Opinión

El sexo en la época de nuestras abuelas

Soumaya Naamane Guessous
Soumaya Naamane Guessous
· 7 minutos

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Para nuestras abuelas, sexo rima a menudo con trauma. De niñas las oprimían en nombre de la virginidad. Casadas muy jóvenes, siendo niñas o adolescentes, lo ignoraban todo acerca de la sexualidad, que descubrían al experimentar la violencia de la noche de bodas. Descubrían a sus maridos en la habitación nupcial. Eran violadas por hombres impacientes por mostrar la sangre del himen. Su entrada en la sexualidad era a través de la vergüenza, del dolor y de la obligación. Forzadas a entregar sus cuerpos a unos esposos deseosos de satisfacer sus necesidades con o sin su consentimiento, nuestras abuelas vivieron experiencias traumáticas.

“Cuando tenía 10 años me dejaron desnuda en una habitación oscura. Estaba contenta porque me habían maquillado, me habían perfumado y me habían dado dátiles y galletas. Un hombre se abalanzó sobre mí. Yo gritaba y me resistía. Me golpeó. Unas mujeres me ataron. Fue muy doloroso. Sangré durante días. Mi marido no dejaba de torturarme. Su madre le decía que me “trabajara” de nuevo para que yo no me volviera a cerrar. Ya no podía andar, sentía dolor al orinar. Estuve en cama durante semanas, con los muslos abiertos. Unas mujeres me colocaban unos cataplasmas que me quemaban. Nunca he sabido lo que es el placer”. Las mujeres sufrían este suplicio con frecuencia.

Durante el día jugaba con los demás niños de la casa, después de ayudar a mi suegra con las tareas

La pubertad se vivía como un drama: “Me casaron con 8 años; mi marido me aterraba. Durante el día jugaba con los demás niños de la casa, después de ayudar a mi suegra con las tareas del hogar. Cuando caía la noche, temblaba de miedo ante la idea de que mi marido me forzara. Me dormía con los otros niños, con la esperanza de librarme de él. Pero venía y me cogía en brazos, mientras que yo dormía o me hacía la dormida. Años más tarde sangré por primera vez. Mi suegra, al verme llorar, me dijo que ya podía tener hijos. Un día empecé a vomitar… mi barriga crecía. Di a luz con 13 años.”

Los maridos eran, por lo general, mucho mayores que sus esposas. Las que se casaron con adolescentes o con hombres más jóvenes no sufrieron tanto: “Mi marido era joven y descubrió la sexualidad conmigo. Tras la violencia de la primera vez, siempre fue dulce”.

En silencio y sin verse

La esposa debía estar a disposición del esposo, en nombre del deber conyugal: “Odiaba que me tocara. Se quejó a su madre, que me insultó y me amenazó con devolverme a mis padres. Un día mi madre vino a visitarme y yo le insistí mucho en que me llevara con ella. Recibí una bofetada. Me dijo que si no era obediente mi padre me mataría. Me volví sumisa”. Las mujeres reprimían sus impulsos sexuales, ya que hubiera sido impensable que una esposa los manifestara. Las parejas no siempre tenían una habitación aparte. Los niños dormían con ellos.

Las relaciones sexuales se tenían a oscuras, en silencio. Según las reglas de la decencia, los esposos no se desnudaban. Según las creencias, que no el islam, ver los genitales de otra persona es pecado, esposa y esposo incluidos. De ahí el testimonio de Aicha, de 80 años: “Me subía la ropa hasta la cara y me la volvía a bajar cuando él terminaba”. La fantasía se consideraba pecado. Pero la sodomía no era rara y las mujeres se sometían por miedo a sus esposos: “Le armé escándalos a mi marido porque me pedía cosas que eran pecado. Le dije que fuera donde las prostitutas ya que yo soy una mujer seria”. ¡Cuántos hombres, por respeto a sus esposas, iban a vivir sus fantasías con las prostitutas!

Hablar de orgasmos era muy embarazoso: “No, nunca. No creo que eso exista. No en nuestra generación. Las chicas de hoy, puede ser, porque a ellas les pica el gusanillo”. Para las mujeres, esto se veía compensado a través de afecto, atención y regalos. “Mi marido era bueno, nunca me negó nada. Me entregaba para complacerlo. Me gustaba que me deseara”.

El sexo, moneda de cambio

Ante la falta de contracepción eficaz, la sexualidad se temía por miedo a otro embarazo. “Después de 8 hijos, 2 de ellos muertos y 3 abortos, la sexualidad representaba un peligro para mí”. Pero la sexualidad también permitía calmar a un marido violento o evitar su ira: “Cuando me negaba se ponía nervioso, maltrataba a los niños y podía negarse a hacer la compra”. La sexualidad era una obligación, sufrida y no compartida. Pero con el tiempo las mujeres apreciaban la solicitud de los esposos, que halagaba su feminidad.

Ellas aprendían el juego de la seducción y lo usaban para obtener favores o como recompensa: “Me gustaba ponerme guapa para llamar su atención, sobre todo cuando era amable o yo quería que me comprara algo”. Las mujeres eran incapaces de expresar abiertamente su deseo. Se volvían expertas en el marketing sensorial, encendiendo la pasión del esposo: “¡Si me hubiera lanzado sobre él como hacen las chicas de hoy en día, me hubiera considerado una prostituta y me hubiera repudiado! Le preparaba un buen tajín para deleitar su paladar. Me ponía guapa para alegrarle la vista. Me soltaba el pelo y me ponía un caftán de seda o de terciopelo para que acariciara superficies suaves. Me perfumaba para estimular su olfato. Ponía música para animarlo con cantos dulces”. ¡Hasta el hombre más autoritario sucumbía ante esta invitación implícita!

“Los hombres son autoritarios mientras son viriles. En cuanto el aparato se les afloja, se calman»

Pero la sexualidad de las mujeres solo tenía sentido cuando estaba ligada a la procreación. Los múltiples embarazos, la carga del hogar y las frustraciones hacían envejecer precozmente a las mujeres. Casadas desde la infancia, después de los cuarenta se las consideraba usadas. La vejez las liberaba. “Los niños habían crecido. Estaba harta y cansada de bañarme para hacer la oración. Ya no dormía con él”. Con los hombres pasaba lo mismo, que perdían el vigor. “Los hombres son autoritarios mientras son viriles. En cuanto el aparato se les afloja, se calman. Entonces llega la tranquilidad”.

Las más jóvenes no conocen esta paz y maldicen la Viagra: “Las chicas pervierten a los viejos. Antes los hombres solo veían siluetas que se disimulaban bajo el velo. Hoy los cuerpos se exhiben y hacen que los hombres vuelvan la cabeza. Los que no engañan a su mujer continúan siendo exigentes ya que su sexualidad no para de verse estimulada por las mujeres que ven por la calle, por su pelo, su escote, sus muslos… Los viejos llegan a casa desatados. Engullen la maldita pastilla y atormentan a su esposa. Sobre todo los que ven lamsakhe (pornografía) en el ordenador”.

Un hombre de 77 años comenta: “Antes, el hombre se beneficiaba de la mujer a su antojo. A las mujeres les daba vergüenza hablar. Las chicas de hoy te miran a los ojos y te dicen que has sido demasiado rápido. Es el fin del mundo”. Esto afecta a la virilidad: “Con mi mujer yo era el que ganaba. Me sentía un hombre de verdad. Las chicas jóvenes son más hábiles pero nos dan problemas. ¡A mi edad no puedo hacer demasiadas acrobacias, ni satisfacer un apetito sexual femenino voraz!” Sí, los tiempos han cambiado bastante, ¡para alegría de las mujeres!

Primero publicado en illi | 24 Abril 2014 | Traducción: Idaira González León

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