Impunes
Ilya U. Topper
Era invierno en Bagdad. Javier Corcuera, Elena y yo, quizás alguien más de entre los pocos periodistas españoles que entonces, ocho meses después de la invasión, iban por orillas del Tigris, nos orientamos por el pasillo del Hotel Palestina. Llevábamos un ramo de flores. Pero no nos dejaron pasar a la habitación 1403. “Está ocupada”.
Uniformes paramilitares, metralletas, silencios. La planta 14 estaba tomada. Alguna empresa de mercenarios, intuíamos. Finalmente dejaron pasar a Elena sola para colocar las flores en la ventana donde un disparo había acabado siete meses antes con la vida de José Couso y, un piso más arriba, con la de Taras Protsyuk. Un proyectil de 120 milímetros contra dos cámaras de televisión. No era justo.
Tampoco es justo que doce años, dos meses y un día después, el juez Santiago Pedraz haya tenido que archivar la causa de homicidio que desde entonces estaba abierto contra tres militares estadounidenses. Los que dieron la orden, apretaron el botón. Un único disparo, como de advertencia. Advertencia mortal.
Ya ni siquiera tendrían que preocuparse de hacer que pareciera un accidente
Porque de eso se trataba. Todo el mundo sabía que el hotel Palestina era el cuartel general de la prensa, esa prensa que se ha dado en llamar el cuarto poder, pero que en aquellos años era algo más: el altavoz de lo que, siete semanas antes, el New York Times había llamado “la otra superpotencia” enfrentada con Estados Unidos, la única capaz de plantarle cara: la opinión pública internacional.
Lo grave, entendíamos entonces, al contemplar a los mercenarios que ocupaban la habitación de Couso, no era pensar que lo habían matado para sentar ejemplo. Eso era obvio. Lo grave era pensar que quienes decidieron atemorizarnos a todos, acallar esos micrófonos, cegar esas lentes, ya ni siquiera tendrían que preocuparse de hacer que pareciera un accidente. Se sabían impunes.
Impunes han quedado. No porque el juez no quiera. Sino porque el Gobierno español ha modificado la legislación que permitía juzgar crímenes de guerra cometidos en cualquier parte. Era una legislación poco frecuente, innovadora, acorde al espíritu del siglo XX, que dejaba atrás el viejo concepto de territorialidad, ese que sometía la Justicia al criterio del señor de un feudo, un país, un Estado. Ahora, creíamos, la Justicia se había vuelto universal, un asesinato sería un asesinato en todas partes, y como tal podría perseguirse, consciente por fin la humanidad de que es humanidad, y no una suma de diferentes súbditos.
¿Extender la idea de la justicia sin fronteras a Estados Unidos? Con el Pentágono hemos topado
Así lo dice el IV Convenio de Ginebra, firmado en 1949: “Cada una de las Partes Contratantes tendrá la obligación de buscar a las personas acusadas de haber cometido, u ordenado cometer, una cualquiera de las infracciones graves, y deberá hacerlas comparecer ante los propios tribunales, sea cual fuere su nacionalidad”.
Esta sería la ley en el futuro, pensaron entonces: una Justicia sin fronteras. Era fácil aplaudir cuando este concepto se aplicó, décadas más tarde, a criminales de guerra de los Balcanes. Pero ¿extender la misma idea a Estados Unidos? Con el Pentágono hemos topado.
Ya ni siquiera es una cuestión de volver a la territorialidad de antaño: Washington negocia desde 2008 un acuerdo con Bagdad para garantizar inmunidad a todo soldado estadounidense en Iraq. Ninguno podrá ser perseguido por un tribunal iraquí, perpetre el crimen que perpetre. Y no faltan ejemplos. Entre la población iraquí hay, año tras año, centenares de José y de Taras, miles quizás, civiles matados por un disparo de advertencia, sin gallo que les cante. Por eso también era tan importante el juicio: para demostrar que un asesinato no deja de serlo cuando lo comete un tipo con uniforme norteamericano.
Pero no. Frente al sueño de la Justicia universal, ha surgido un nuevo concepto: la impunidad universal. Una impunidad respaldada por el cambio legislativo en España y por el silencio cómplice de todos los demás países de la Unión Europea que no han movido un dedo ni un párrafo legal para ponerle freno.
Esta es la tragedia de José Couso y Taras Protsyuk: No se trata de que dos periodistas hayan muerto en una guerra. Murieron más, en la misma guerra de Iraq, en Siria, en Libia. Por empotrarse en tanques, por asomarse a la trinchera, por hallarse en la trayectoria de un misil. Esto es parte del juego, si se puede llamar juego algo tan serio como intentar ser testigo de lo que sucede, vivir para contarlo. La tragedia del Hotel Palestina, plantas 14 y 15, es que fue deliberada y deliberada ha sido la sentencia que nos muestra: no habrá Justicia.
Lo mataron para sentar ejemplo, dije más arriba. Estoy dando por sentado la culpabilidad de los acusados. Si hubiera un juicio que la estableciera, tendría que esperar el veredicto. Pero no lo habrá. Cuando se prohíbe juzgar, la presunción de inocencia deja de existir.
Se cierra la puerta para juzgar otro crimen de guerra: la colonización israelí de Cisjordania
Con el mismo veredicto se borran otras múltiples esperanzas. Fue un caso de violación de derechos humanos en el Tíbet lo que llevó al Supremo a determinar que ya no, que no es juzgable lo que ocurre allende las fronteras. Pero también se ha cerrado la puerta a uno de los crímenes de guerra más evidentes que se está cometiendo día a día ante nuestros ojos: la colonización israelí de Cisjordania. Hasta anteayer, cualquier juez español podría haber empapelado a los colonos (es crimen de guerra transferir parte de la población del país ocupante al territorio ocupado, y es otro crimen – pillaje – usar sus recursos naturales). Debería haber ocurrido. Yo esperaba que ocurriese. Ya no.
Cuando un delito se tipifica como impune ¿qué sentido tiene ya denunciarlo? ¿Qué tarea le corresponde a la prensa si ya no sirve de nada poner al desnudo los crímenes de los poderosos?
“Asusta pensar que hayan crucificado a José Couso y los demás para atemorizarnos a todos, siguiendo la vieja costumbre del campesino que clava a la lechuza agonizante sobre la puerta del pajar, como advertencia y señal a todos los pajarillos demasiado curiosos. Asusta pensar que se sientan tan impunes que crean que los demás no contamos, que nadie cuenta, que el mundo no tenga derecho siquiera a escandalizarse. Asusta pensar que para ellos ya hayamos muerto.” Es un texto que escribí el 14 de abril de 2003, siete días después de morir Couso, para ser radiado en Cadena Dial. Doce años, dos meses y tres días después, sigo asustado.
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