Colonialismos
Ilya U. Topper
Doce de octubre, día de la Hispanidad. Como todos los años se suceden las dos ceremonias, ambas obligadas, inevitables: la oficial, aplaudida y repetida sobre todo por partidos de la derecha y tertulianos que se inscriben en la tradición de considerar España el Faro de Occidente, llamado a cristianizar el mundo —¿cómo va a ser simplemente un país como los demás?— y la otra, a fuerza de costumbre hoy día casi igual de oficial, la que insiste en que España es una nación genocida, exterminadora de pueblos y destructora de continentes; ¿cómo va a ser simplemente un país como los demás?
Siempre me ha parecido hasta cierto punto absurdo que una sociedad se enorgullezca de algo que hicieron sus lejanos antepasados: cómo si alguien de quienes hoy hablan de hispanidad hubiera aguantado viento y oleaje en la Niña de los Hermanos Pinzón. No menos absurdo es, desde luego, flagelar al conjunto de los ciudadanos españoles por algo que cometieron los que no son antepasados de estos ciudadanos sino de quienes ahora blanden la fusta.
Era aún adolescente cuando vi en la televisión española, creo que era la pública, una tertulia en la que se recriminaba con duras palabras a España que hubiese descubierto América, conllevando una conquista que exterminaba a aztecas y mayas. Lo que me sorprendió, en aquel momento, era que quien hablaba no era Rigoberta Menchú sino un señor rubio, creo que alto cargo del Gobierno mexicano, que se apellidaba Alemán.
Hoy día, para ser un ciudadano hecho y derecho, lo primero es ser víctima de alguna colonización
Luego me fui acostumbrando a esa ceremonia de flagelamiento, aunque reconozco que aún tuvo capacidad de sorprenderme un reciente tuit de una joven española de Canarias que se declaró, aparentemente con toda seriedad, descendiente de unos antepasados guanches “exterminados a sangre y fuego por los castellanos” y denunciaba carecer de lengua propia. Llevaba así a su última consecuencia este hábito de castellanoparlantes americanos de declararse víctimas de la colonización española.
Porque hoy día, para ser un ciudadano hecho y derecho, lo primero es ser víctima de alguna colonización; es un vocabulario que ha prendido hasta en Cataluña. Y que están copiando incluso amigas mías que el mismo día de la Hispanidad denuncian la falta de interés por la “colonización árabe e islámica” del Magreb que ha arrasado con la cultura original bereber. Y no en un sentido figurado, plenamente justificado, para denunciar la expansión de la ideologia panarabista a mediados del siglo XX y la subsiguiente difusión de la ideología panislamista, hermana melliza y heredera de aquella, sino en referencia al proceso histórico iniciado en el siglo VIII. Y eso es preocupante.
Es preocupante porque por una parte, hablar de una colonización árabe toma en serio y repite la ficción sobre la que se ha creado, precisamente, la ideología panarabista con todas sus nefastas consecuencias: la de un traslado de grandes poblaciones desde Arabia hasta el Magreb, antepasados de la mayor parte de la población local actual, que debe por lo tanto considerarse “árabe”. Eso es simplemente falso, tan falso como considerar a los españoles descendientes de una invasión italiana de la Península Ibérica. Precisamente, para liberarse de la ideología panarabista que ha reprimido los idiomas y culturas locales del Magreb, y lo sigue haciendo, es preciso entender primero que estas culturas son fruto de un proceso de asimilación de un idioma, el árabe, y una religión, el islam, por parte de la población local, y no resultado del traslado de una población ajena que colonizara la región.
Se conquistaban tierras con el fin esencial de cobrarles tributo, en oro o especie, a sus habitantes
Debería ser algo obvio para todo marroquí, porque es sencillamente imposible diferenciar dos “pueblos”, uno árabe y uno bereber, en el Magreb. Algunas familias de Fes pueden creer en su descendencia de Arabia, o del profeta, si prefieren, pero eso no quita que la totalidad del pueblo marroquí es tan autóctona de la región (y tan mestiza) como lo es el pueblo español de la Península Ibérica, al margen del idioma que utilice cada familia… o cada generación dentro de la misma familia, porque este proceso de asimilación del árabe (mejor dicho, de un idioma local magrebí derivado del árabe) se ha intensificó notablemente en el siglo XX.
Pero además es preocupante, porque denunciar el “colonialismo” en todas partes, aparte de permitir rodearse con el glamour que confiere el estatus de víctima, muestra una ignorancia de conceptos históricos. Ni la expansión árabe e islámica hace un milenio comparte características con la conquista española del Nuevo Mundo, ni esta conquista se asemeja a la dominación europea de África y Asia a partir del siglo XIX conocida como época colonial. España colonizó las Américas, sí, pero en un proceso que se distingue tanto del posterior colonialismo francés, británico, belga, español o alemán en África, Asia y Norteamérica que es difícil utilizar el mismo término para ambos fenómenos.
La colonización española de América a partir de los primeros viajes de Colón aún mantenía en gran parte la lógica de expansión de los grandes imperios de siglos y milenios anteriores, ya fuese el romano, el persa, el bizantino o el otomano. Se conquistaban tierras con el fin esencial de cobrarles tributo, en oro, plata o especie, a sus habitantes. Para ello se mandaban militares y administradores, que a menudo se quedaban a vivir en el territorio, formando una élite que se iba mezclando con la población local. Lo facilitaba la escasa diferencia de desarrollo civilizatorio técnico entre los pueblos: todos usaban metal, espada, rueda, montura y habitualmente también escritura. La superioridad militar de un imperio residía en poco más que los detalles de un carro de combate o la disciplina de sus guerreros.
No bastaba con someter y controlar, había que hispanizar (o mediterraneizar) América
Muy distinta fue la conquista del Nuevo Mundo. La diferencia de desarrollo tecnológico entre la población americana y la mediterránea es enorme, incluso en el caso de los dos imperios más organizados, el azteca y el inca. A la ausencia de la rueda y los animales de montura y un uso muy limitado de metalurgia y escritura se añade la reciente invención de las armas de fuego en el Viejo Mundo. En el plano civil, la tecnología mediterránea permitía una explotación mucho más eficaz de minería y agricultura que la habitual entre los indígenas. Razón para favorecer el traslado importantes contingentes de población desde España a las tierras conquistadas, no solo para recaudar las riquezas, como era habitual en los imperios, sino para producirlas primero.
No bastaba con someter y controlar, había que hispanizar (en términos antropológicos, mediterraneizar) la región, y a tal efecto se legitimaba y se fomentaba desde la primera década el mestizaje, en la práctica por supuesto casi siempre entre hombres españoles y mujeres indias. Pero también hubo matrimonios entre españolas e indios, y lo pedía expresamente una cédula real de 1503: «que asimismo procure que algunos cristianos se casen con algunas mujeres indias, y las mujeres cristianas con indios, porque los unos y los otros se comuniquen y enseñen, para ser doctrinados en las casas de nuestra Santa Fe Católica, y asimismo como labren sus heredades y entiendan en sus haciendas y se hagan los dichos indios e indias, hombres y mujeres de razón».
Presentar estas consignas políticas de asimilación de la población local como una armónica convivencia entre el pueblo colonizador y el colonizado sería una burla. No obstante, es innegable que la conquista e incorporación de las Américas al imperio español mantiene un elemento legal que hasta entonces era el habitual: si bien se exigía servidumbre a los pueblos sometidos y se les vetaban determinados oficios o el acceso a las armas, todos, conquistadores y conquistados, súbditos de misma corona, estaban sujetos a la misma jurisdicción. Tal vez no fuese muy frecuente, pero una empleada doméstica india podía perfectamente llevar a los tribunales a su señora terrateniente española en el México o Perú del siglo XVI y ganar el juicio.
La Argelia francesa establece dos sistemas jurídicos: uno para los colonos, y otro para los “musulmanes”
Esto cambia radicalmente con el advenimiento del colonialismo en el sentido moderno en el siglo XIX, respaldado por obras pretendidamente científicas que cimentaban una visión de razas superiores e inferiores. La Argelia francesa establece dos sistemas jurídicos diferentes: uno francés, para los colonos, y otro para los “musulmanes”, es decir, argelinos nacidos de familia musulmana, sin que importase su fe individual. Así lo precisó el Tribunal de Apelaciones de Argel en 1903: “sin que se deba distinguir si pertenecen o no al culto mahometano”. A los indígenas se les aplicaban leyes diferentes, si es que había un tribunal civil cerca. Si no, simplemente se les sometía a un consejo de guerra, donde los militares hacían las veces de juez.
Esta división de la población en ciudadanos propios e indígenas sometidos —sin derecho a viajar a la metrópoli— caracteriza el colonialismo como sistema legal y como ideología política. Para resumirlo: el Imperio español prohibió la poligamia a los indios y el casamiento de las hijas menores, porque esa era la ley en España; la República francesa permitió ambas cosas a los argelinos de fe musulmana, aunque la ley lo prohibía en Francia.
La división se vendió entonces como respeto al pueblo sometido, aunque en realidad era precisamente lo contrario: se le consideraba a la hija de un musulmán argelino indigna del respeto que merecía una francesa y que la ley le confería. Y es ese misma ideario colonialista que hoy se refleja en el concepto de la “multiculturalidad”, bajo cuya bandera se pide “respeto” a cualquier norma que la ideología islamista-patriarcal intenta imponer a quienes hayan nacido musulmanes, así se hallen en Europa desde hace dos generaciones (y “sin que se deba distinguir si pertenecen o no al culto mahometano”).
Esto sí es, en sentido figurado, una colonización, aunque ya no se haga mediante traslado de población sino via satélite e internet. Y de los políticos españoles, franceses o británicos que la respaldan, llenándose la boca con la palabra respeto, solo cabe decir una cosa: que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón tenían más respeto por las indias que ellos por las musulmanas.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur.
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