasado, en nuestra tierra murieron miles de una epidemia. Y en el mundo, las generaciones anteriores a la nuestra, que habían vivido dos grandes guerras mundiales sin la posibilidad de almacenar en casa provisiones de pasta y papel higiénico, se sabían ricas si había trigo. Nosotros escuchábamos las historias de la guerras, la pobreza y de quienes morían embarcados en el mar en las oleadas de migración y acababan enterrados en tierras desconocidas como si fuesen cuentos de un país lejano. Pero ahora, nuestra generación, que vive con las comodidades de los tiempos modernos, ve que de repente pueden aniquilarse todas las posibilidades que teníamos sin pensar en ellas siquiera.
Quizás también habría que pensar en cómo se contará mañana la historia de los días que vivimos ahora.
Si vivimos lo suficiente, dentro de treinta años deberíamos contar a las próximas generaciones lo que recordamos de estos días en los que aguantábamos la respiración, esperando que de cualquier parte del mundo viniera la noticia de un medicamento, una vacuna, en una esperanza que traspasaba todas las fronteras.
“Así se puso fin a la época de quienes negaban la ciencia y se entregaban a las supersticiones”, diremos cuando hablemos de estos días. Nunca deberemos olvidar al personal de salud y los médicos de diferentes países que murieron en la epidemia.
Olvidamos los perfumes caros: los ricos y los pobres todos olíamos a la misma colonia
“Eran días duros”, diremos. “Eran días tan duros que teníamos la posibilidad de volver a pensar de cero a qué cosas damos valor y qué tenemos”. Volvíamos a reflexionar sobre nuestra vida y sobre el mundo en el que vivimos.
Eran unos tiempos, diremos, en los que “los bolsos de marca que cuestan tres o cuatro salarios y los zapatos pijos se convirtieron de repente en los objetos más inútiles. Valían las bolsas de tela que se podían lavar, el jabón era importante, olvidamos los perfumes caros, los ricos y los pobres todos olíamos a la misma colonia. Nuestras preocupaciones y condiciones quizás no fueran las mismas, pero el esfuerzo para sobrevivir nos equiparó a todos”.
Vivimos una época, en la que “la cosa más preciada era respirar en salud, compartir, estar juntos, abrazar a los amigos, y así la recordamos”, diremos a quienes vienen después de nosotros.
Explicaremos también qué dura era la prueba de humanidad a la que se vieron obligada los médicos que tenían que seleccionar a los enfermos porque no quedaba sitio en los hospitales; explicaremos que ya a nadie se le volverá a escapar lo vital que es invertir en hospitales y no en centros comerciales, invertir en una ciudadanía formada y madura.
Cuando pasen estos días, tal vez lo primero que queramos hacer es olvidar todo, no recordar nada de aquello, porque la mente humana siempre trata de erradicar los malos recuerdos. Pero no podremos olvidar nunca cómo echábamos de menos abrazar sin límite a las personas queridas, no podremos olvidar nunca el miedo que teníamos a no poder volver a sentarnos nunca juntos a cenar, no poder volver a pasear con libertad por la calle. Cómo temíamos no poder volver a escuchar juntos nuestra canción favorita.
Si superamos estos días, el mundo probablemente no vaya a ser el mismo, pero al menos nosotros saldremos de esta prueba convertidos en personas mejores. Deberemos preguntarnos qué hicimos nosotros, aprender la lección que nos ha caído, para luego seguir adelante con nuestra vida.
·
¿Te ha interesado esta columna?
Puedes ayudarnos a seguir trabajando
Donación única | Quiero ser socia |